Comprendo que es poco fácil pasar ni un solo día sin tener motivo para salirse de uno mismo. Vivir fuera es lo habitual. Uno vive fuera como si nada. Estamos tan acostumbrados que “la vida pasa mientras nosotros nos ocupamos de otras cosas”. En esas estoy yo, que me afano por vivir constantemente dentro de mí, aun reconociendo que hay que estar muy preparado y hacer ejercicios constantes de ‘volver a casa’. Un grupo de extraterrestres, o hermanos mayores, o quien quiera que esté allá arriba, y que se ocupe constantemente de nosotros, en una ‘canalización’, le decían al caballo en el que cabalgaba uno de aquellos personajes del mundo superior, que los humanos éramos tremendamente difíciles para transmitirse con nosotros y mandarnos ‘paquetes de información’, porque no estábamos nunca ‘en casa’. Se referían a que los humanos siempre estamos fuera de nosotros, imaginando, proyectando, elucubrando, cuando no protestando o quejándonos. Y que, en ese plan, nunca podían conectar con nosotros.
Es cierto. Si alguien, desde arriba, se quisiera comunicar con un humano, lo tendría crudo. Para eso hay que estar viviendo el momento con pasión e íntegramente, y no estar pensando en quimeras, en las batuecas o mirándose el ombligo.
A días –afortunadamente cada vez menos- me encuentro en ese estado, ‘fuera de mí’. Y en esas circunstancias me empiezan a pasar las cosas más peregrinas que darse pueda.
Llevaba unos días en los que, cuando introducía mi llave en la cerradura de la puerta de casa, tenía que buscarle el tranquillo para que me abriera. Todos hemos experimentado, de una forma u otra, la sensación de no poder abrir ‘mi’ puerta, con ‘mi’ llave. Al final, manipulando, acababa abriendo, la muy ladina. El otro día, después de estar retomándome constantemente para no sufrir como una bestia parda, llegué a casa deseando relajarme, cenar y sentarme un rato delante de la pantalla para escribir o poner en orden algún trabajo. Sin pensar en mis pasos, en mis sensaciones, y en el color de los baldosines que pisaba, llegué a mi puerta como un autómata que repite compulsivamente los mismos pasos, en la misma dirección, con el mismo sentido, simplemente porque está programado para ello. Por eso, de vez en cuando, cambio mis rutinas, me voy por otros caminos no habituales, subo a casa por las escaleras, como con la mano izquierda o me afeito al revés de como acostumbro a hacerlo por rutina.
Meto la llave en la cerradura, intento girarla, y, nada. La saco, la introduzco de nuevo, la saco ligeramente, y, nada. Empiezo a pensar en que no voy a ser capaz de abrir la puerta de mi casa. Son las 20:30. Si no abro, tendré que esperar hasta las 23:00 ó 24:00 a que llegue Mi mujer o mi hija. Al cabo de los varios intentos, llamo por teléfono.
- Oye, que no puedo abrir la puerta de ninguna manera ¿Sabes dónde estará la niña ahora?
- ¡Y yo qué sé dónde podrá estar ‘la niña’ a estas horas. Pues estará por ahí. ¡Yo qué sé!
- Es que no tengo ninguna gana de ir hasta la consulta para que me prestes tu llave. La voy a llamar. Hasta luego.
- ¿Dónde estás?
- Pues, por aquí, por el campo de la Juventud.
- Es que no me abre la llave de casa y no puedo entrar. ¿Po drías venir a abrirme en un momento?
- ¡Jo! ¡Es que estoy muy lejos!...
En esos momentos me entran instintos asesinos, y me falta muy poco para vomitar sapos y serpientes viperinas por la boca. “¡Pero, desgraciada ¿Es que no eres capaz de andar 15 minutos para que tu padre no se quede en la puta calle hasta las 12:00?!” La diría. Pero no se lo dije. Me callé jodidamente, pero eso no me ayudó nada, ni a abrir la puerta, ni a entrar dentro de mí, ni a calmarme…
- Bueno, nada, déjalo, déjalo. No te preocupes.
- ¡Es que estoy muy lejos, jope!
- Nada, nada, no te preocupes, no te preocupes.
Colgué, cagándome en todas las putas del Oeste Americano. ¿Qué había hecho yo para merecerme este momento? ¿Qué tenía que aprender de la situación? Una puta llave de mi puerta que no me abre; una mujer que no acude rauda en mi auxilio, y una niña que no me hace ni puto caso, porque está a quince minutos de camino. ¡Insisto en cagarme en todas las putas; esta vez de Bielorrusia! Pero sigue sin arreglarse nada. Ni abre la llave, ni viene mi mujer, ni la ‘niña’ piensa en mis problemas, para mirarse exclusivamente su redondo y rugoso ombligo.
Abrumado por el peso de la duda y de la intriga, bajo la cabeza, miro al suelo. ¡Coño, hasta me han cambiado el felpudo! ¿Me han cambiado el felpudo? Me vuelo, miro las letras doradas de la pared y leo: “Segundo” ¡La madre que me parió! ¡Si estoy en el segundo y mi piso es el tercero! ¡Me cago en la leche! ¡Pero seré mentecato!. El ascensor acudió súbito a mi llamada. Corrió como una exhalación para subirme un solo piso, abrió sus puertas mientras yo seguía elucubrando sobre qué tenía que aprender de la situación. Abrí la puerta de casa con un absoluto complejo de sandio, y pensé en contar una trola para culpabilizar a las dos mujeres de mi vida.
Estaba cenando, cuando mi mujer me llamó para enterarse del final de la película. “¿Ya estás en casa, no? Oigo la tele” –afirmó convencida. “Sí, ya estoy en casa. Ya he podido abrir. Gracias por llamar…”
La próxima vez procuraré estar dentro de mí y viviendo intensamente todos los detalles. Eso evitará que me equivoque de piso; que no me dé cuenta; que esté veinte minutos haciendo lo imposible por abrir con ‘mi’ llave, una puerta que no es ‘mi’ puerta. Todo lo demás son anécdotas que, de puro sabidas, me da rabia que me extrañen. Y, además, vistas con la frugal lejanía de muy poco tiempo, carecen de importancia.
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