¿Qué sientes? ¿Cómo lo
sientes? ¿Estás seguro de la verdadera causa de tus sentimientos?
Nos movemos en un caldo
formado por sentimientos, compulsiones, enseñanzas mal aprendidas,
frustraciones, abandonos, interpretaciones erróneas de los sentimientos de los
demás y de sus motivaciones. De manera que se nos hace difícil saborear
individualmente uno de sus componentes. Una cosa es lo que tú crees y otra muy
diferente es lo que creen los demás; una cosa es lo que tú sientes y otra muy
distinta lo que sienten los demás. Una cosa es cómo te ves tú, y otra muy
diversa es cómo te ven los demás.
Pero, claro, el sabor
del puerro se junta y se solapa con el sabor de la cebolla y del ajo, y sientes
que está bueno, pero no discriminas todos los matices. Lo que sentimos está
igualmente contaminado con una serie de circunstancias, a veces ajenas al hecho
en sí, pero que lo trufan de otros sentimientos ajenos al guiso en cuestión. ¿Sabes la causa verdadera que te hace sentir
lo que sientes?
De pequeño tenía una
pistola detonadora que me había traído un tío mío de América –así se llamaba
antes a los Estados Unidos– Para mí, en esos momentos era mi joya más preciada.
La mimaba, la limpiaba, la acariciaba y me dormía mirándola de reojo. No la
soltaba ni un momento y ni un momento la perdía de vista. Cuando salía a la
calle la llevaba en el bolsillo y cuando volvía la aparcaba en mi cajón, donde
dormían mis cachivaches y mis juguetes, todos en tropel, unos encima de los
otros.
Un buen día, al salir a
la calle, se me olvido echármela al bolsillo como era mi costumbre, y, hete
aquí que mi hermano José María, cinco años más joven que yo, la buscó en el
cajón de mis tesoros y se la llevó a jugar a la Plaza de Santa Ana. Luego se la
dejó encima de un banco, el muy imbécil, y a pesar de nuestras pesquisas y de
los reiterados anuncios que pusimos en el periódico, nunca más apareció.
Suponeros que era mi joya más preciada, que estaba apegado a ella como una lapa
a su roca, que dormía con ella, que me despertaba con ella y que no la dejaba
ni a sol ni a sombra.
¡Qué gran pérdida! ¡Qué
dolor! Hubiera pegado a mi hermano con el puño cerrado para hacerle entender
algo de lo que yo sentía y para que nunca más se le volviera a ocurrir tocar
mis pertenencias. El drama atroz; uno de las primeras pérdidas de mi vida, me
había sumido en la desesperación infantil durante un largo día y una noche de
llanto, retorcimiento de tripas, odio hacia mi hermano y hacia mis padres que
no le castigaban lo severamente que yo hubiera deseado.
Me dolía la pérdida,
pero también me dolía el desprecio que hacia mí sintió mi hermano al despojarme
de lo más querido, hacia mis padres, que
tomaron el hecho como una pataleta más, y hacia el desgraciao que se encontró
mi tesoro en un banco de piedra de la plaza de Santa Ana. ¿Qué fue lo más duro?
No lo sé. Quizá el abandono con el que me quiso castigar la pistolita, harta de
manoseos y de fala de libertad. Ella la escogió y decidió por ella misma.
Estaba en su derecho de querer vivir su vida.
Treinta y seis horas,
treinta y seis horas de mi vida. Dolor y desesperación vivos. Poca cosa duran
las pérdidas, los abandonos, los
fracasos de un niño. Pero seguimos siendo niños hasta la hora de la muerte,
seguimos jugando, seguimos usurpando la propiedad de las cosas, seguimos
olvidando todo y jugando con los sentimientos de los demás, quizá porque, como
en el cuento, duran treinta y seis horas. Poca cosas en el contexto de una
vida.
A las treinta y seis
horas aparece otro hecho, otro objeto, otra circunstancia, otra persona, que
nos hace olvidar con creces la pistolita que nos trajo el tío José Luis de
América. ¿Cuál fue la verdadera causa de nuestro sentimiento? Una sopa de
sabores de la que sería fantástico
discriminar cada una de las emociones que nos produce.
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