viernes, 10 de septiembre de 2010

LA CASTA

Es redundante hablar de cosas que, por sabidas, ya huelen. Pero hay que refrescar la memoria de la gente, que está un poquito anestesiada con respecto a sus ideas, sus convicciones y su sentido del deber, de la responsabilidad y de la moral.

Hablo desde mi experiencia de sesenta y dos años contados a partir de la adquisición del uso de razón, que se supone que se compra, te viene, te conceden, al cumplir los siete años de edad.


José María "El Tempranillo"


En mi época de fascista redomado, que por cierto se vivía con valores, con esperanza en el futuro –aunque sea un ejercicio que repúdio-, y con una estricta idea de la moral, no existía una ‘casta’ política como ahora. Los Ministros se extraían de la sociedad, al margen de los partidos, por méritos académicos y por currículum. Podía ser que uno de aquellos elegidos fallara en las espectativas del innombrable, pero no era lo común. Habitualmente era gente muy preparada, muy sensata y con medio de vida saneado, que no tenían ninguna necesidad de emponzoñarse robando vergonzosamente el dinero del erario, ya que no del contribuyente, porque los ciudadanos no pagaban impuestos directos a Hacienda. Los elejidos seguían viviendo en su casa de siempre, y la única diferencia estribaba en que en el portal se instalaba una pareja de la policia armada, los apelados ‘grises’ por el color de su indumentaria, que vigilaba la entrada de extraños al edificio.



Luis Candelas


Eran lo mejor de cada casa, la flor y nata: Filósofos, economistas, abogados ilustres, licenciados en políticas, que habían demostrado su capacidad y su valía en el desenvolvimiento de sus profesiones, y sus triunfos en los asuntos difíciles que les ponía la vida a su alcance. De esta manera, sus actuaciones eran meditadas, brillantes en su concepción y eficaces en sus resultados. Sólo de esta manera puede prosperar un pais: con estructuras excelentes, con una Universidad preparada, con industrias apoyadas y florecientes impulsadas por la investigación; con una enseñanza modélica que forme a ciudadanos capaces y entrenados para la Universidad; con una escala de valores y con una idea estricta de la moral, del respeto, y de la educación.



Los siete niños de Écija



No he podido hablar de lo que hay actualmente, porque en nada se parece a lo que me he referido hasta ahora. Solo un vistazo por encima nos hace ver la podredumbre actual de una ‘casta’ política en la que entran los ‘iniciados’, naturalmente, en la mentira, en la ignorancia, en la rapiña, en la ausencia de moral y en la única idea de permanecer en el poder ‘ acosta de lo que sea’. Quedan vetados absolutamente los honrados, los sinceros, los preparados y los inteligentes. Con este panorama yo recomendaría pensarlo dos veces antes de decidir, no ya a quién votar, no; antes de decidir si votar o no hacerlo, y de esta manera, no hacerse cómplice de las tropelías de esta ‘casta’.

Rompo una lanza –ya me estaban llamando al orden- por cuatro, bueno, tres políticos honrados, que me han comentado que existen en este páis, y a los que van a defenestrar de sus respectivas agrupaciones políticas, porque no aguantan su honradez y su hombría. Queda dicho.

jueves, 9 de septiembre de 2010

CANDOR INFANTIL

Un parque de cualquier capital de provincia. Los niños corretean o buscan con quién jugar. Dos padres vigilan los movimientos de sus respectivos hijos, que rondan los 4 años de edad. Por la proximidad de las criaturas, los padres, que parecen estar a lo suyo, sin embargo están atentos a la conversación que mantienen.

- Hola. Yo me llamo Juan ¿Y tú?
- Yo, Miguel.
- ¿Qué haces?
- Jugando.
- ¿Jugamos juntos?
- ¿A qué?
- A eso que estás jugando.
- ¡Pero si no estoy jugando!
- ¡Ha!
- Yo juego con mi hermano ¿Tú tienes hermano?
- No. Sólo tengo papá. Y mi mamá se ha ido de vacaciones con su amigo.




Silencio total. El padre del cotilla, que tiene el periódico a la altura de los ojos, lo baja para mirar al niño. Inclina la cabeza para observar por encima de las gafas; se queda muy quieto en esa postura. No hace ningún comentario y se vuelve a ocultar detrás del periódico.

El narrador del suceso hace esfuerzos para no desternillarse de risa y aguarda, impaciente, para contárselo a la primera persona con la que se tope.

Este es el candor de los niños, en absoluto reprochable porque dicen lo que sienten, sin juzgar la situación. Simplemente cuentan los hechos sin juzgarlos, sin calificarlos, con los ojos limpios de la inocencia. Con la sinceridad del que no tiene nada que ganar, ni qué ocultar, ni qué fingir. Simplemente su mama se ha ido de vacaciones con su amigo…






El padre calla, pero, en un instante vuelve a ver la película de los hechos: La infedilidad flagrante, la exposición de los acontecimientos, la confesión del delito, el abandono, la rabia, la ira y el odio. Ese es su problema, porque perdió su inocencia hace muchos años, el mismo día en que comprendió que la vida es una mentira encadenada con otra serie de mentiras, verdades a medias u omisiones incuestionables. Hace mucho tiempo que dejó de narrar los hechos sin la carga afectiva del juicio, de la participación y de la comparación odiosa e inutil. Ya no se considera un niño y se siente honrado por ello. ¡Qué lejos está de saber, que la inocencia es privativa de los niños! Y que cuando se pierde, se esfuma también la posibilidad de ‘entrar en el reino de los cielos’.

Mateo18, 1-5. 10,12-14.

En aquel tiempo se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?» Él llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos. ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños.





Este texto del Nuevo Testamento, no sólo es un texto cristiano, tiene todo el sentido de la reflexión, de la observación y de la crítica. Y encierra la clave del alma humana, inocente en principio, maleada después por el orgullo, la prepotencia, la defensa y el miedo. Así que, es bueno meditar sobre estos extremos, en los que los niños son nuestros maestros. Dicen los que sienten sin criticar, sin juzgar la situación. Cuando te miran sientes su mirada limpia y exenta de toda contaminación. No te juzgan, solamente te miran con la inocencia de la niñez. Por eso me gusta tanto hablar con los niños. Primero no te juzgan, y después, siempre dicen la verdad de sus sentimientos. Pero hay que cogerlos a tiempo porque se malean rápidamente.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

EL TORO DE LIDIA (Segunda entrega)

Cuando crecí, fui viendo con relativo desapego la “fiesta de los toros”; siempre de lejos y nunca con demasiada afición. Veía el peligro en cada pase, en cada par de banderillas, en cada ayudado por alto y en cada pase de pecho.

Lo que me gustaba de las pocas tardes de toros a las que acudí era el colorido, la música, el olor de los habanos y el porte de las damas que, en aquel tiempo, acudían a la plaza con mantilla y peineta. Más tarde se me iban quedando conceptos, literatura taurina y experiencias contadas por verdaderos aficionados, de los de sombrero de ala ancha, puro en ristre y pañuelo en el bolsillo superior de la americana. Todo eso junto con mis incursiones en la bastedad del Cossio, formaron mi espíritu taurino, que como el de todos los jóvenes del tiempo, se forjó a golpe de cartel, crónica taurina y rivalidad entre los espadas del momento. Todo esto te permitía opinar y expresar tus gustos sobre la materia.




Después vino la boda con la hija de un torero de cartel; de los que no se acojonaban, y cortaban orejas y rabos hasta en la Monumental de las Ventas. Y llegó el momento en el que había que adorar al santo por la peana. El torero de cartel devino en apoderado taurino de lo más selecto del panorama de los toros. Y las entradas de las corridas en las que toreaban sus poderdantes estaban aseguradas; y nunca eran más arriba de la fila tres de tendido. Y, a veces de contrabarrera.





La hija del torero era muy mona y estaba muy bien hecha, y, además la gustaba exhibirse, abrir las piernas más de lo requerido en una dama de aquellos días, y tirarse a la yugular del que osara meterse con uno de los toreros de su padre. Un día, de bronca con un policía que estaba más pendiente de la entrepierna de mi dama que del toro; otro, de lío con un gracioso que habló pestes del torero y de su apoderado, y tuve que salir en defensa de mi doncella, y otro día por ‘B’, y otro por ‘C’, me hicieron temer las entradas de los toros, e hice lo posible por no volver más.






Da para mucho estar cerca de los cultos del puro y del sombrero de ala ancha; da para mucho. Y a uno se le van pegando giros, y motes, y anécdotas; y va empezando a entender los porqués de muchas cosas que se escapan al público en general. No es que esto sea un mérito, no, sólo que posiblemente hoy en día sepa yo más de toros que muchos comentaristas de radio y de TV, revestidos de no sé qué enciclopedismo en el arte de Cúchares. No he vuelto a ir a una sola corrida de toros, desde el día en que casi me chinan la geró por una discusión taurina, en la plaza de Carabanchel. Nunca más he tenido ni la más mínima intención de acudir a la plaza a ver una corrida, ni siquiera por la patilla. Solamente veo algún pase, alguna estocada, alguna cogida por TV; aparte de eso, nada. No es que adore los toros; ni siquiera me gustan a estas alturas. Pero tampoco voy a hacer nada para que desaparezcan con todo lo que conllevan de cultura, de propaganda internacional, de turismo, de dinero, de puestos de trabajo, etc. Y los que lo pretenden, lo único que quieren es armar barullo y dar por saco, con el total beneplácito de las autoridades gubernamentales; es decir, el gobierno de la nación, que el día que se quede sin apoyos nacionalistas y separatistas, se va a quedar en pelota picada. Pero hasta que ese feliz momento llegue, para bien de España y de los que la integramos, yo no pienso descomponer la figura para acompañar a ningún ignorante en su aventura separatista, y, por ende, de ninguna veleidad antitaurina.

lunes, 6 de septiembre de 2010

EL TORO DE LIDIA

No era muy consciente de lo que estaba pasando, pero estaba seguro de que era algo bueno y muy alegre. La casa estaba llena de bolas de cristal que colgaban del techo, mi padre había colocado encima de una gran mesa una serie de figuritas humanas y algunos corderos, con verde y árboles; también había dispuesto un riachuelo cuya agua, teñida de azul, fluía por medio de una pequeña bomba. Su rumor me gustaba. Todo aquello me llenaba de gozo, pero no me dejaban echar mano de todos los muñequitos de colores tan atractivos para mí. Todo el mundo estaba contento y hacía frío en la calle. Papá encendía la caldera con leña y carbón y entonces se estaba calentito, pero la casa era enorme y por la noche se quedaba fría. Mamá me ponía una bolsa de agua caliente para caldear mi cama. Algo gordo se avecinaba.





Cada vez con más insistencia oía hablar de unos reyes que traían juguetes y regalos a los niños que se portaban bien. Me daban todo lujo de detalles. Me contaban aquello de que fueron a adorar a un niño que era Dios, y que nació en un pueblo que se llamaba Belén, y como no tenía casa vino al mundo en un corral de animales al calorcito de sus cuerpos. Porque cuando aquí hacía frío, allí donde él nació, también. Eran muy listos aquellos reyes, pero paradójicamente había que escribirles una carta diciéndoles que te habías portado bien (como si ellos que tenía vigilantes no lo supieran), pero era lo que había que hacer, escribir una carta contándoles todas tus virtudes y pidiéndoles juguetes, regalos y golosinas.

Una mañana mamá me cogió en brazos y me dijo que le íbamos a escribir la carta a los reyes. Yo garrapateaba con mucha dificultad, pero con su ayuda empecé a enumerar mis méritos y mis pretensiones. Cuando no me acordaba de algo, mamá me echaba una mano: “Y un carro de basura con su escoba y su rastrillo… y una pelota de colores…y un plumier con lápices de colores, y un disfraz de mosquetero…”






A los dos o tres días de intriga, todo el mundo estaba revolucionado porque al día siguiente llegaban los reyes. Aquella noche había que poner un poco de alfalfa para los camellos, y unos dulces y unas copitas de anís para Sus Majestades. ¡Qué nervios, por Dios!. No me podía quedar dormido. Preguntaba cada diez minutos si ya habían llegado. Me dormí por agotamiento y soñé que llegaban los reyes y que me subían a un camello y que andábamos por el desierto; pero yo me cansaba y quería volver a mi cama.

Por la mañana me despertaron unos gritos de alborozo: ¡Que ya han llegado los reyes! ¡Que han dejado un montón de regalos y una sorpresa!. ¡Hay va! ¡Una sorpresa! ¡Seguro que era para mí! Para llegar al recibidor donde habían dejado los regalos, había que ir por el pasillo, que era larguísimo; por él andaba en mi coche de hojalata, que me había regalado papá hacía una enormidad de tiempo. El pasillo estaba medio en penumbra, sólo iluminado por los balcones de las habitaciones que había a su derecha, de manera que la visibilidad no era buena, pero lo suficiente como para ver lo que había a la entrada del recibidor. Vislumbré la silueta de un animal enorme, negro, con una cabeza descomunal y unos cuernos blancos de mucha consideración. Se me encendió la luz de alarma y me meé en los pantalones. Salí corriendo y llorando, me metí debajo de la cama de papá y mamá, y, pese a las frases de consuelo de toda la familia y a las promesas de que lo habían echado a la calle y que ya no volvería nunca más, yo no salí de allí hasta que me azuzó el hambre. Ni siquiera había desayunado con la alegría de los regalos, y había estado refugiado en la seguridad de aquel espacio, cálido y oscuro, que me ofrecía ‘debajo de la cama’, donde mamá miraba siempre al irse a acostar no fuera ser que se hubiera metido algún ladrón. Hubo un momento en que me quedé dormido.







Nunca más se volvió a mencionar la anécdota del toro de cartón, que un industrial agradecido le regaló a papá para que me lo pusiera de reyes. Sí oí decir, mucho más tarde, que era una estupenda imitación de un toro de lidia, con banderillas clavadas en todo lo alto. ¿A quién se le ocurre? –pensé yo después de los años. ¿No había otra cosa menos agresiva que un toro con la cabeza levantada y luciendo unas ‘velas’ de mucho fuste?

domingo, 5 de septiembre de 2010

DISCIPLINA NECESARIA

No me gusta decir esto, pero la humanidad, o cambia drásticamente, o se encamina hacia el abismo. No es la primera vez en la historia del mundo que cae una civilización entera, y es engullida glotonamente por otra manera de pensar, de sentir y de concebir la vida. Ni mejor, ni peor, diferente, que a partir de ese momento establece unas normas rígidas que, cual férula, escayola a los ciudadanos debajo de unas normas, no sé si mejores o peores, pero estrictas; que por lo menos curan los huesos fracturados, dejando al nuevo organismo en disposición de poder comenzar a caminar, muy despacio, y después de una dolorosa rehabilitación.






En un pueblo de veraneo del levante hispano, han mandado a una señora a la UVI por reconvenir a unos adolescentes que, sin ningún temor a las consecuencias, la dieron una paliza de pronóstico reservado. Y no tenían temor a las consecuencias porque no las hay; porque no están establecidas en este final de un ciclo que sufrimos todos. Se huele en el ambiente la permisividad, la falta de castigo a los que cometen fechorías, porque no es políticamente correcto. Los jóvenes están a falta de más palos que a una estera cuando la sacuden con sacudidores de mimbre para sacarla el polvo acumulado por el paso del tiempo. La juventud campa por sus respetos sin ninguna norma, sin ningún freno moral y, desde luego sin idea de castigos, porque esa idea está anticuada y es de fachas y de retrógrados.

Muchos adolescentes, y no tan jóvenes, carecen de la idea de la proporción, de la importancia y de la medida de los castigos merecidos por acciones reprobables, que antes merecían una pena y ahora no merecen nada. Hace poco condenaron a un pariente, por vandalismo, a un pago importante para reparar los desperfectos que había ocasionado junto con otros individuos de su misma estirpe, en un autobús de transporte urbano. O pagar, o la trena por una temporadita. Los padres del vándalo en cuestión, abonaron la importante suma de dinero para que su vástago no ingresase en prisión. El comentario del psicópata fue: “Si no llegáis a pagar y me meten en la cárcel, no os vuelvo a hablar en la vida”. Yo me quedaría muy tranquilo si un individuo de esa calaña me retira el saludo. Pero, claro, los pobres padres no alcanzan a entender que es mejor una bofetada a tiempo que lamentarse toda la vida. Yo lo comprendo; también soy padre. Pero la educación ciudadana está a cargo de las autoridades y la educación moral y familiar a cargo de los padres.





Para empreñar más el asunto, los ignorantes se cargaron el servicio militar obligatorio. Era muy denostado por los progres de todo pelo y condición. Decían que no era humano. No tenían ni la menor idea de para qué servía la ‘mili’. “Les enseñan a hacer el vago” –decían los sandios. ¡Pero que bien les venían las bofetadas que les daban a falta de las paternas, en cuanto se pasaban un milímetro de lo establecido en las normas militares!. Para eso servía, para sedar al individuo y quitarle la fuerza desatada de la juventud que todo lo arroya y, de paso, acostumbrarle a ser humilde y a tener respeto a algo o a alguien, aunque fuera por las consecuencias. A nadie perjudicó hacer el servicio militar: Entre otras cosas, te preparaban para la vida y para el uso de las armas en caso de conflicto militar. Pero había que tener espíritu de sacrificio y un poquito de espíritu prusiano para pasarlo bien desde el principio. Al que no lo tenía se lo metían a golpe de ‘paso ligero’, de marchas a Peñalara con la equipación completa, de bofetadas sin posible contestación a remitente, de noches de imaginarias y de eliminación de los pases pernocta y de las visitas a casa. Pero se aprendía ¡Vaya que si se aprendía!.

La juventud está ávida de disciplina y actualmente no hay nadie que se la dé. Estoy de acuerdo en que hay juventud sana, pero en una minoría vergonzante, incapaz de decantar la balanza hacia el lado productivo, positivo y sensato. Es el final de un ciclo, y es imparable. Ya nadie va a venir imponiendo normas nuevas, porque todos están a mamar: “Hoy por ti y mañana por mí” Yo hago la vista gorda hoy, para que tú la hagas mañana.





No os asustéis, cada uno en su parcela podemos hacer que nuestro entorno sea un oasis en medio del desierto, pero hasta ahí. Tendrá que venir una corriente que, con la disciplina que la ha hecho triunfar, enseñe, poco a poco, a la gente lo que hay que hacer, decir o pensar, hasta que todo se dulcifique y todos podamos gozar de una auténtica solidaridad cívica y humana.
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