Es muy poco fácil
mantener una comunicación frecuente con los amigos, sobre todo cuando uno tiene
la cabeza ocupada con otra serie de asuntos que le roban su tiempo y sus
elucubraciones, pero tengo temas de sobra para comunica. En lo que estoy ahora,
se mueven mucho los egos y cada cual intenta ponerse medallas a diario, o
máximo cada dos días. Como si exhibir los méritos te fuera a dar la confianza
del maestro, o si te jugases una pingüe recompensa.
Imponer la voluntad
propia, o al menos intentarlo, es una maniobra muy humana y salida directamente
del puñetero ego. En este caso me da por repeler las ‘agresiones verbales’
haciendo un despliegue de todo mi arsenal, de toda mi experiencia y de todos
mis recursos lingüísticos. Inmediatamente después de pronunciar la última
palabra, me llueve encima el chaparrón de mis reproches, tiendo la mano y
siento profundamente la inquina de mi ‘rival’.
Me repito una y mil
veces los conceptos que he elaborado a lo largo de los años, y no puedo por
menos que arrepentirme de mis arrebatos, que aunque yo sé que el
arrepentimiento es inútil, al menos nos trufa de una suerte de experiencia, que
olvidamos a la vuelta de la esquina, para repetir los mismos tics, decimos,
venidos sin escalas de la familia del padre o de la madre.
Me lo voy a repetir
para no olvidarlo:
La gente, tú, yo, sufrimos
porque los demás no se someten a nuestra voluntad. Pero, una vez más os hago
reflexionar –y yo trato de escucharme– sobre lo peligroso y patogénico de ese
pensamiento. Los demás pueden pensar, decir o hacer lo que les dé la gana,
porque de lo suyo gastan; y yo, tú, los demás, no podemos obligar a nadie
–amigos, parientes, colegas, familia, pareja, hijos mayores de 21 años– a que
piensen, digan o hagan lo que queremos.
Todo el mundo ha
recalado en este mundo enloquecido para vivir sus experiencias; esas
experiencias que les hagan crecer espiritualmente. Yo he venido aquí para eso;
es el único motivo que me movió a nacer, por 123.675 vez en este bello planeta
llamado Tierra, tan mortificado por nosotros y tan cabreado por ese motivo. Y
es lo que tengo que hacer a ultranza, vivir mis propias experiencias,
realizarme como humano y graduarme cum
laude en la escuela de la vida. Y por esta sencilla razón, no puede
someterme a los caprichos de nadie, a los mandatos de nadie, a las órdenes de
nadie, ni a normas políticas, ni religiosas, ni morales, que resten un ápice de
mi libre albedrío para actuar como me indique mi maestro interior.
Si yo obligo a alguien
a hacer mi vida, a comulgar con mis ideas por la fuerza, a constreñir sus
apetencias, sus compulsiones o sus deseos íntimos, le estoy forzando a vivir ‘mi’
vida y no la suya. Y en el ser humano existe un ansia de libertad, un anhelo de
experiencias, que difícilmente se puede cercenar por los caprichos propios, por
las conveniencias o por el absurdo miedo a la pérdida, al sufrimiento o al
baldón.
Una vez más, me conmino
a escuchar atentamente las imposiciones de los demás, sus intentos de tiranía
velada y de estrategias de batallas, para recitar muy quedo: «Nada de lo que
está diciendo este ignaro significa nada para mí» Y al mismo tiempo que pienso
la frase, me froto el pecho, hago como que recojo todo lo malo de mi ser y lo
arrojo con fuerza lejos de mi persona, mientras concluyo: «Fuera de mí todos
estos estos sentimientos»
No hay comentarios:
Publicar un comentario