EDU
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«Podíais hacerme un gran favor» –oí a través del
teléfono– Acabo de comprar un gato, Maine Coon, que es una auténtica maravilla.
Lo he conseguido en unos criadores de Valladolid ¿Pasáis a por él y me lo
traéis?
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Encantados. Hablamos.
Era obligatorio pasar por Valladolid para ir a Madrid,
así que quedamos con el criador de gatos para el sábado. Mi pareja tiene
suficiente experiencia en el traslado de estos animales, así que pensamos que
nuestro automóvil –escaso en capacidad– podría ser un hándicap. Los gatos en
los viajes son un poco coñacito, la verdad: Se mueven constantemente en su
trasportín, maúllan incesantemente, se ponen histéricos, se marean, se mean…En
fin, una delicia. No obstante nos aprestamos a arrostrar todos los
inconvenientes por complacer a mi hermana.
Llegamos a Valladolid, encontramos el chalet gracias
al ton-ton, y una vez allí y antes de tocar el timbre, le hicimos una llamada
telefónica para prevenirle de nuestra llegada, norma muy práctica para evitar
sorpresas. Luismi es un chaval –y le trato así porque es bastante más joven que
yo– majo, buen conversador y enamorado de los gatos. En cuanto llegamos nos
empezó a enseñar las fantásticas instalaciones que había montado para tener en
cada una un mínimo de seis gatos, divididos por sexos o por razas. Todo
impoluto.
Después de vendernos el artículo, nos llevó a la
cocina donde estaba Edu jugando con uno de sus hijos. Al ver la puerta de la
libertad abierta, se escapó de la cocina escaleras arriba y hubo que
convencerle para que volviera a bajar. Luismi nos leyó, íntegro, el ‘manual de
instrucciones’ y se aseguró de que lo habíamos entendido. Metió al gato en su
trasportín –bastante escaso por cierto– le cerró la puerta, cobró y nos
acompañó hasta el automóvil.
De momento, para iniciar el viaje, le colocamos en el
exiguo espacio trasero que dejan los asientos de adelante. Allí se quedó,
tranquilo, mirando a través de los barrotes. Sorprendidos por su relajación y
por su silencio, Marta se decidió a abrirle la puerta. Salió sin prisas y se
acomodó debajo de los asientos. Se dejaba acariciar de poco en poco y Marta le
hablaba frecuentemente, no para tranquilizarle, sino para trasmitirse con él.
Al rato intentó cogerlo y acomodarlo en su regazo. La
maniobra no le costó ningún esfuerzo y el gatazo no protestó en modo alguno. Se
lo puso encima y desde allí empezó a mirar complacido la carretera y los coches
que pasaban cerca de nosotros. Ni un suspiro, ni un murmullo, nada. Allí viajó
plácidamente hasta que se le ocurrió, cuando llegamos a las casetas del peaje
de la autopista, ponerse de pie y acercase a mí para olisquearme, hasta que
Marta me le quitó de encima. No porque me molestase, sino por el peligro que
podía entrañar conducir con un gatazo encima.
Así de sorprendente transcurrió el viaje hasta que
llegamos a Somosaguas Norte. Abrimos la cancela de acceso a la finca con el
mando a distancia y anduvimos los escasos 100 metros que transcurren, en suave
cuesta ascendente, hasta la casa. Marta cogió al gato en brazos. Entramos a la
casa por la puerta que da directamente a la cocina, sin avisar, para dar una
sorpresa a María Elena.
Cuando nos vio se le puso una sonrisa de oreja a
oreja, nos saludó desde lejos y vino corriendo a ver a Edu. No contábamos con
la jauría: Fredy. Polka y los tres Shih Tzu. Inmediatamente vinieron a
saludarnos, pero esta vez más atraídos por Edu que por nuestra presencia.
Empezaron a saltar para ver qué cosa extraña traía Marta en brazos.
Edu es un gatazo de mucho cuidado. Es amable, cariñoso
y tranquilo, pero no se le puede pedir que aguante a cinco perros saltando,
aunque sea para jugar con él. El caso es que el pobre animal se puso a bufar y,
en su intento de huir le dio un arañazo a Marta a un centímetro escaso de la
esclerótica. Y como tiene unas uñas en puntas, jamás cortadas en sus escasos 8
meses de vida, le produjo una pequeña hemorragia.
María Elena cogió a Edu en brazos y, no sin
dificultades, metió a los perros en un lugar donde no pudieran relacionarse con
él, de momento. Estuvo huidizo –naturalmente– y en cuanto mi hermana lo llevó a
su dormitorio, se metió debajo de la cama.
Como los perros duermen con mi hermana, y para evitar
males mayores, nos lo llevamos a dormir a nuestra habitación. Naturalmente es
un cachorro, y los cachorros son muy pelmazos. Se pasó toda la noche subiendo y
bajando de la cama, olisqueando por aquí y por allá y jugando con los objetos
que había encima de las mesillas.
Al día siguiente lo dejamos en la habitación, con la
pretensión de ir relacionándole con los diferentes animales de la manada de la
que, en lo sucesivo, iba a formar parte. El primer día, Sugar, subrepticiamente
se coló en el dormitorio y estuvieron
observándose, a una prudencial distancia, durante todo el día. Como
inicio de una relación no estaba mal. Al otro día mi hermana empezó a entrar,
le acarició y le habló.
Nos molestó bastante tenernos que ir al pueblín
dejando la cosa a medio hacer, pero las circunstancias obligan a muchas cosas
que no nos gustan.
Desde aquel día mi hermana me comunica, vía teléfono,
las novedades. Al principio se mostró huidizo y huraño. Escogió, como refugio,
un gabanero que hay a la entrada. De allí muy raramente salía, hasta el punto
de que decidió llevarle la comida y la arena. Luego, poco a poco, cuando le dio
la gana –es un gato al fin y al cabo– fue saliendo y relacionándose. Lo primero
que hizo, cuando se cansó de lamer sus ‘pupas’, fue comer abundantemente;
después empezó a salir, y, por último, perdió la timidez y, ahora, ya duerme al
lado de Fredy.
Deseamos volver a Madrid para ver si nos reconoce. Sería
muy bonito para nosotros que así lo hiciera. Es un gatazo precioso y de lo más
noble que he visto.
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