Ayer acompañé a mi hijo a una visita de obra al ‘Centro de Salud’ de Saldaña, que él mismo está construyendo como arquitecto. Muy de mañana estábamos en carretera. Entré en su automóvil y le saludé de soslayo porque estaba hablando por teléfono. Durante todo el camino, primero a Saldaña y luego a Santibañez de la Peña, no paró de hablar con unos y con otros, como si estuviera en su gabinete. Tenía, al parecer, dos asuntos que ocupaban toda su atención y que le tenían preocupado. Uno de ellos estaba casi hecho a falta de unos pequeños remates. El otro del color de la hormiga. Ya se sabe que cuando intervienen gerifaltes a quienes se ha concedido poder, todo se puede ir al carajo.
Habló con su secretaria, con dos de sus arquitectos, con un compañero, con un cliente, con un concejal, con un presidente de una asociación de vecino de un barrio importante de la capital. Y, a todo esto, dándole vueltas a la cabeza contándome el desarrollo de los acontecimientos, y yo apoyándolo con algunas ideas que, al parecer le proporcionaron cierto sosiego. En un momento de la mañana estaba a punto del deshaucio mental porque daba por perdido, por la manera de plantearse los acontecimientos, uno de aquellos proyectos que podían tranquilizar su economía y ayudarle a pagar los sueldos a sus empleados. En ese momento me expresó su depresión y su caos mental por los aconetecimientos. Entonces, como respuesta, le referí la historia que narra que lo malo no son los acontecimientos negativos que te surgen en la vida sin previo aviso, lo verdadero nefasto es nuestra manera de afrontarlos. Y sólo hay dos maneras de hacer cara a estos casos: Bien o mal. Si te desesperas pierdes la capacidad de reacción, porque la ira te ciega y lo primero que buscas son culpables y porqués, que bloquean tu capacidad mental. Si reaccionas positivamente, respiras hondo, despejas tu cabeza y piensas en las posibles soluciones.
Esto le dio la clave y comenzó a llamar aquí y allá hasta que vio aclararse el panorama, que antes era de niebla espesa y luego claro y soleado. A todo esto, no paraba de llover en todo el camino, pero era lo que menos nos importaba. En otra ocasión hubiéramos echado pestes contra el tiempo y hubiéramos culpado al norte de la provincia de tener un clima demasiado crudo. Nada de eso nos atrajó; estábamos en los dos negocios y en la manera de reccionar correctamente en su desenlace final.
Después de visitar el ‘Centro de Salud’ y charlar con el encargado de obra, un muchachote con cara inteligente e ideas muy claras, nos subimos a Santibañez. Y digo ‘subimos’, no sólo porque está más alto geograficamente que Saldaña, sino porque mirando el mapa de carreteras, está más arriba. Y es curioso las componendas que nos hacemos con los mapas de carretera; creemos que más alto en el mapa es más alto en altura.
Nos comimos una tortilla de patata, bastante apelmazada por cierto, y una cervecita sin alcohol, y mitigamos nuestra inflacción de vejiga. Continuó lloviendo ante nuestra más compelta indiferencia, y después de hacer unas fotos a una parcela donde el ayuntamiento va a construir unas vivienda VPO, nos montamos en el coche y continuamos nuestra distendida charla sobre las maneras de afrontar los acontecimientos, entre conferencia y conferencia telefónica.
A lo largo de la mañana los asuntos fueron girando de sotavento a barlovento, de tal manera, que lo que al principio era suave y plácido, a lo largo de la mañana devino osco y desagradable, y viceversa. Y habían cambiado ellos solitos, sin necesidad de empujones. Daniel tuvo el buen sentido de no desesperarse y hacer lo que tenía que hacer. Y todo acabó como tenía que acabar. Al final nos reimos a carcajadas de los pobres mortales que pierden los estribos por un ‘quítame allá esas pajas’ y luego se arrepienten toda la vida.
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