lunes, 6 de septiembre de 2010

EL TORO DE LIDIA

No era muy consciente de lo que estaba pasando, pero estaba seguro de que era algo bueno y muy alegre. La casa estaba llena de bolas de cristal que colgaban del techo, mi padre había colocado encima de una gran mesa una serie de figuritas humanas y algunos corderos, con verde y árboles; también había dispuesto un riachuelo cuya agua, teñida de azul, fluía por medio de una pequeña bomba. Su rumor me gustaba. Todo aquello me llenaba de gozo, pero no me dejaban echar mano de todos los muñequitos de colores tan atractivos para mí. Todo el mundo estaba contento y hacía frío en la calle. Papá encendía la caldera con leña y carbón y entonces se estaba calentito, pero la casa era enorme y por la noche se quedaba fría. Mamá me ponía una bolsa de agua caliente para caldear mi cama. Algo gordo se avecinaba.





Cada vez con más insistencia oía hablar de unos reyes que traían juguetes y regalos a los niños que se portaban bien. Me daban todo lujo de detalles. Me contaban aquello de que fueron a adorar a un niño que era Dios, y que nació en un pueblo que se llamaba Belén, y como no tenía casa vino al mundo en un corral de animales al calorcito de sus cuerpos. Porque cuando aquí hacía frío, allí donde él nació, también. Eran muy listos aquellos reyes, pero paradójicamente había que escribirles una carta diciéndoles que te habías portado bien (como si ellos que tenía vigilantes no lo supieran), pero era lo que había que hacer, escribir una carta contándoles todas tus virtudes y pidiéndoles juguetes, regalos y golosinas.

Una mañana mamá me cogió en brazos y me dijo que le íbamos a escribir la carta a los reyes. Yo garrapateaba con mucha dificultad, pero con su ayuda empecé a enumerar mis méritos y mis pretensiones. Cuando no me acordaba de algo, mamá me echaba una mano: “Y un carro de basura con su escoba y su rastrillo… y una pelota de colores…y un plumier con lápices de colores, y un disfraz de mosquetero…”






A los dos o tres días de intriga, todo el mundo estaba revolucionado porque al día siguiente llegaban los reyes. Aquella noche había que poner un poco de alfalfa para los camellos, y unos dulces y unas copitas de anís para Sus Majestades. ¡Qué nervios, por Dios!. No me podía quedar dormido. Preguntaba cada diez minutos si ya habían llegado. Me dormí por agotamiento y soñé que llegaban los reyes y que me subían a un camello y que andábamos por el desierto; pero yo me cansaba y quería volver a mi cama.

Por la mañana me despertaron unos gritos de alborozo: ¡Que ya han llegado los reyes! ¡Que han dejado un montón de regalos y una sorpresa!. ¡Hay va! ¡Una sorpresa! ¡Seguro que era para mí! Para llegar al recibidor donde habían dejado los regalos, había que ir por el pasillo, que era larguísimo; por él andaba en mi coche de hojalata, que me había regalado papá hacía una enormidad de tiempo. El pasillo estaba medio en penumbra, sólo iluminado por los balcones de las habitaciones que había a su derecha, de manera que la visibilidad no era buena, pero lo suficiente como para ver lo que había a la entrada del recibidor. Vislumbré la silueta de un animal enorme, negro, con una cabeza descomunal y unos cuernos blancos de mucha consideración. Se me encendió la luz de alarma y me meé en los pantalones. Salí corriendo y llorando, me metí debajo de la cama de papá y mamá, y, pese a las frases de consuelo de toda la familia y a las promesas de que lo habían echado a la calle y que ya no volvería nunca más, yo no salí de allí hasta que me azuzó el hambre. Ni siquiera había desayunado con la alegría de los regalos, y había estado refugiado en la seguridad de aquel espacio, cálido y oscuro, que me ofrecía ‘debajo de la cama’, donde mamá miraba siempre al irse a acostar no fuera ser que se hubiera metido algún ladrón. Hubo un momento en que me quedé dormido.







Nunca más se volvió a mencionar la anécdota del toro de cartón, que un industrial agradecido le regaló a papá para que me lo pusiera de reyes. Sí oí decir, mucho más tarde, que era una estupenda imitación de un toro de lidia, con banderillas clavadas en todo lo alto. ¿A quién se le ocurre? –pensé yo después de los años. ¿No había otra cosa menos agresiva que un toro con la cabeza levantada y luciendo unas ‘velas’ de mucho fuste?

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...