Me contaba mi abuelo
Raimundo, ya hace tiempo, cuando las laderas del páramo estaban llenas de
flores en primavera, y las colmenas del Matapuercos
estaban a rebosar de miel y de cera. Le pusieron el mote porque mató a un
marrano al dar marcha atrás a un tractor de los primeros que se veían en la
mancha. Me contaba, digo, mil historias de amor y de solidaridad. Mi abuelillo
era recio y terne, y tenía buenas ideas y buen corazón. De los que ya no quedan
por ahí. Cuando había que elegir alcalde todos pensaban en el hijo de la Despeñada, mi bisabuela. La pusieron el
mote porque se cayó por un terraplén y salvó la vida, pero se quedó coja y
medio manca. Que la podían haber puesto la coja o la manca. Pues no señor, la Despeñada.
Mi abuelo accedía de
buen grado a ocupar el primer sillón de la alcaldía, y allí se apoltronaba cada
vez que convocaba a los ediles para decidir sobre una linde, sobre la mejor
manera de apañarle el tejado al Sinforoso, que se le estaba cayendo encima, o
de dónde podían sacar cuatro cuartos para arreglar la fuente de la plaza o para
asfaltar el cacho de carretera que se fue a hacer puñetas con las últimas
heladas del invierno. A la Diputación la tenían muy descargada de obligaciones;
casi nunca le pedían nada. Sobre todo porque el Presidente era un ‘mala leche’,
de los que te mandaban a cagar a la vía en cuanto no le gustaba lo que le
proponían. Le pusieron de mote El Marrajo
porque arremetía astuta y maliciosamente contra aquel que le molestaba en
demasía y le propinaba una cornada de la que, si salía ileso, luego lo contaba
a todo el pueblo.
Aquel día el alguacil
fue de casa en casa avisando de una reunión muy importante, de orden del Señor
Alcalde. El orden del día solamente tenía un punto: Reunir dinero para mandar a
la hija del Apañao, la Rosita, a
estudiar a Madrid, dadas las cualidades de bondad, memoria y sabiduría que
demostraba la moza. Al padre le pusieron de mote El Apañao porque siempre que le preguntabas por la salud, por la
familia, o por la vaca, torcía la cabeza, te miraba de soslayo y contestaba:
Apañao. El Apañao sobrevivía con lo poco que sacaba de su vaca, del cachejo de huerta
que le había cedido el Ayuntamiento para que pudiera vivir de ella, y de cuatro
chapuzas que hacía a los vecinos, porque era muy apañao. De mandar a la niña a
estudiar a Madrid, nada de nada. Ya lo pensaba, pero como no podía, se callaba
y apañao. Tampoco pedía nada, ni se quejaba nunca, pero gozaba de las
gratificaciones que recibía por sus trabajos y del cariño de los vecinos por su
gran corazón.
Entraron todos por el
zaguán de la casa del Raimundo y se sentaron en las sillas que consiguieron en
cualquier rincón de aquella casona, que olía a aceite y a romero, y en una
especie de cuarto para todo, que tenía el Raimundo cerca de la cocina y del
corral. Cuando todos se hubieron acomodado el Señor Alcalde tomó el uso la
palabra y les habló en estos o parecidos términos: «Buenas tardes, queridos y
nunca bien apreciados conciudadanos» Buenas tardes –contestaron todos a una–
«Os he mandado acudir a mi casa, sede del Ayuntamiento de Miguelturra, del
Campo de Calatrava, Provincia de Ciudad Real, para contaros lo que ya todos
sabéis y ninguno ignora. Que la hija del
Apañao tiene que ir a Madrid a estudiar
porque es muy lista, y dada la circunstancia de que su padre, El Apañao, no tiene ni un guindo,
habíamos pensao entre algunos vecinos, entre los que se encuentran felizmente El Morros y La Polvitos, que podíamos
arrimar el hombro entre todos, para que la cría llegara a ser abogada, que, al
parecer, es lo que le gusta, y a su padre también. Así que, sin más dilema
procedo a escuchar, por riguroso turno,
y de izquierda a derecha, lo que tengáis que alegar».
Los perros de El Pelahuevos –Se lo pusieron de mote
porque siempre andaba rascándose descaradamente–, y ‘La Polvitos’ le dijo un día: «Como sigas así, un día te vas a
pelar los huevos, criatura». Los perros, digo, estaban tranquilos a los pies de su amo, pero
la gata del Raimundo andaba dándoles por el culo. Pasaba corriendo y en su
carrera desenfrenada les endiñaba un zarpazo. Poco daño, la verdad para dos
mastines bragados, que además sabían cómo tenía los humos la jodida gata del
Raimundo. La miraban, enseñaban el colmillo superior derecho y la despreciaban.
Luego miraban al Pelahuevos y rezongaban satisfechos con el puesto que ocupaban en
la comunidad.
La ‘Despeñada’ sacó
unos vasitos de Málaga virgen y unos mantecados caseros que hicieron las
delicias de los asistentes. Tanto, que todos estaban deseando a la próxima
reunión en ‘La Alcaldía’, para ponerse las botas con el Málaga virgen y los mantecados de ‘La Despeñada’. Al concluir ‘el pleno’
hicieron recuento de la recaudación que fue, números redondos de cuarenta y dos
mil ochocientos reales. La niña podía permitirse el lujo de estudiar en Madrid.
Y los Miguelturranos estaban satisfechos que no les cabía un piñón por el culo.
Desde aquel día todos fueron padrinos de ‘La Rosita’. Y los perros del Pelahuevos siguieron aguantando a la
gata del Alcalde, hasta que las palmó de un mal parto. Pero luego no tuvieron
que aguantar a la gata del Raimundo, sino a los cuatro gatos del Alcalde. ¡Qué
se le va a hacer! Con tal de asistir a las reuniones de la Alcaldía en las que
‘La Despeñada’ les daba unos pitracos de carne de guarro, aguantaban a los
cuatro cabrones de gatos que habían heredado los genes de su puñetera madre.
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