Un parque de cualquier capital de provincia. Los niños corretean o buscan con quién jugar. Dos padres vigilan los movimientos de sus respectivos hijos, que rondan los 4 años de edad. Por la proximidad de las criaturas, los padres, que parecen estar a lo suyo, sin embargo están atentos a la conversación que mantienen.
- Hola. Yo me llamo Juan ¿Y tú?
- Yo, Miguel.
- ¿Qué haces?
- Jugando.
- ¿Jugamos juntos?
- ¿A qué?
- A eso que estás jugando.
- ¡Pero si no estoy jugando!
- ¡Ha!
- Yo juego con mi hermano ¿Tú tienes hermano?
- No. Sólo tengo papá. Y mi mamá se ha ido de vacaciones con su amigo.
Silencio total. El padre del cotilla, que tiene el periódico a la altura de los ojos, lo baja para mirar al niño. Inclina la cabeza para observar por encima de las gafas; se queda muy quieto en esa postura. No hace ningún comentario y se vuelve a ocultar detrás del periódico.
El narrador del suceso hace esfuerzos para no desternillarse de risa y aguarda, impaciente, para contárselo a la primera persona con la que se tope.
Este es el candor de los niños, en absoluto reprochable porque dicen lo que sienten, sin juzgar la situación. Simplemente cuentan los hechos sin juzgarlos, sin calificarlos, con los ojos limpios de la inocencia. Con la sinceridad del que no tiene nada que ganar, ni qué ocultar, ni qué fingir. Simplemente su mama se ha ido de vacaciones con su amigo…
El padre calla, pero, en un instante vuelve a ver la película de los hechos: La infedilidad flagrante, la exposición de los acontecimientos, la confesión del delito, el abandono, la rabia, la ira y el odio. Ese es su problema, porque perdió su inocencia hace muchos años, el mismo día en que comprendió que la vida es una mentira encadenada con otra serie de mentiras, verdades a medias u omisiones incuestionables. Hace mucho tiempo que dejó de narrar los hechos sin la carga afectiva del juicio, de la participación y de la comparación odiosa e inutil. Ya no se considera un niño y se siente honrado por ello. ¡Qué lejos está de saber, que la inocencia es privativa de los niños! Y que cuando se pierde, se esfuma también la posibilidad de ‘entrar en el reino de los cielos’.
Mateo18, 1-5. 10,12-14.
En aquel tiempo se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?» Él llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos. ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños.
Este texto del Nuevo Testamento, no sólo es un texto cristiano, tiene todo el sentido de la reflexión, de la observación y de la crítica. Y encierra la clave del alma humana, inocente en principio, maleada después por el orgullo, la prepotencia, la defensa y el miedo. Así que, es bueno meditar sobre estos extremos, en los que los niños son nuestros maestros. Dicen los que sienten sin criticar, sin juzgar la situación. Cuando te miran sientes su mirada limpia y exenta de toda contaminación. No te juzgan, solamente te miran con la inocencia de la niñez. Por eso me gusta tanto hablar con los niños. Primero no te juzgan, y después, siempre dicen la verdad de sus sentimientos. Pero hay que cogerlos a tiempo porque se malean rápidamente.
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