jueves, 26 de noviembre de 2009

YO ME CISCO EN SUS REPAJOLERAS MADRES

YO ME CISCO EN SUS REPAJOLERAS MADRES

26.11.09

Existen variadas formas de mentar a la madre de uno. Se puede uno acordar de su madre en sentido coloquial, incluso con cierto gracejo, como los andaluces cuando refiriéndose a un andoba gracioso dicen: ¡Mira, el hio-puta, que ange tiene!. El epíteto puede aumentar de categoría cuando a alguien se le llama, hijo puta; pero no pasa a mayores: ¡Qué hijo puta eres, cachondo! Otro escalón sube al “hijo de puta”. Ahí ya hay que sacarse las manos de los bolsillos por si hay que repeler la respuesta. La cosa va con mala baba. Como nada tiene un final, podemos aumentar la gravedad del insulto utilizando: “hijo de la gran puta”. Se emplea mucho en la vida cotidiana nombrar a los malos, malos, “hijos de la gran puta”. Y la cosa no tiene por dónde cogerla cuando una persona se encara con otra llamándola “hijo de la grandísima puta” Entonces ya se desatan las hostilidades y hay que procurar dar y que no te den.

Hay una modalidad de insulto que se deriva de las anteriores, tomando de ellas el significado esencial: La madre. Así: “Me cago en tu puta madre” es un insulto que, habitualmente nada tiene que ver con la categoría moral de la señora que le parió, que la pobre ya tuvo bastante con los dolores del parto y con aguantarlo de por vida. Floreados de la anterior son, por ejemplo: Me cago en tu putísima madre o me cago en la puta que te parió.

Todos estos improperios no van dirigidos, como ya he dicho, a las madres de algunos hijos de la gran puta; sólo aluden a ellos mismos, con la intención de que les suba la adrenalina, de que se sientan ofendidos y, por una miserable vez, respondan como hombres íntegros; como caballeros sin armadura. Las personas educadas, de bien, que han pasado por la garlopa de la enseñanza religiosa, que ha tenido unos padres con moral, ética y principios, acuden a subterfugios y a sofisticaciones para llamar por su nombre a los hijos de la grandísima puta. Así una forma “agradable” sería: “Me cisco en tu pajolera madre” o “Eres un hijo de una doncella del amor fingido y de la moral extraviada” Claro, que puede haber variantes como: “Eres un mamón de mierda”, mejor aceptado o ¡Valiente mamonazo que estás hecho, hijo de la grandísima meretriz!

Hechas estas salvedades, que ponen en su justo punto mi manera de pensar con respecto al tema y mi esmerada educación, yo me cisco en las repajoleras madres de los responsables de las normas que rigen España, de derechas, de izquierdas y de centros, que han permitido, a lo largo de los años, que el 90% de los españoles, estemos en situación de indefensión. Me refiero, concretamente, a los contratos basura –que yo llamaría “de mierda infecta”- que permiten a las compañías de seguro libre, tener a sus médicos; a los profesionales que les dan de comer; al motivo fundamental sin el que ellas se morirían de hambre. Enumero sucintamente: a) honorarios de escándalo –consulta médica de especialista no más de 25 euros- b) ausencia de seguridad social, jubilación, seguro propio c) despido inmediato por decisión unilateral sin mediar falta alguna d) prestación de las consultas propias, del material de exploración, del tiempo y la sabiduría…

Estos tíos, graciosos, piensan que van a vivir toda la vida en la impunidad más absoluta y que no se van a morir nunca. Pues, no. Se van a morir y van a tener unos pedazo de remordimientos que no les van a dejar vivir. No es una amenaza; es lo que pasa siempre con los “hijos de la grandísima puta”. Se creen que se van a perpetuar, que van a vivir como Matusalén. ¡Ja, ja! Y yo voy a vivir para verlo, que es lo que más les va a joder a estos “mamones de mierda”. Es broma, naturalmente. Yo soy una persona muy educada. En los Hermanos Maristas, sin ir más lejos.

domingo, 22 de noviembre de 2009

ELEGÍA A MI AMIGO PEDRO LUIS


ALEGÍA A MI AMIGO PEDRO LUIS

22.11.09


Lo conocí poco después de mi llegada a Palencia. No sabría decir cuándo ni dónde. Pero me chocó el extraño parecido físico que ambos teníamos. Mucha gente nos confundía: Dr. Calvo, Dr. Calvo –me llamaban a veces por los pasillos del hospital. No –contestaba yo- Se ha confundido, soy el Dr. De Soto. Es que nos parecemos mucho el Dr. Calvo y yo. Éramos de la misma estatura, del mismo porte, igual de “calvos” uno que otro, excepto en el apellido. Había un detalle que nos distinguía de lejos, a juzgar por los comentarios de la gente, Pedro Luis tenía una leve y extraña cojera al andar, como si no quisiera ir muy deprisa, queriéndolo.

Era calmo, apacible y simpático. Nunca le he visto discutir ni elevar el tono de voz. Imagino que tendría sus gatos en la barriga, igual que cada hijo de vecina, pero no lo demostraba. Cumplía con su trabajo escrupulosamente y jamás le he oído hablar mal de nadie.

Gozaba de gran respeto por parte de todos sus compañeros y, que yo sepa, no tenía enemigos, ni siquiera enemistades. Yo me encontraba a gusto con él. Me imagino, aunque sea mucho suponer, que él también estaba a gusto conmigo. Las veces que hablamos, estábamos de acuerdo. Pero como la regla siempre tiene una honrosa excepción, traigo a mi memoria una intranscendente discusión que mantuvimos acerca de la transcendencia del espíritu humano. En aquella circunstancia me di cuenta de la gran sabiduría que atesoraba en materia espiritual, no en vano había estado muy en contacto con el clero. Nunca, sin embargo, se me ocurrió preguntarle por qué se había alejado de la vida religiosa. Se oía que había ejercido durante algún tiempo el ministerio sacerdotal, pero no lo podría asegurar. Jamás lo oí de su boca y en ningún momento sentí curiosidad morbosa por los aspectos de su decisión. Hay algunos compañeros en el ejercicio de la medicina, que se hubieran enterado de cualquier entresijo de su vida. De hecho, sé de buena pluma, de algunos que se saben la vida y milagros de Pedro. Nunca me ha interesado meterme en corral ajeno. Si lo oigo, lo oigo, pero no lo escucho. Y al cabo de los días (ni siquiera semanas) ya no me acuerdo de lo que me contaron. ¿Pero no te acuerdas que te lo conté el otro día? ¿Estás tonto, a qué? Pues no me acuerdo, chico, ¡qué se le va a hacer!. Pues bien, salió la conversación acerca del espíritu humano y en ella me quiso ilustrar sobre la diferencia sustancial que había entre la inmanencia y la transcendencia. Siendo la primera la unión esencial e inseparable por naturaleza, del espíritu con el Creador. Y la segunda la consecuencia grave o muy importante de las acciones del espíritu en este plano, con posibles consecuencias futuras. Ya digo, toda una fuente de sabiduría.

Yo lo definiría como bueno, en toda la extensión de la palabra bueno. Un día le comprometí para hacer, a la limón, uno de los programas de divulgación médica que todas las semanas me sacaba de la manga, y se exhibían en la TV local. No se resistió. Yo creo que no le cabía un piñón por el culo con la oferta, que le permitía ilustrar a los demás con sus conocimientos sobre urgencias médicas. Aquel día lo preparó todo para aleccionar sobre la actuación frente a una quemadura doméstica, una herida, un atragantamiento, etc. Para explicar los primeros auxilios y la respiración boca a boca, tenía un muñeco de apariencia totalmente humana. Estaba boca abajo. Ya estábamos grabando. Se acercó a aquel remedo de hombre, le dio la vuelta, no sin dificultad porque tenía un peso similar a un humano, y dejó al descubierto un pene enorme, que le colgaba flácido entre las piernas y que servía para enseñar a los alumnos de enfermería a sondar la uretra. Nos reímos hasta hartarnos, comentamos, en vivo y en directo, algunas escabrosidades con respecto a la virilidad del muñeco y luego, nos enjugamos el llanto y seguimos grabando. Cada poco nos venía a la memoria el hecho y nos partíamos de risa. Recuerdos agradables de una gran persona con la que compartiré una parcela en el cielo, cuando yo me decida a dejar este mundo de permanencias.

Él tenía una vida muy diferente a la mía. Eso propició que nuestros encuentros no fueran más frecuentes, pero nos veíamos casi a diario en el hospital y echábamos nuestras parrafadas. Un día me vendió unas acuarelas de una sobrina suya que estudiaba “Bellas Artes” y que conservo colgadas en unas paredes preferentes de mi casa donde las veo todos los días. Y, naturalmente, siempre que las veo me acuerdo de Pedro Luis; de mi sosias, con el que tantas veces me han confundido. Quedó pendiente de hacerme un Dopller de extremidades inferiores. Por una causa o por otra nunca lo hicimos. ¡Quién sabe si en otra vida cumpliremos con la promesa!.

La última vez que lo vi fue en mi consulta. Le encontré muy desmejorado y sentí la obligación de meterle en la vía del pensamiento positivo. Parece que comprendió mi punto de vista, y hasta incluso me prometió que iba a tratar de llevar a la práctica las ideas que yo le había dado. Le llamé poco después por teléfono y me confesó que era superior a sus fuerzas meditar durante 20 minutos. Quedamos en vernos, pero me cuesta trabajo inmiscuirme en la intimidad de una persona. Pensé: “Si me necesita, ya me llamará”.

Hace tres días acudí a su entierro. Después de tres semanas en la UVI, sin ser consciente de nada (pienso), se decidió a dejar este mundo. Pedro Luis: Allá donde te encuentres, te envío un sincero abrazo. Dejaste una profunda huella en mi alma. Te recordaré siempre con tu bata blanca impoluta, tus gafas de diseño, que te hacían todavía más parecido a mí y tu disimulada cojera que hacía que pensara que con una pierna querías ir más deprisa que con la otra.

¡Salve, Pedro! ¡Hasta siempre, amigo!
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