lunes, 20 de diciembre de 2010

EL VICIO DE NO PEDIR

El asunto es recurrente. Lo saco a colación porque hay mucha gente que lo padece, tanto en el papel de sufridor como en el papel de oidor. Me refiero al quejido inveterado que emiten algunas personas cuando se encuentran insatisfechas por algún motivo.

- Y, fíjate, he estado con catarro en casa. Con estos fríos no he podido salir durante dos días. Dos días, por Dios. Y no ha venido nadie a verme. Está muy bien llamar por teléfono para ver cómo estoy. Pero la que está sola soy yo. ¿Y qué hago en casa, yo sola, tirada en el sillón, o haciendo punto, o mirando la tele como una tonta?

Hay algunas personas de cierta edad para las que la diversión estriba en salir a la calle; en ver a la gente y en mirar escaparates. Porque no saben hacer otra cosa. No tienen una vida plena porque la costumbre las ha metido en una espantosa rutina en la que no existen más que dos o tres actividades que no les satisfacen en absoluto. Si viven en familia hacen lo posible por llamar la atención; en ser el centro de la familia. Y si viven solas todavía es peor, entonces las demandas son constantes y habitualmente infundadas.

No han aprendido otra forma de relación que la de jugar al fallo. Esperan constantemente que hagas algo que a ellas no las satisface para exponer sus quejumbrosas demandas. La mayoría de las veces, ante ellas, la familia se siente culpable. Ellas lloran y los demás se arrepienten de su descuidada conducta. Ambos navegan en aguas turbulentas, sin darse cuenta del verdadero juego que consiste en que yo me quejo para que me atiendas y tú te sientes absolutamente culpable. Y luego echamos unas lagrimillas y a los pocos días volvemos otra vez al juego.

Es una estúpida forma de relación esa de jugar al fallo. Lo mejor sería aprender a pedir; base de la convivencia. Si yo no pido, nunca podré saber si la gente está dispuesta a satisfacer mis deseos, incertidumbre que se soluciona pidiendo. Yo no sé qué quieres en cada situación si no me lo dices. Y yo no estoy obligado a saberlo. De verdad. Puedo aproximarme a tus deseos, pero de una manera marginal, sin entrar en el verdadero fondo de la cuestión. Sólo estaré acertado si tú me dices qué quieres y, además, cómo lo quieres, y además durante cuánto tiempo.

- Hija, estoy sola y me encuentro triste. Tengo catarro y no me encuentro bien ¿Te importaría venir a verme un rato?

- Pues claro. Ahora mismo, en cuanto acabe de recoger, me planto allí.

¡Qué situación tan diferente a la anterior, en la que hay culpables y rencores!. Y todo por no pedir. Pero si no pides, no te quejes.

Está técnica es imprescindible en la relación entre personas y en todas las facetas de la vida, sobre todo en la relación pareja y, profundizando, en el plano sexual. Yo me levanto cada día con una pasta diferente y posiblemente con unas apetencias diferentes. Cada día me despierto con un carácter interno diferente y con un clima mental distinto. Hoy me apetece una cosa, pero mañana me pueden apetecer dos. Y, además, azules índigo. Pero es imposible que tú lo sepas si yo no te lo digo. Solución: En vez de quejarme de que no me das, o de la forma en la que me lo das, te lo pido y te oriento sobre la manera en la que quiero que me lo des. Sólo de esta forma sabré si estás dispuesta a darme lo que yo demando y sólo así podré satisfacer mis necesidades.

Si me quejo sólo consigo rechazo y que alguien se pueda sentir culpable por algo que yo puedo solucionar de un plumazo ¿Cómo? Pidiendo. Ha sido la técnica de los frailes. Desde que las religiones se implantaron en el planeta, siempre ha habido alguien dispuesto a pedir en nombre de Dios, de la Iglesia, de la salvación de las almas, o para el mantenimiento del culto. Y la gente lo da con agrado. No creo que nadie daría nada, si no se lo pidieran con cualquier pretexto. Y qué mejor pretexto que lo necesito.

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