Últimamente sólo se me ocurren, de pasada, cosas negativas. Me pasa de tarde en tarde, pero cuando me pasa tengo que poner en marcha toda mi sabiduría para controlar el influjo nefasto que producen en mí. Empiezo por criticar a todo bicho viviente. Para mí hay demasiadas cosas criticables que yo habitualmente no pongo en tela de juicio por la inutilidad de la maniobra, que siempre redunda en mi perjuicio. Pero cuando tengo el día me fijo hasta en los mínimos detalles y me pregunto qué pensarán los que están por encima de esos locutores que le meten coces al diccionario en la mayor impunidad, o esos redactores que escriben cosas inverosímiles, o esos presentadores de TV que están mostrando unos comportamientos que, indefectiblemente van a influir en la gente.
Tanta era mi crítica en una época determinada de mi vida, y tanto era el daño que me hacía, que no tuve más remedio que elaborar una técnica para andar por casa, que me apartara de la crítica. Cuando era consciente de que estaba criticando y que esa crítica me estaba elevando el nivel de adrenalina, ponía en práctica la técnica 180 grados. Consiste en darte la vuelta hasta 180 grados de tu punto de vista y empezar a definir mentalmente lo que ves en ese momento. Supongamos que estoy en casa con la mirada puesta en la pantalla del televisor. No estoy viendo nada en particular y eso me deja tiempo para pensar, entonces soy consciente de que estoy pensando pestes de fulano. Me levanto, giro 180 grados y defino lo que está delante de mi vista. ¡Hombre, el cuadro de Murias! Lo compré en una exposición que celebró hace treinta años en la casa de cultura que había enfrente de lo que hoy es La ‘Chapó’. Me costó muy barato comparado con los precios del arte hoy en día. Me acuerdo de que Carlos Grau, que me acompañaba, se compró otro. Pero el más bonito era el mío. Y, chau, chau, se me ha olvidado completamente lo que estaba criticando.
¡Qué más me da que un entrevistado en radio o TV responda a una pregunta del entrevistador: ¡Para nada! Sabiendo yo que es un vulgarismo que a algún/a estúpid@ se le ocurrió para hacerse notar y le salió también que ya nadie, excepto yo y dos más, contestan: No, o en absoluto, que es lo que hay que contestar! ¡Qué me va o qué me viene que en las tertulias de radio o de TV no se puedan ni siquiera escuchar los comentarios, porque hablan todos a la vez, elevando la voz y atacándose unos a otros como si les fuera la vida en su propia razón! A mí me da igual, pero el caso es tener razón. Pero con la razón no se vive, ni se come, ni se crece, ni se goza, ni se ama. La razón es siempre fuente de polémicas y de desastres.
Cuando atravieso el Rubicón de estos días aciagos. Por cierto y por si no sabéis que significa pasar el Rubicón. Ahí va una pequeña explicación, porque el saber no ocupa lugar.
El río Rubicón (en italiano, Rubicone; en latín Rubico) es un corto río de régimen torrencial del nordeste de Italia, que discurre por la provincia de Forlì-Cesena y desemboca en el mar Adriático. Parece que el nombre deriva del color del agua, ya que discurre por una región arcillosa, que tiñe el agua de un color rubí.
Nace en algún lugar poco determinado y encuentra la Vía Emilia a la altura de Savignano sul Rubicone. Se suele identificar con el Pisciatello en sus inicios y como el Fiumicino hasta el mar.
En época de los romanos, señaló por un período (época tardorrepublicana, entre 202 a. C. y 27 a. C.) la frontera entre Italia, considerada parte integrante del territorio de Roma, y la provincia de la Galia Cisalpina y, por tanto, estaba prohibido que los generales lo cruzasen en armas.
El río entró en la historia por ser su cruce el detonante o casus belli de la Segunda Guerra Civil de la República de Roma. Marcaba el límite del poder del gobernador de las Galias y éste no podía –legalmente– adentrarse en Italia con sus tropas. La noche del 11 al 12 de enero de 49 a.C. Julio César se detuvo un instante ante el Rubicón atormentado por las dudas: Cruzarlo significaba cometer una ilegalidad, convertirse en enemigo de la República e iniciar la guerra civil.
Julio César dio la orden a sus tropas de cruzar el río, pronunciando en Latín la frase «Alea iacta est» (la suerte está echada) según Suetonio. De acuerdo con Plutarco (en sus “Vidas Paralelas”) Julio César citó en griego la frase del dramaturgo ateniense Menandro, uno de sus autores preferidos: «ἀνερρίφθω κύβος / anerriphthô kubos» que significa «¡Que empiece el juego!»).
De este evento proviene la expresión «cruzar el Rubicón» que expresa el hecho de lanzarse irrevocablemente a una empresa de arriesgadas consecuencias.
Política y retóricamente, las dos orillas del Rubicón, separadas por un estrecho caudal muy fácil de cruzar, representan la seguridad de la pertenencia a la tiranía y la peligrosa libertad.
Pues bien, cuando atravieso el Rubicón de estos días aciagos en los que no se me ocurre nada más que criticar lo que veo, o lo que oigo, lo primero que hago es ser consciente del hecho: ¡Vaya, ya llegó el día de la crítica bumerán! Y entonces despliego todas mis técnicas. Junto con la del 180, me suele dar buen resultado rezar mantras como el muy famoso «Om Nama Sivaya» o como el facilón: «Om Tare Tutare Turi Soha». Todo menos dejarse llevar por la absoluta inutilidad de la crítica aviesa y sibilina que no conduce más que a aumentar la secreción de adrenalina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario