Nací y me crié en el
seno de una familia católica, practicante, posiblemente en la época más
rabiosamente conservadora de la historia de nuestra España contemporánea. Las
iglesias se llenaban los domingos durante todas las misas, y programaban
muchas, una cada media hora; las gentes comulgaban en masa y los cestos se
llenaban, durante el evangelio, con donaciones voluntarias.
Los seminarios estaban
llenos de aspirantes y siempre había un cura en el confesionario de todas las
iglesias del país. Yo he llegado a confesarme a las 23:00 horas, y sé de quien
avisaba al cura y bajaba de su casa a confesar a un pecador sin importarle la
hora ni las circunstancias.
El catolicismo era una
norma y se apartaba a los personajes que osaban blasfemar en público o atentar
verbalmente contra la iglesia, sus ritos, sus dogmas o sus santos.
Las épocas de
conmemoración cristiana se celebraban con intensidad, las Navidades estaban
llenas de belenes conmemorativos del nacimiento de Cristo, y la Semana Santa
rebosaba de pasos portadores de iconos recordatorios de la Pasión y muerte de Jesús.
Las calles del recorrido estaban atestadas de personas que esperaban horas el
paso de la Virgen Macarena o del Cristo de los gitanos en Sevilla, o de la
imagen de Jesús de Medinaceli en Madrid. Siempre se oía a lo lejos la estela de
una saeta que alguien desgarraba en honor de María o de Jesús. Yo asistía con
fervor, y a veces con lágrimas en los ojos, a estas celebraciones.
Los años curten, donan
experiencia al que los cumple, e inyectan sabiduría en vena. El cambio de
físico y de ideas es inevitable y los deseos son que este cambio sea a mejor,
más placentero, más gratificante y más sabio.
Ahora no comprendo el
sentido que tiene conmemorar el dolor. ¿Por qué recordar el drama del Calvario
y no la Transfiguración? ¿Por qué reproducir el dolor de la Madre transida y
con el corazón atravesado por siete dagas, en vez del placer de alumbrar a su
divino hijo? ¿Por qué conmemorar la muerte y no el nacimiento a una nueva vida?
Ahora no me gusta el
dolor, cuando puedo lo evito; el dolor es indeseable e inútil en cualquier
circunstancia. Uno de los mandatos médicos es procurar evitar el dolor que es mantenido
sólo como orientador del diagnóstico, pero nada más. Yo hago ejercicios
constantes por no instalarme en el pasado, y para no pensar en el futuro, y si
el pasado puede evocar un dolor, inmediatamente me meto en mi interior y vivo
intensamente el momento presente.
La Semana Santa te
retrotrae indefectiblemente al pasado y al dolor. No me gusta. Me gusta el
momento de la Transustanciación, los coros Gospel y la alegría de la
celebración de una Misa Luba. No me agrada la seriedad encorsetada, el rito
trasnochado y la vaciedad del mensaje de la Misa actual. No me gusta la Semana
Santa, me evoca el pasado lejano henchido de drama y de dolor. No ayuda a nada,
ni a la conversión, ni a la penitencia, ni a la mejora mental ni espiritual. No
me gusta el drama, prefiero la alegría. No me gustan los cofrades, ocultas sus
caras con el rigor de los capirotes; no me gustan los costaleros, hartos de
vino y desencajada la cara por el esfuerzo. No me gustan las bandas de música,
con sus lamentos y tañidos fúnebres.
Definitivamente, he
cambiado de manera de pensar. Llevo mi catolicismo dentro de mí mismo y no lo
exhibo ni detrás de un disfraz con capirote. Me rio y me divierto sin pensar en
el pasado, los dramas antiguos yacen muertos dentro de mi mente.
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