Cuando crecí, fui viendo con relativo desapego la “fiesta de los toros”; siempre de lejos y nunca con demasiada afición. Veía el peligro en cada pase, en cada par de banderillas, en cada ayudado por alto y en cada pase de pecho.
Lo que me gustaba de las pocas tardes de toros a las que acudí era el colorido, la música, el olor de los habanos y el porte de las damas que, en aquel tiempo, acudían a la plaza con mantilla y peineta. Más tarde se me iban quedando conceptos, literatura taurina y experiencias contadas por verdaderos aficionados, de los de sombrero de ala ancha, puro en ristre y pañuelo en el bolsillo superior de la americana. Todo eso junto con mis incursiones en la bastedad del Cossio, formaron mi espíritu taurino, que como el de todos los jóvenes del tiempo, se forjó a golpe de cartel, crónica taurina y rivalidad entre los espadas del momento. Todo esto te permitía opinar y expresar tus gustos sobre la materia.
Después vino la boda con la hija de un torero de cartel; de los que no se acojonaban, y cortaban orejas y rabos hasta en la Monumental de las Ventas. Y llegó el momento en el que había que adorar al santo por la peana. El torero de cartel devino en apoderado taurino de lo más selecto del panorama de los toros. Y las entradas de las corridas en las que toreaban sus poderdantes estaban aseguradas; y nunca eran más arriba de la fila tres de tendido. Y, a veces de contrabarrera.
La hija del torero era muy mona y estaba muy bien hecha, y, además la gustaba exhibirse, abrir las piernas más de lo requerido en una dama de aquellos días, y tirarse a la yugular del que osara meterse con uno de los toreros de su padre. Un día, de bronca con un policía que estaba más pendiente de la entrepierna de mi dama que del toro; otro, de lío con un gracioso que habló pestes del torero y de su apoderado, y tuve que salir en defensa de mi doncella, y otro día por ‘B’, y otro por ‘C’, me hicieron temer las entradas de los toros, e hice lo posible por no volver más.
Da para mucho estar cerca de los cultos del puro y del sombrero de ala ancha; da para mucho. Y a uno se le van pegando giros, y motes, y anécdotas; y va empezando a entender los porqués de muchas cosas que se escapan al público en general. No es que esto sea un mérito, no, sólo que posiblemente hoy en día sepa yo más de toros que muchos comentaristas de radio y de TV, revestidos de no sé qué enciclopedismo en el arte de Cúchares. No he vuelto a ir a una sola corrida de toros, desde el día en que casi me chinan la geró por una discusión taurina, en la plaza de Carabanchel. Nunca más he tenido ni la más mínima intención de acudir a la plaza a ver una corrida, ni siquiera por la patilla. Solamente veo algún pase, alguna estocada, alguna cogida por TV; aparte de eso, nada. No es que adore los toros; ni siquiera me gustan a estas alturas. Pero tampoco voy a hacer nada para que desaparezcan con todo lo que conllevan de cultura, de propaganda internacional, de turismo, de dinero, de puestos de trabajo, etc. Y los que lo pretenden, lo único que quieren es armar barullo y dar por saco, con el total beneplácito de las autoridades gubernamentales; es decir, el gobierno de la nación, que el día que se quede sin apoyos nacionalistas y separatistas, se va a quedar en pelota picada. Pero hasta que ese feliz momento llegue, para bien de España y de los que la integramos, yo no pienso descomponer la figura para acompañar a ningún ignorante en su aventura separatista, y, por ende, de ninguna veleidad antitaurina.
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