Se dio la vuelta en la cama, rezongó y se arrellanó. Colocó la almohada debajo de su cara rubicunda por las muchas cosechas de Rioja que había ingerido durante toda su vida y se quedó plácidamente dormido. Amelia, a su lado, repetía mentalmente la retahíla que solía recitar después de cada una de las frustraciones a las que la sometía Raimundo siempre que volvía, una vez por semana, de sus viajes de negocios. – “¡Mamón de mierda, asqueroso, sucio, que no tienes decencia ni para meterte en la cama aseado de cuerpo. Que hueles a mierda y a semen reconcentrado ¡cerdo!, que eres un auténtico cerdo, animal de bellota. Debía de tener la valentía de buscarme un apaño con quien poder desplegar toda mis fantasías amatorias: Acariciar, besar, tocar, rozar, simplemente contemplar, ofrecer…Cualquier día me voy a echar al monte, y al primero que aparezca, me lo voy a llevar al huerto. Por mi santa madre que está en el cielo, que me voy a decidir y a éste le va a dar un ataque de cuernos, que le van a salir hasta por el culo. Por mi santa madre que lo voy a hacer. Por estas que son cruces! –pensó acompañando el pensamiento con un beso en una cruz hecha con los dedos índice y pulgar de la mano diestra.”
Se levantó moviendo premeditadamente la cama. Nada, el cerdo no se movió de la postura que tenía. Se limitó a gruñir nuevamente, chupó sus labios repetidamente, cerró la bocaza y se quedó absolutamente enervado en el lecho conyugal. Se dirigió al cuarto de baño, se sentó en el bidé y lavó su sexo, por dentro y por fuera, hasta hacerse daño; hasta estar segura de que ni una traza del líquido repugnante de aquel monstruo quedaba dentro de sus entrañas. Se complació en la última parte de la maniobra y procuró paliar la desilusión de no ser poseída y de no obtener su recompensa. Al acabar se sentía más frustrada que antes. No comprendía cómo podía recurrir a esos métodos para sentirse ligeramente viva. Luego se miraba en el espejo y se sentía bella. La gustaban sus atributos, aquellos que despreciaba su marido, que se limitaba a abrirla de piernas e introducirla su barra de carne medio fofa, que sin embargo llegaba a sus entrañas y la llenaba toda. Al principio de su unión sentía un gran placer cuando lo hacía. Luego, él empezó a beber, a engordar y a abandonarse, y ella empezó a anestesiarse cada vez que se tumbaba encina de ella.
Fue a la cocina para beber un poco de agua que la mojara la sequedad que sentía en la garganta. Rozó ligeramente la mesa a su paso y se calló un cuchillo de 30 cm que utilizaba para cortar verduras. Se agachó, y al ir a cogerlo para depositarlo nuevamente encima de la mesa, la luz incidió en su hoja y emitió un destello que la cegó por unos segundos. Se llevó la mano a los ojos y los frotó ligeramente. Al abrirlos contempló otra vez aquel machete y, por primera vez, pensó en que aquello podía ser un arma mortal. Se tapó la cara con ambas manos y se arrepintió de aquella idea fugaz. Ahora apareció una imagen en su cabeza, como proyectada en una pantalla mental. En ella, se veía a sí misma encaminarse hasta la habitación blandiendo el cuchillo por encima de su cabeza. Se abalanzaba sobre el cuerpo dormido de su marido y le asestaba doce puñaladas que hacían saltar la sangre negra de aquel ser despreciable, manchando las sábanas y la colcha. Aquel corpachón, antes animado, se quedó blanco como la cera. Una de las puñaladas había seccionado la arteria abdominal y en menos que canta un gallo se había desangrado. Se vio arrojar el cuchillo a una alcantarilla; volver a la casa, meterse de nuevo en la cama y embadurnarse con la sangre de su esposo. Entonces llamaba por teléfono a la policía urdiendo una historia enrevesada de traiciones, mujeres de por medio y asesinato por despecho. Ella no había visto a la asesina, pero la había oído en la oscuridad llamarle cerdo y decirle: “A mí no se me hace esto, cerdo. Me habías dicho que estabas soltero, guarro. Toma, toma y toma”. Al principio le había parecido que estaba soñando pero al abrir los ojos vio la melena de una mujer rubia salir como alma que lleva el diablo de la habitación.
Al cerdo le había tocado un zurrón de pasta a la lotería, pero seguía ausentándose de casa aunque había dejado su trabajo hacía tiempo. Tenía un par de amantes que se dejaban abusar por aquella masa de carne sin sentimientos, exclusivamente por dinero. Una de ellas, sin embargo, era excesivamente celosa de lo suyo, y al enterarse de que estaba casado, no pudo aguantar la desazón y se le había cargado con un cuchillo de carnicero. La policía dio con la culpable y pasó una veintena de años a la sombra. Ella, indemne, se dedicó a la vida contemplativa con lo que le había dejado el cerdo de su marido…
Cuando se dio cuenta de la ficción que había pergeñado en su mente calenturienta, se puso a temblar como una hoja. Se duchó, se vistió, metió en una mochila lo imprescindible y cerró la puerta tras de si, para nunca más volver.
No se enteró de que el marido, agobiado por un infarto masivo, nunca amaneció. Las pesquisas de la policía dieron su fruto. Al enterarse lloró de felicidad, recuperó su casa, la limpió, la decoró y llegó a la conclusión de que no necesitaba ningún hombre para ser feliz. Y, en todo caso, si tenía que venir, no sería ella la que forzara la situación. Aprendió a tener paciencia y se dio cuenta de que nada es lo que parece. Sólo hay que esperar, sin tomar ninguna decisión, para que las cosas cambien. Y nunca se sabe si los acontecimientos positivos pueden resultar nocivos a la larga; y los negativos pueden llegar a ser una bendición.
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