sábado, 30 de marzo de 2013

ESOS LOCOS BAJITOS


ESOS LOCOS BAJITOS

…“Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma…”
Hablo de los “locos bajitos” de Serrat. Los niños a quien “debemos domesticar por su bien…”. A mí intentaron domesticarme y les salió el tiro por la culata. Al día de hoy estoy ligeramente asilvestrado. Eso sí, educado primorosamente, pero asilvestrado.

Yo fui uno de los que sufrieron moquetes y capones si, comiendo en la mesa, se me caían los libros que me ponían, uno debajo de  cada axila. Así nos acostumbraron a no separar los brazos del tronco, bajo ningún concepto, al cortar la carne y al llevar la cuchara a la boca.

Anatema para aquel que cortaba el huevo con cuchillo, o que ‘sopaba’ en la yema, blandita, líquida y amarillo naranja. Maldición para aquel que se ensuciaba las manos comiendo, abría la boca al masticar o se dejaba restos de comida en la comisura de los labios. Ante todo las ‘maneras’. “Si sabes comer correctamente”, me decían, “podrás comer en la mesa de un mendigo, pero también en la del Rey en persona” Así se expresaban mis mayores, y yo crecí frustrado y con paranoias cada vez que me ensuciaba las manos de cualquier pringue untuosa y sucia.

Anoche cenamos algo delicioso: Baguette recién tostada, untada generosamente de mayonesa. Encima de la salsa, rodajas de tomate pelado y aliñado con sal, crema de Módena y aceite de oliva virgen. Encima trozos de lechuga. Después unas lonchas de jamón serrano cortado en trocitos para evitar que al morder el ‘bocata’ se valla detrás toda la loncha y, como guinda preciosa del pastel, dos huevos fritos con su yema blandita, anaranjada, untuosa y chorreante. Cortamos los huevos para que encajaran con la forma del pan y luego tapamos aquella maravilla con el otro trozo de pan, lo empujamos hacia abajo y nos aprestamos a echarle el primer bocado.

El huevo se rompe dejando salir su yema, que resbala hacia abajo manchando en su recorrido el bocata, la mano, el plato, los labios y las mejillas. ¡Qué placer, tú! ¡El colmo! A medida que ibas mordiendo, se iba aplastando el resto de la yema y te seguía pringando los dedos, la boca, los labios y los carrillos. Nos mirábamos y echábamos una carcajada, con lo que la yema, el tomate, la mayonesa abundante, el jamón y la saliva resbalaban por la barbilla y goteaban en el plato.
El bocata se destrozaba, nosotros seguíamos poniéndonos perdidos y no parábamos de reír y de comer. Al acabar, estábamos asquerosos pero satisfechos. ¡Qué buen ejercicio de catarsis y de despedida de las frustraciones!



Nos pusimos como Pepe, ‘el hijo puta’. No paramos de reír y nos quedamos satisfechos y felices. Esta pequeña licencia está al alcance de cualquiera. Yo os la recomiendo y la haré, no tardando mucho, con mis nietos. ¡Qué placer ponerse lleno de yema de huevo, de aceite, de tomate, de mayonesa, de jamón…

viernes, 29 de marzo de 2013

BENDITO EGOISMO






- ¿Por qué me quieres tanto? ¿Por qué te ocupas tanto de mí? ¿Por qué me proteges? ¿Por qué me ayudas? ¿Por qué estás siempre ahí cuando te necesito?

- Déjame que lo piense. Definitivamente creo que por egoísmo.

- ¿Cómo por egoísmo?

- Sí. Desde que tengo uso de razón hago aquello que me gusta, fundamentalmente por sentir la satisfacción del trabajo bien hecho, del amor dado sin condiciones, de la ayuda desinteresada…Eso me satisface tanto; me llena tanto, que asumo que es por egoísmo personal. No por tu satisfacción, que por supuesto hay una parte en ello, sino por la mía. Me gusta más dar que recibir. El hacer un regalo es una gran satisfacción para mí, mucho más que desenvolver el paquete el día de mi cumple. Soy egoísta como todo el mundo.

Si estudio, si hago cursos, si medito, si practico la MT (Meditación Transcendental), si hago Tai Chi asiduamente, es para tener algo que dar a los demás. Si yo no tengo nada, si no tengo riqueza personal acumulada con trabajo, con esfuerzo y con tesón, no podré dar nada a los demás, y eso me privará de mi propia satisfacción. Soy egoísta al pensar en mí ante todo. Bendito egoísmo. Quiero tener para poder dar. Y no hablo de bienes materiales, de cosas físicas, de réditos…Hablo de buenas palabras, ejemplos, ayuda espiritual, apoyo en tus necesidades mentales.

Estas cosas no se consiguen con dinero, no hay oro suficiente en el mundo para pagar la ayuda espiritual, para inculcar a un amigo la filosofía adecuada para que viva mejor, para que se sienta más completo, para quitarse el complejo de culpa, para espantar el miedo. No hay dinero en el planeta que pueda pagar estas cosas. La felicidad no se consigue con dinero, no está en las cosas materiales, no está ahí fuera; está dentro de nosotros y en ningún otro lugar. Y eso se consigue a base de una especial manera de ver la vida, de una puntual filosofía que te ayude a llegar a entrar dentro de ti y vivir el momento.

Y esa filosofía se consigue con la ayuda de alguien o de algo: Una charla, un libro, un ejemplo, una película, un hecho…Y lo fundamental en ese hecho que encierre el cambio de tu vida es el amor y la satisfacción del que lo lleva a cabo.

El milagro es un acto de amor entre dos seres que trasciende el tiempo y el espacio.

Teresa tenía 8 años cuando oyó a sus padres que hablaban de su hermanito Andrés. Todo lo que supo era que su hermanito estaba muy enfermo y que no tenían dinero para la operación que podía curarle.

Teresa oyó decir a su padre: "Sólo un milagro puede salvar a Andrés".

Teresa fue a su habitación y contó cuidadosamente las monedas que había ahorrado. Se fue a la farmacia y le dijo al farmacéutico: "Mi hermano está muy enfermo y quiero comprar un milagro. ¿Cuánto cuesta un milagro?"
"Lo siento, pero aquí no vendemos milagros. No puedo ayudarte", le contestó.

El hermano del farmacéutico que estaba allí en aquel momento se agachó y le preguntó a la niña: "¿Qué clase de milagro necesita tu hermanito?"
No lo sé. Mi madre dice que necesita una operación y quiero pagarla con mi dinero.
"¿Cuánto dinero tienes?" le preguntó.
Tengo un dólar y cinco centavos.
Estupendo, qué coincidencia, sonrió el hombre, eso es exactamente lo que cuesta un milagro para los hermanitos.

Cogió el dinero de la niña y le dijo: "Llévame a tu casa. Veamos si tengo la clase de milagro que necesitas".

Ese hombre, el hermano del farmacéutico, era el Doctor Carltom Armstrong, un cirujano. Y operó al niño gratis.
"Esa operación, susurraba la madre, ha sido un verdadero milagro. Me pregunto cuánto habrá costado."

Teresa sonreía, ella sí sabía lo que había costado, un dólar y cinco centavos, más la fe de una niña.

Pero el verdadero milagro es la satisfacción del cirujano, que con su acto de amor, trascendió el tiempo y el espacio.


miércoles, 27 de marzo de 2013

YO DECIDO







¿Es malo no estar bien? ¿Qué es estar bien? ¿Qué es estar mal? ¿Cuándo me levanto estoy bien, o decido estar bien? ¿El bienestar va en el mismo paquete que despertarme y bostezar, o son cosas independientes? ¿En qué tanto por ciento influye mi decisión para estar bien o no?

Me despierto, me desperezo, miro la hora, veo por la ventana, otro día de lluvia, los campesinos están de enhorabuena. Me levanto, permito que mis cartílagos articulares crujan y chasquen, sobre todo los de mis rodillas, me doy cuenta de que tengo espalda porque empieza a delatar su presencia con una ligera dosis de dolor muscular; el cuello también me cruje. Me alegro porque todos estos síntomas denotan, inequívocamente, que estoy vivo.

¿Me encuentro bien? No tengo ninguna razón que me permita encontrarme mal, y si la tengo decido para bien. Decido que no me importen mis síntomas corporales del paso del tiempo, decido que es un día de lluvia maravilloso, entre otras cosas porque yo no puedo decidir  en contra, por lo tanto saldré a pasear con zapatos de lluvia y paraguas. No hay por qué preocuparse.

Decido no pensar mal y dar gracias a Dios por la lluvia, porque me acoge una casa, porque no tengo frío, porque estoy vivo, porque estoy rodeado de gente que me quiere y a quien quiero, que se ocupan de mí y que yo me ocupo de ellos. Porque sé hacer muchas cosas y las hago con amor, porque siento placer con todo lo que hago, porque procuro vivir el momento santo sin pensar en nada más, porque no quiero causar dolor a la gente, al menos deliberadamente. Decido ser feliz ¿Qué es la felicidad? No lo sé, pero decido saberlo y actuar como si fuera feliz, como si estuviera dichoso con lo que tengo, con lo que amo, con lo que me aman.

Decido quitar de mi mente todo el lastre negativo para dejar que fluyan los pensamientos de paz, tranquilidad, bondad y amor. Decido sonreír para excitar la producción de endorfinas. Yo decido todo lo que se instala en mi mente, tanto lo bueno como lo malo, y decido dejar que se instale solamente lo bueno, lo amoroso, lo placentero, lo que me deje buen sabor, buen olor, buenas vibraciones, buen carácter, buenas palabras.

¿Qué es bueno y qué es malo? Lo que yo decida al respecto. Y puedo decidir que una cosa mala sea buena y viceversa, mi estado de ánimo, mis sensaciones y que lo que oigo, veo y siento, todas las sensaciones físicas, mentales y espirituales, sean positivas y placenteras.
Yo decido todo esto y mucho más. Incluso ante una situación negativa puedo decidir meterme de lleno en ella, no criticarla y no juzgarla, con lo que pierde el 90% de su carga negativa. Yo decido todo eso y tú también.  


martes, 26 de marzo de 2013

EL DRAMA POR EL DRAMA

 
 
 
 
 

Nací y me crié en el seno de una familia católica, practicante, posiblemente en la época más rabiosamente conservadora de la historia de nuestra España contemporánea. Las iglesias se llenaban los domingos durante todas las misas, y programaban muchas, una cada media hora; las gentes comulgaban en masa y los cestos se llenaban, durante el evangelio, con donaciones voluntarias.

Los seminarios estaban llenos de aspirantes y siempre había un cura en el confesionario de todas las iglesias del país. Yo he llegado a confesarme a las 23:00 horas, y sé de quien avisaba al cura y bajaba de su casa a confesar a un pecador sin importarle la hora ni las circunstancias.

El catolicismo era una norma y se apartaba a los personajes que osaban blasfemar en público o atentar verbalmente contra la iglesia, sus ritos, sus dogmas o sus santos.

Las épocas de conmemoración cristiana se celebraban con intensidad, las Navidades estaban llenas de belenes conmemorativos del nacimiento de Cristo, y la Semana Santa rebosaba de pasos portadores de iconos recordatorios de la Pasión y muerte de Jesús. Las calles del recorrido estaban atestadas de personas que esperaban horas el paso de la Virgen Macarena o del Cristo de los gitanos en Sevilla, o de la imagen de Jesús de Medinaceli en Madrid. Siempre se oía a lo lejos la estela de una saeta que alguien desgarraba en honor de María o de Jesús. Yo asistía con fervor, y a veces con lágrimas en los ojos, a estas celebraciones.

Los años curten, donan experiencia al que los cumple, e inyectan sabiduría en vena. El cambio de físico y de ideas es inevitable y los deseos son que este cambio sea a mejor, más placentero, más gratificante y más sabio.

Ahora no comprendo el sentido que tiene conmemorar el dolor. ¿Por qué recordar el drama del Calvario y no la Transfiguración? ¿Por qué reproducir el dolor de la Madre transida y con el corazón atravesado por siete dagas, en vez del placer de alumbrar a su divino hijo? ¿Por qué conmemorar la muerte y no el nacimiento a una nueva vida?

Ahora no me gusta el dolor, cuando puedo lo evito; el dolor es indeseable e inútil en cualquier circunstancia. Uno de los mandatos médicos es procurar evitar el dolor que es mantenido sólo como orientador del diagnóstico, pero nada más. Yo hago ejercicios constantes por no instalarme en el pasado, y para no pensar en el futuro, y si el pasado puede evocar un dolor, inmediatamente me meto en mi interior y vivo intensamente el momento presente.

La Semana Santa te retrotrae indefectiblemente al pasado y al dolor. No me gusta. Me gusta el momento de la Transustanciación, los coros Gospel y la alegría de la celebración de una Misa Luba. No me agrada la seriedad encorsetada, el rito trasnochado y la vaciedad del mensaje de la Misa actual. No me gusta la Semana Santa, me evoca el pasado lejano henchido de drama y de dolor. No ayuda a nada, ni a la conversión, ni a la penitencia, ni a la mejora mental ni espiritual. No me gusta el drama, prefiero la alegría. No me gustan los cofrades, ocultas sus caras con el rigor de los capirotes; no me gustan los costaleros, hartos de vino y desencajada la cara por el esfuerzo. No me gustan las bandas de música, con sus lamentos y tañidos fúnebres.

Definitivamente, he cambiado de manera de pensar. Llevo mi catolicismo dentro de mí mismo y no lo exhibo ni detrás de un disfraz con capirote. Me rio y me divierto sin pensar en el pasado, los dramas antiguos yacen muertos dentro de mi mente.



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