jueves, 4 de noviembre de 2010

LA TERCERA

Mi sincretismo religioso y filosófico, me impulsa a coger lo que yo creo que se adapta más a mis necesidades y a las de las gente de bien que me rodea. A los demás, que les brinden oportunidades otra clase de maestros de otras esferas.

Acabo hoy con las tres grandes verdades del chamanismo. Las dos primeras ya las sabéis; la segunda la escribí ayer. Ahora le toca a la tercera y la, a mi parecer, más cruda y peor entendida: La gente sufre porque los demás se mueren. ¿Y esto tiene arreglo? Categóricamente, no. Pero puedes variar la manera de reaccionar ante el hecho de la muerte, que está presente en nuestras vidas desde que nacemos, porque cada uno nace para morir en algún momento. No sabemos ni el día ni la hora, pero tenemos por cierto que algún día va a pasar, por mucho que nos opongamos, y por muchos que finjamos indiferencia ante el asunto o nos creamos inmortales momentáneos. La verdad es que a cada momento somos realmente inmortales.




No tenemos ninguna cultura de la muerte por estas latitudes. En otras religiones toman la muerte como una cosa necesaria; y no como un final, sino como un principio de otro estado; de otra vida; de otras circunstancias. La muerte no acaba con nada, nos introduce en un comienzo, entonces ¿por qué tanto miedo? Todos tememos a lo desconocido ¿Qué pasará en el momento supremo? ¿Dolerá mucho? ¿Conservaré mi mente? ¿Podré pensar? ¿Razonaré igual que ahora? ¿Habrá alguien para recogerme?. En realidad lo más peliagudo de los argumentos es el 'cuándo' ¿Cuándo llegará el momento? Todos esperamos con pavor su llegada y vivimos aspirados por ese momento. El que más y el que menos no deja de pensar, aunque sea fugazmente, en ese instante. Pero lo desechamos inmediatamente, cruzamos los dedos y hacemos la señal de la cruz en la frente, para que nos libre Dios de los malos pensamientos. Pero el momento está ahí para todo el mundo, hasta para los que se creen inmortales y actúan como si lo fuesen verdaderamente.

En nuestra cultura católica, la muerte es el despertar a la vida eterna. En el ‘otro lado’ veremos a nuestros parientes fallecidos, que nos irán a recibir con una sonrisa de amor en la boca y un presente de amor en su corazón. Todo perfecto y maravilloso. Y si es así ¿Por qué lloramos y nos rasgamos las vestiduras ante la muerte de un conocido, un amigo o un pariente? ¿Por qué sufrimos tanto si tenemos, por artículo de fe, que nacemos al cielo y veremos a nuestros seres queridos? Posiblemente la clave está en el complejo de culpa de nuestra cultura con respecto al premio/castigo, por nuestras buenas o malas acciones.

En realidad hay que ser un santo varón para resistir las mil tentaciones que nos acosan todos los días, y, naturalmente, ‘pecamos’ mil veces por minuto, de pensamiento, palabra y obra, pero ‘pecamos’. Y eso nos hace acreedores al castigo en el otro sitio; allá en el cielo. Pero –os lo confieso– no existe el castigo. Dios no nos va a juzgar. No está ahí para eso; tiene cosas más importantes en que pensar que en condenarnos por nuestras malas acciones.





Urdió la novela de una forma más delicada, para nuestro bien y para su tranquilidad. Nos dio libertad para decidir (libre albedrio); para hacer con nuestra vida lo que queramos: desde actuar como la madre Teresa, hasta hacerlo como un terrorista asesino de cientos de seres humanos. La responsabilidad es nuestra. Y en este contexto Dios no nos va a juzgar porque sería injusto enjuiciar a alguien a quién has dado libertad para obrar. Entonces la solución es Salomónica: “Júzgate a ti mismo”. Eso aclara mi mundo, mi panorama y mi destino en el más allá. Nadie me va a juzgar, sino yo mismo. Pero con mi mente cicatera, restringida, contingente, pequeñita, me voy a juzgar muy mal; mucho peor que me podría juzgar mi Padre que está en el cielo.

La gente tiene que morir. Todos hemos de morir. Pero una cosa es eso y otra cosa es sufrir por una muerte hasta el extremo de fallecer en vida, de sumirse en la desesperación, y hasta llegar al suicidio. Cuando yo sufría tremendamente por la muerte de mi hijo, llegué a la conclusión de que no podía dar a Pablo el poder maligno de amargarme la vida. Desde ese momento me dediqué a pensar en él con amor y sin dolor.

El duelo pasa cuando comprendes que: 1.- No puedes darle el poder maligno al que se va de amargarte la vida y 2.- El que se va ha elegido voluntariamente su día y su hora , porque nada es casual y todo lo que pasa, ocurre porque tiene que pasar. Y todo en el Universo está ocurriendo con arreglo a unos parámetros de los que nadie, ni nada, se escapa ni un adarme.

El secreto, como tantos otros, está en el instante y en la absoluta confianza. Vivir el instante libera de vivir en el futuro, siempre incierto y proceloso. Y la absoluta confianza –la fe del evangelio– es la que te llena de paz y tranquilidad.

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