jueves, 14 de octubre de 2010

UNA BUENA PARTE DE MI SINCRETISMO ESPIRITUAL

Después de los acontecimientos desastrosos de nuestra vida; después de cagarnos en todo –yo me cago en to’las putas de kazakhstan–, intentamos buscar un culpable. Al no encontrarlo, endilgamos el mochuelo al máximo victimario de los humanos que el Dios. Y después tratamos de hacer prosélitos de nuestra desgracia. Intentamos por todos los medios que nos comprendan y que nos den la razón: “Tienes razón, que desgraciado eres. ¡Qué mala suerte, gran Dios! ¡Qué mala suerte, amigo! Te acompaño en tu sentimiento. Si me pasa a mí, no sé lo que haría…” Siempre igual. La solidaridad del prójimo, que, entre otras cosas, es hasta ahí donde está dispuesto a llegar: palabras de consuelo. ¡Vaya! Parece que esto nos deja más tranquilos, pero sin disiparnos definitivamente la nube de humo que nos llena la cabeza y nos impide pensar y razonar.


Caída del sol en un ojo de la 'pasarela'

Cuando yo me enfrento a una desgracia, del tipo que sea, reacciono como todo el mundo con respecto a cagarme en todo, buscar culpables y cómplices. Pero esta fase dura cada vez menos porque ya tengo integrado el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura; el mayor lenitivo del mundo: la comprensión de que todo lo que me pasa lo he programado yo mismo, para tener una experiencia imprescindible para mi crecimiento espiritual. Karma o la ley del karma lo llaman algunos, pero se refieren siempre al débito que adquieres por tus malas acciones, que luego tendrás que purgar en una vida posterior. Para mí simplemente escojo una experiencia y no me gusta considerarla como un castigo, simplemente necesito la experiencia para avanzar, siendo consciente de lo que hice mal y que, habitualmente, tengo que sufrir en mi carne mortal.


El sol dentro del campanario de San Lázaro

Inútil defecar en sitios inadecuados; ocioso buscar culpables donde no los hay; estúpido achacar a Dios el error de mi responsabilidad. Nada de esto conduce a nada positivo cuando llegas a la convicción de que he sido yo el que he comprado mi viaje en pack con medias pensiones y extravío de maletas garantizado. Todo lo que me pasa a lo largo de este periplo en la Tierra, todas las personas que cumplen impecablemente con su papel al darme ocasión de jurar en arameo, lo he programado yo antes de llegar. Nadie tiene la culpa de lo que  pasa, sólo yo y mis elecciones kármicas.

“Tengo la cabeza muy espesa en este momento para considerar la propuesta. Te aprecio y te admiro. Posiblemente tengas razón, pero déjame pensarlo” –me dice cerrando la puerta de su automóvil y haciéndome una señal de despedida con la mano–. Adiós, Toño. Que la paz del Señor esté contigo. Y una dosis curiosa de esa paz para inyectármela en vena directamente, que falta me hace muchas veces.

miércoles, 13 de octubre de 2010

SINCRETISMO

Me levanto por la mañana a la del alba. Hago mis abluciones, mi limpieza física y psíquica y enciendo el ordenador. El primer tic es meterme en Autlook para ver mi bandeja de entrada y comprobar si alguien me ha escrito. Si lo han hecho, leo el mensaje cuatro o cinco veces intentando traducir entre líneas y adivinar el estado de ánimo de la persona que me escribe. Después, si es oportuno, contesto. Me complace muchísimo recibir mensajes; me nutre y me hace pensar que alguien, en algún sitio, se acuerda de mí para bien o para mal. Tengo cuatro o cinco asiduos comunicantes. Uno de ellos me manda presentaciones en PP, artículos, comentarios. La verdad es que algunos son bastante macabros, pero incluso esos los agradezco porque veo la intención del que me los manda. Otros dos son comunicantes esporádicos, que las más de las veces no saben por dónde les da al aire. Otras dos son como los ojos del Guadiana, aparecen y desaparecen. Una, en sus amanecidas, mana turbulenta; otra mansa y oportuna. A todos agradezco sus comunicados. Es más, los ansío cada mañana. Cuando no tengo ninguno, es como si me faltase algo para empezar el día. Afortunadamente se me pasa rápidamente en cuanto me meto en mi blogg y comienzo a escribir y a buscar fotos.



El cielo del ocaso en Palencia



Alguno de los e-mails que recibo me inspira comentarios y rápidamente los plasmo en letras. Otros no tienen sustancia para excitarme el estro, incluso los borro para no acordarme de ellos en lo sucesivo.

Hoy he recibido uno en el que un comunicante antiguo me pide una entrevista, para contrastar pareceres, ideas y técnicas. Es una persona muy trabajada y con muchos cursos encima de los hombros; con un tremendo afán de superación personal, como miles de buscadores de la verdad. Yo, como él, también he andado a la búsqueda de la varita mágica que me transformara de sapo en príncipe. He llegado a la conclusión, después de muchos revolcones, que no existen varitas mágicas, sino trabajo personal; y que cada cosa que aprendes debes ponerla en práctica. No es importante lo que sabes, sino lo que haces con lo que sabes. Ya puedes estar toda la vida yendo a cursos, que como no pongas en práctica lo que te enseñan, no conseguirás nada de nada.

Por otra parte, hay muchos conceptos contrapuestos que te pueden hacer dudar de la verdad que te muestran. Yo me he acostumbrado a practicar un sincretismo rebozado de conclusiones personales respecto de mis experiencias. De tal manera que ya no cultivo un arte, sino una mezcla de varios. Ya no práctico una técnica, sino un popurrí de ellas. ¿En que creo? En Dios sobre todas las cosas ¿Qué hago? Lo que le venga bien el paciente en cada momento. Mientras tanto me relajo y procuro tomar lo bueno que tiene la vida. Vivo el momento con pasión y procuro no juzgar, no criticar y tener paciencia para comprender las cosas en el momento oportuno.


Campanario de San Lázaro

Es tremendamente complicado como para que lo entienda cualquiera. No hablo de capacidad intelectual, sino de apertura espiritual, que son dos cosas diametralmente opuestas. Una persona con un índice intelectual superior a 170, puede no entender nada de nada respecto de las cosas del espíritu. Y una persona ‘corta de entendederas’ puede resultar un espiritualista por encima de los mortales. Mañana os explico la conversación que he tenido con un amigo, al que veo de ciento en viento, con respecto al victimario de los seres humanos; a aquel personaje siniestro –unas veces humano y otras divino– que coloca a los hombres en situaciones límite, con resultados muy negativos.

CRIMEN FRUSTRADO

Se dio la vuelta en la cama, rezongó y se arrellanó. Colocó la almohada debajo de su cara rubicunda por las muchas cosechas de Rioja que había ingerido durante toda su vida y se quedó plácidamente dormido. Amelia, a su lado, repetía mentalmente la retahíla que solía recitar después de cada una de las frustraciones a las que la sometía Raimundo siempre que volvía, una vez por semana, de sus viajes de negocios. – “¡Mamón de mierda, asqueroso, sucio, que no tienes decencia ni para meterte en la cama aseado de cuerpo. Que hueles a mierda y a semen reconcentrado ¡cerdo!, que eres un auténtico cerdo, animal de bellota. Debía de tener la valentía de buscarme un apaño con quien poder desplegar toda mis fantasías amatorias: Acariciar, besar, tocar, rozar, simplemente contemplar, ofrecer…Cualquier día me voy a echar al monte, y al primero que aparezca, me lo voy a llevar al huerto. Por mi santa madre que está en el cielo, que me voy a decidir y a éste le va a dar un ataque de cuernos, que le van a salir hasta por el culo. Por mi santa madre que lo voy a hacer. Por estas que son cruces! –pensó acompañando el pensamiento con un beso en una cruz hecha con los dedos índice y pulgar de la mano diestra.”

Se levantó moviendo premeditadamente la cama. Nada, el cerdo no se movió de la postura que tenía. Se limitó a gruñir nuevamente, chupó sus labios repetidamente, cerró la bocaza y se quedó absolutamente enervado en el lecho conyugal. Se dirigió al cuarto de baño, se sentó en el bidé y lavó su sexo, por dentro y por fuera, hasta hacerse daño; hasta estar segura de que ni una traza del líquido repugnante de aquel monstruo quedaba dentro de sus entrañas. Se complació en la última parte de la maniobra y procuró paliar la desilusión de no ser poseída y de no obtener su recompensa. Al acabar se sentía más frustrada que antes. No comprendía cómo podía recurrir a esos métodos para sentirse ligeramente viva. Luego se miraba en el espejo y se sentía bella. La gustaban sus atributos, aquellos que despreciaba su marido, que se limitaba a abrirla de piernas e introducirla su barra de carne medio fofa, que sin embargo llegaba a sus entrañas y la llenaba toda. Al principio de su unión sentía un gran placer cuando lo hacía. Luego, él empezó a beber, a engordar y a abandonarse, y ella empezó a anestesiarse cada vez que se tumbaba encina de ella.

Fue a la cocina para beber un poco de agua que la mojara la sequedad que sentía en la garganta. Rozó ligeramente la mesa a su paso y se calló un cuchillo de 30 cm que utilizaba para cortar verduras. Se agachó, y al ir a cogerlo para depositarlo nuevamente encima de la mesa, la luz incidió en su hoja y emitió un destello que la cegó por unos segundos. Se llevó la mano a los ojos y los frotó ligeramente. Al abrirlos contempló otra vez aquel machete y, por primera vez, pensó en que aquello podía ser un arma mortal. Se tapó la cara con ambas manos y se arrepintió de aquella idea fugaz. Ahora apareció una imagen en su cabeza, como proyectada en una pantalla mental. En ella, se veía a sí misma encaminarse hasta la habitación blandiendo el cuchillo por encima de su cabeza. Se abalanzaba sobre el cuerpo dormido de su marido y le asestaba doce puñaladas que hacían saltar la sangre negra de aquel ser despreciable, manchando las sábanas y la colcha. Aquel corpachón, antes animado, se quedó blanco como la cera. Una de las puñaladas había seccionado la arteria abdominal y en menos que canta un gallo se había desangrado. Se vio arrojar el cuchillo a una alcantarilla; volver a la casa, meterse de nuevo en la cama y embadurnarse con la sangre de su esposo. Entonces llamaba por teléfono a la policía urdiendo una historia enrevesada de traiciones, mujeres de por medio y asesinato por despecho. Ella no había visto a la asesina, pero la había oído en la oscuridad llamarle cerdo y decirle: “A mí no se me hace esto, cerdo. Me habías dicho que estabas soltero, guarro. Toma, toma y toma”. Al principio le había parecido que estaba soñando pero al abrir los ojos vio la melena de una mujer rubia salir como alma que lleva el diablo de la habitación.

Al cerdo le había tocado un zurrón de pasta a la lotería, pero seguía ausentándose de casa aunque había dejado su trabajo hacía tiempo. Tenía un par de amantes que se dejaban abusar por aquella masa de carne sin sentimientos, exclusivamente por dinero. Una de ellas, sin embargo, era excesivamente celosa de lo suyo, y al enterarse de que estaba casado, no pudo aguantar la desazón y se le había cargado con un cuchillo de carnicero. La policía dio con la culpable y pasó una veintena de años a la sombra. Ella, indemne, se dedicó a la vida contemplativa con lo que le había dejado el cerdo de su marido…

Cuando se dio cuenta de la ficción que había pergeñado en su mente calenturienta, se puso a temblar como una hoja. Se duchó, se vistió, metió en una mochila lo imprescindible y cerró la puerta tras de si, para nunca más volver.

No se enteró de que el marido, agobiado por un infarto masivo, nunca amaneció. Las pesquisas de la policía dieron su fruto. Al enterarse lloró de felicidad, recuperó su casa, la limpió, la decoró y llegó a la conclusión de que no necesitaba ningún hombre para ser feliz. Y, en todo caso, si tenía que venir, no sería ella la que forzara la situación. Aprendió a tener paciencia y se dio cuenta de que nada es lo que parece. Sólo hay que esperar, sin tomar ninguna decisión, para que las cosas cambien. Y nunca se sabe si los acontecimientos positivos pueden resultar nocivos a la larga; y los negativos pueden llegar a ser una bendición.

lunes, 11 de octubre de 2010

A MI AMIGA A TIEMPO PARCIAL

Una amiga a tiempo parcial me inspira para que escriba algo sobre las desgracias de la vida, de lo que yo sé por experiencia. Los duros golpes de este plano vienen, no por casualidad; la mayoría –el 90% aproximadamente–, aunque parezca mentira, están programados de antemano porque yo tenía que tener esa experiencia. Lo interesante para es mi especial forma de reaccionar ante el hecho luctuoso. Depende de mi reacción el que salga reforzado y con una nueva experiencia, o que salga hundido y no haya aprendido nada. En una entrega anterior referí la anécdota del individuo que reacciona mal ante un hecho banal, como es el que su hija le derrame un vaso de cacao encima de la camisa, y por esa reacción, en la que implica a la madre, al volver a casa después de un día para no recordar, lee una carta de su esposa en la que se despide para siempre. Y todo por un vaso de cacao encima de la camisa.






A lo mejor no es un símil afortunado, porque estamos hablando de un grave accidente de tráfico con consecuencia de importantes secuelas. Nada tiene que ver una cosa con la otra, pero después de cada situación negativa e inesperada siempre hay una reacción inmediata que, la mayoría de las veces, nos deja sin capacidad de reacción y buscando culpables. Mi gran amigo ‘piñón’ estuvo de acuerdo conmigo cuando sacamos un buen día la conversación de las desgracias. “En las desgracias hay que sufrir con cojones”, me decía. “No valen los paños calientes, ni los consuelos. Todo esto atenúa, pero no cura. Sólo cura el tiempo” “No vale distraerse, ni lo que te digan los demás. Es tiempo de sufrir. Y el impacto se consume por agotamiento”. Yo estoy absolutamente de acuerdo, pero, quizá, nuestra disposición y filosofía anteriores al hecho, pueden dulcificarlo. No hablo de resignación, sino de filosofía. De esa philos de la que se desprende una manera diferente de afrontar los problemas. No sólo porque te hace considerar la banalidad de la vida del hombre en la tierra, sino porque provoca una mejoría de la vida y un aumento de la felicidad.


Cada persona es un mundo diferente, que se relaciona con los otros mundos de las personas que le rodean. Y hasta el día de hoy, nadie ha recapacitado en el hecho de que yo nazco solo y me muero solo. Esas dos travesías me dejan hacerlas desnudo de compañía. Y aquí se me permite interactuar con mi familia, mis amigos, mis compañeros; pero como aprendizaje. Cada cual, en el ínterin, vive como quiere, y la más estricta prudencia indica que se debe dejar, a los personajes que te secundan en tu drama, que hagan sus papeles impecablemente. El que ha elegido ser Abel, que cumpla fielmente con su rol; el que ha venido a ser Caín, que lo haga lo mejor que pueda. Y en lo que a mí concierne, tengo la obligación de no juzgar, no criticar y no meterme en la vida ajena, salvo cuando me pidan ayuda, consejo, o parecer.






Me consuela mucho pensar que lo que le pasa a lo demás también lo han elegido ellos con objeto de tener esa experiencia. Y que también me concierne a mí. Pero de una manera colateral. No hablo de las molestias que se derivan del periodo posterior al hecho, sino del estado mental que en mí se genera y que, quiera o no, repercute también en la persona que sufre en primera persona el accidente.
Remito al lector a la panacea que utilizo para todos los hechos de la vida, buenos o menos buenos: Vivir el momento sin juzgarlo, sin criticarlo, alineándose con él. Sólo así se puede mitigar el sufrimiento que emana de mi pensamiento, y sólo así puedo contribuir favorablemente a ayudar al que sufre.


En mis muchos años de profesión, me he acostumbrado a no involucrarme en las desgracias de los pacientes. Les escucho, les aconsejo, pero no sufro con ellos ni por ellos. Es su historia, no la mía. Y las experiencias, bien es sabido que no se pueden transmitir porque cada cual quiere tener la suya. Pero como los padres, uno no se sustrae a querer que los demás sean felices, y lucha denodadamente contra la desgracia del prójimo, sin darse cuenta de que el prójimo escoge su manera de vivir, sus circunstancias y los hechos que jalonan su vida de flores o de espinas.
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