viernes, 5 de noviembre de 2010

LA ORUGA

El gusano recién eclosionado del huevo, se arrastra, repta por la hoja vegetal hasta encontrar los bordes tiernos y ahí comienza a alimentarse para iniciar su crecimiento. Cuando llega al final de su madurez como oruga, con una gran determinación, busca un lugar adecuado, empieza a segregar seda, se envuelve a sí misma, se aparta a su soledad, y sus hormonas comienzan a efectuar la transformación de su estructura; comienza entonces a efectuar la metamorfosis, de simple gusano a espléndida mariposa, capaz de volar cientos de kilómetros en pos de su destino en el que llega su época fértil en la que se apareará, fecundará sus huevos, hará su ‘puesta’, que dará origen a nuevas orugas, y morirá completado su ciclo.




¡Qué gran ejemplo de abandono a su suerte! Pero ¿La oruga se encerraría en su capullo si tuviera la capacidad de pensar razonadamente? ¿Creería en su esplendoroso futuro, si alguien se lo desvelara mientras se arrastra pesadamente por la tierra? Imposible encontrar respuestas. Pero, yo, ser humano, rey de la creación, hecho a imagen y semejanza de Dios ¿Me lo creería si alguno me dijera que tengo un increíble futuro, mucho más rutilante que el de la mariposa? Mi respuesta, sin dudarlo ni un instante, es, no. Nadie  lo aceptaría.

A mí me han pronosticado un maravilloso destino. Me han contado que dentro de mí está implantado el estigma de la inmortalidad; la impronta de la vida eterna. Destinado a arder eternamente con la llama divina sin consumirme. Vivir por toda la eternidad gozando de todas las maravillas del Universo. Pero no me lo creo. No tengo, como el gusano, la fe genética necesaria para apartarme a mi interior y gestar el cambio imprescindible para adquirir el premio de la eterna juventud; de la sempiterna felicidad.




Si tuviera la fe del tamaño de un grano de mostaza –muy pequeño por cierto–, le diría a una montaña: ¡Muévete!. Y la montaña se movería a mi mandato. Pero no tengo ni esa miaja de fe necesaria para abstraerme de mi vida aspirada por el futuro y permanecer en un presente eterno, plácido y tranquilo; lleno de la paz de Dios.

“Estoy vivo ahora, de manera que mis deseos de vida son superiores a mis deseos de muerte. Mientras siga alimentando mis impulsos de vida y rechazando mis impulsos de muerte, seguiré viviendo, sano y feliz, aquí y ahora”. Así reza la oración del mago para la inmortalidad. Hay una considerable corriente de inmortalismo en el planeta, aquí y ahora. La comparten aquellos seres que, como el gusano, sienten una férrea determinación en su capacidad para llevar a efecto su metamorfosis hacia la inmortalidad.





Déjate llevar por las suaves olas de tu presente, sin pensar en el futuro; sin preocuparte lo más mínimo por él. Instálate en el ahora, vive la vida con pasión sin mirarte lo más mínimo al ombligo, ni complacerte en pensamientos negativos de futuro, sin ni siquiera escucharlos de otras personas. Siente la desbordante alegría de vivir sustentado, alimentado y ataviado por tu Padre celestial, como sustenta, alimenta y viste, desde los lirios del campo, hasta las aves de cielo, y comparte conmigo la inmortalidad durante los próximos miles de años. Después, Dios dirá. Confiemos en Él.

jueves, 4 de noviembre de 2010

LA TERCERA

Mi sincretismo religioso y filosófico, me impulsa a coger lo que yo creo que se adapta más a mis necesidades y a las de las gente de bien que me rodea. A los demás, que les brinden oportunidades otra clase de maestros de otras esferas.

Acabo hoy con las tres grandes verdades del chamanismo. Las dos primeras ya las sabéis; la segunda la escribí ayer. Ahora le toca a la tercera y la, a mi parecer, más cruda y peor entendida: La gente sufre porque los demás se mueren. ¿Y esto tiene arreglo? Categóricamente, no. Pero puedes variar la manera de reaccionar ante el hecho de la muerte, que está presente en nuestras vidas desde que nacemos, porque cada uno nace para morir en algún momento. No sabemos ni el día ni la hora, pero tenemos por cierto que algún día va a pasar, por mucho que nos opongamos, y por muchos que finjamos indiferencia ante el asunto o nos creamos inmortales momentáneos. La verdad es que a cada momento somos realmente inmortales.




No tenemos ninguna cultura de la muerte por estas latitudes. En otras religiones toman la muerte como una cosa necesaria; y no como un final, sino como un principio de otro estado; de otra vida; de otras circunstancias. La muerte no acaba con nada, nos introduce en un comienzo, entonces ¿por qué tanto miedo? Todos tememos a lo desconocido ¿Qué pasará en el momento supremo? ¿Dolerá mucho? ¿Conservaré mi mente? ¿Podré pensar? ¿Razonaré igual que ahora? ¿Habrá alguien para recogerme?. En realidad lo más peliagudo de los argumentos es el 'cuándo' ¿Cuándo llegará el momento? Todos esperamos con pavor su llegada y vivimos aspirados por ese momento. El que más y el que menos no deja de pensar, aunque sea fugazmente, en ese instante. Pero lo desechamos inmediatamente, cruzamos los dedos y hacemos la señal de la cruz en la frente, para que nos libre Dios de los malos pensamientos. Pero el momento está ahí para todo el mundo, hasta para los que se creen inmortales y actúan como si lo fuesen verdaderamente.

En nuestra cultura católica, la muerte es el despertar a la vida eterna. En el ‘otro lado’ veremos a nuestros parientes fallecidos, que nos irán a recibir con una sonrisa de amor en la boca y un presente de amor en su corazón. Todo perfecto y maravilloso. Y si es así ¿Por qué lloramos y nos rasgamos las vestiduras ante la muerte de un conocido, un amigo o un pariente? ¿Por qué sufrimos tanto si tenemos, por artículo de fe, que nacemos al cielo y veremos a nuestros seres queridos? Posiblemente la clave está en el complejo de culpa de nuestra cultura con respecto al premio/castigo, por nuestras buenas o malas acciones.

En realidad hay que ser un santo varón para resistir las mil tentaciones que nos acosan todos los días, y, naturalmente, ‘pecamos’ mil veces por minuto, de pensamiento, palabra y obra, pero ‘pecamos’. Y eso nos hace acreedores al castigo en el otro sitio; allá en el cielo. Pero –os lo confieso– no existe el castigo. Dios no nos va a juzgar. No está ahí para eso; tiene cosas más importantes en que pensar que en condenarnos por nuestras malas acciones.





Urdió la novela de una forma más delicada, para nuestro bien y para su tranquilidad. Nos dio libertad para decidir (libre albedrio); para hacer con nuestra vida lo que queramos: desde actuar como la madre Teresa, hasta hacerlo como un terrorista asesino de cientos de seres humanos. La responsabilidad es nuestra. Y en este contexto Dios no nos va a juzgar porque sería injusto enjuiciar a alguien a quién has dado libertad para obrar. Entonces la solución es Salomónica: “Júzgate a ti mismo”. Eso aclara mi mundo, mi panorama y mi destino en el más allá. Nadie me va a juzgar, sino yo mismo. Pero con mi mente cicatera, restringida, contingente, pequeñita, me voy a juzgar muy mal; mucho peor que me podría juzgar mi Padre que está en el cielo.

La gente tiene que morir. Todos hemos de morir. Pero una cosa es eso y otra cosa es sufrir por una muerte hasta el extremo de fallecer en vida, de sumirse en la desesperación, y hasta llegar al suicidio. Cuando yo sufría tremendamente por la muerte de mi hijo, llegué a la conclusión de que no podía dar a Pablo el poder maligno de amargarme la vida. Desde ese momento me dediqué a pensar en él con amor y sin dolor.

El duelo pasa cuando comprendes que: 1.- No puedes darle el poder maligno al que se va de amargarte la vida y 2.- El que se va ha elegido voluntariamente su día y su hora , porque nada es casual y todo lo que pasa, ocurre porque tiene que pasar. Y todo en el Universo está ocurriendo con arreglo a unos parámetros de los que nadie, ni nada, se escapa ni un adarme.

El secreto, como tantos otros, está en el instante y en la absoluta confianza. Vivir el instante libera de vivir en el futuro, siempre incierto y proceloso. Y la absoluta confianza –la fe del evangelio– es la que te llena de paz y tranquilidad.

martes, 2 de noviembre de 2010

LA SEGUNDA LEY DEL CHAMANISMO

He hablado algunas veces de las causas del dolor en la humanidad, según la filosofía chamánica. Pero me he referido solamente a la primera, que es:  La gente sufre porque los demás no se atienen a su voluntad; no hacen, dicen o piensan lo que ellos quieren. La he desarrollado algunas veces explicando que nadie tiene derecho a exigir de los demás un estricto cumplimiento de sus normas de conducta. Y que viviremos mucho mejor y más felices si dejamos que el prójimo haga, diga o piense lo que le de la gana.


Agustín Delgado en una rueda de ciencia



No he especificado, sin embargo, las otras dos causas, que no tienen tampoco ningún desperdicio. La segunda es: Las cosas se acaban. También la podemos enunciar como: Las cosas cambian, para su mejor entendimiento, porque a lo que nos oponemos frontalmente –y es lo habitual– es a que las cosas cambien ni un pelo de como son. Aunque sean malas. Pero hay una propensión del ser humano a aferrarse a lo que tiene, como el cuento del lisiado que descendiendo en su silla de ruedas por una pendiente, en una carrera desenfrenada, clamaba a la Virgen: “Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy…”.

Rápidamente nos acostumbramos a todo y en cuanto nos dan un lecho procuramos hacernos el hueco a nuestra conveniencia. Y mucho cuidado con que nadie lo cambie. O los papeles en desorden encima de la mesa de despacho, o la manera de andar, hablar, vestir, comer…Cada cual tiene ‘su’ manera y se resiste como gato panza arriba a que nadie intente cambiar sus estúpidas costumbres. Que, entre otras cosas, seguro que pueden ser mejoradas.


Ceremonia chamánica


El Universo, entre sus muchas leyes, posee una ineluctable, que es la ley del cambio. Todo cambia, todo es cíclico. Y lo que hoy está arriba, mañana estará indefectiblemente abajo. Y lo que hoy es, mañana no es. Pero el ser humano se cree que está por encima de las leyes universales, y que va a ser eterno e inmortal. Y ese absurdo pensamiento, le hace aferrarse a cualquier ramita que aflore en la pared del precipicio, sin darse cuenta de que lo mejor que puede hacer, ante lo inevitable, es soltarse y rezar.

Yo siempre tengo en la retranca de mi pensamiento, la consecuencia de cualquier cosa que me pase o esté próxima a pasarme, o que yo imagine que me va a pasar. No me importa tanto el hecho en sí, como sus secuelas, que son las que van a repercutir en mi vida próxima futura. El desastre acaece, fustiga y desaparece dejando una leve huella. Las consecuencias son las duraderas y esas son las que rechazamos de plano.

Ficción: Mi hijo ha perdido su empleo y con él su forma de vida. Él lo ha perdido, yo no. El hecho es que su pérdida de trabajo va a traer consecuencias. Para él inmediatas, pero me estoy oliendo que para mí también. Rápidamente va a querer venir, por un tiempecito, a mi casa hasta que se aclare el panorama. Y yo no me voy a oponer. Soy un buen padre. Pero ¡Ay, dolor! Me va a cambiar la vida el tiempo que esté en casa, en muchos aspectos. Y eso es lo que me jode, que me saquen de mis casillas y que me cambien mis costumbres. Yo, que soy intransigente, voy a tener que adaptarme en muchos aspectos a la nueva vida, y rogar que no surjan dificultades mayores. Él tiene distintas ideas, diferente manera de vivir y otra manera de ver la vida ¡Oh, juventud que todo lo arrolla! Y el caso es que a mí me va a amargar la vida porque voy a tener que estar pendiente de él, y me va a desorganizar la casa, y se va a meter en mi vida, y me va ha a controlar mi sistema y mis horarios y… Pero eso no es real. Primero tendré que esperar a que venga (si viene), y después, como es mi casa, él se tendrá que adaptar a las normas que ya están establecidas. Y si quiere, allá él, y si no quiere, también allá él.



Agústin Delgado y su esposa Lucy
El caso es que yo me preparo para el cambio y sé que, en algunos aspectos va a ser doloroso porque me va a hacer que cambie, en cierta manera mis costumbres. Y eso es lo que a mí me estruja las suprarrenales. Como veis, en los dos últimos párrafos he escrito la palabra mí o mío, como nueve veces. Y eso es lo que tengo que evitar, mirarme tanto al ombligo, porque ahí no voy a encontrar la solución de mi conflicto existencial, que es, ni más ni menos: “No quiero que me muevan ni un centímetro de mi asquerosa rutina”.

lunes, 1 de noviembre de 2010

LES LUTHIERS

En el año 73, casi todo era diferente, y no existía casi nada de lo que hoy resulta imprescindible. Por enumerar algunas cosas: Madrid era distinto, España era diferente, había gente excelente en el sentido mental del término, no se pagaban impuestos directos, no había cerveza 0’0, ni Coca-Cola ligth. No había ordenadores familiares, no existía la vitrocerámica y los bancos intentaban empezar su política de captación masiva y de: ‘Dame tu dinero, que yo haré con él lo que me dé la gana, a cambio de nada’. Yo estaba acabando la carrera y me preciaba de tener muy buenos amigos. Se fueron, unos por unos motivos y otros por otros, y de aquellos no queda ninguno. Uno de aquellos amigos entrañables, muy admirado por mí desde que lo conocí en el colegio San José de los Hermanos maristas, allá por el año 52. Él cursaba un año menos que yo, de manera que no teníamos mucho trato; yo diría que el imprescindible. Fue más tarde, haciendo la carrera, cuando empezamos nuestra entrañable amistad. Con él aprendí a viajar, aprendí a considerar y aprendí a ponderar.


En cierto modo le tenía cierta envidia sana –jamás he sentido envidia corrosiva por nadie, ni por nada– ¡Qué viajes aquellos a París con las chicas de Filosofía! Él se las comía crudas, y yo, ni las uñas. Acabada la carrera, él se hizo psiquiatra y me echó más de dos manos en muchas ocasiones. Una de las cosas por las que amaba a aquel amigo, es porque tenía la misma capacidad de humos que yo; su mismo sentido. José Luis Alcázar Fernández. ¡Va por ti!

Ya casados ambos y con un hijo en el mundo, un día vino a casa de visita con un ‘long play’ debajo del brazo. Me lo había prometido asegurándome que me iba a tronchar de risa. Lo puso en el tocadiscos y desde que empezó hasta que acabó, no pude parar de reír. Me dolían las costillas y el estómago, había ratos que teníamos que interrumpir la audición para tomar aliento.




El disco en cuestión era de un grupo argentino, “Les Luthiers”. Todos ellos, los cinco, creativos de arte, de humor, de música y de instrumentos. Carlos López Puccio, Jorge Maronna, Marcos Mundstock, Daniel Rabinovich y Carlos Núñez Cortés, eran sus integrantes. Por suerte para todos, hoy continúan pisando los escenarios y sembrando de flores y de risas los rostros de todo el que los ve o el que les oye. El LP se llamaba “Les Luthiers. Volumen 3” y no nos dejó tranquilos hasta que no acabó.

Desde entonces he sido un rendido admirador de estos cinco monstruos que me han regalado su humor, su música y sus actuaciones. Los he visto un par de veces en directo y lo recordaré toda la vida. Como muestra de su humor socarrón y de suspense, he copiado la letra de uno de sus números llamado ‘Perdónala’. En escena aparece Marco Mundstock, que atesora una de las voces más bonitas, mejor timbradas y más personales que he oído nunca. Y mira que he sido un apasionado de la radio y de sus seriales. Sentado en una banqueta, a media luz, un facistol para apoyar el libreto, un foco cerrado sobre su figura, lee la presentación del número ‘Perdónala’, del supuesto autor Juan Sebástian Mastropiero. La presentación , en sí, está llena de humor de carcajada. Cuando acaba, entran en escena el resto de integrantes y él hace mutis por el foro.




Daniel Rabinovich, a la derecha de la escena y ligeramente separado de los otros tres, canta sus desdichas con su pareja, ayudado por las notas de una guitarra. Los amigos le escuchan y después de cada una de sus intervenciones le aconsejan, cantando apoyados por sus instrumentos. La letra es la siguiente. Empieza Daniel.




- No querría con Esther seguir viviendo.
  Lo que hizo ya no puede perdonarse.
  Que se vaya, no me agrada estar sufriendo.
  Ciertas cosas no deben olvidarse.

- Perdónala, perdónala.
  Es dulce, te fue fiel, es una dama.
  Perdónala, perdónala.
  Seguro que aun ella te ama.

- No querría con Esther seguir viviendo.
  Lo que pude perdonar lo he perdonado.
  Esa tarde, cuando ya se estaba yendo,
  Confesó que ella nunca me había amado.

- Perdónala, no obstante.
  Regresa a aquellos besos como miel.
  Esther te fue leal, te fue constante.
  Y toda la vida te fue fiel.

- No querría con Esther seguir viviendo.
  Nuestra vida fue amarga como hiel.
  Esa tarde, cuando ya se estaba yendo.
  Confesó que ella nunca me fue fiel.

- Compréndela. Ten calma.
  Fueron sólo veinte hombres hasta ayer.
  Y piensa que en el fondo de su alma.
  Esa muchacha es una dulce mujer.

- No querría con Esther seguir viviendo.
  Ya no puedo perdonar a esa muchacha.
  Esa tarde, cuando ya se estaba yendo,
  Me persiguió por la casa con un hacha.

- Tolérala, es sólo una muchacha.
  Conviene que unos días no se vean.
  Las mejores parejas se pelean,
  Y casi todas se persiguen con un hacha.

- No querría con Esther seguir viviendo.
  Mis amigos nunca fueron de su agrado.
  Esa tarde, cuando ya se estaba yendo,
  Opinó que eran todos unos vagos.

- Olvídala, debes olvidarla.
  De esa bruja por fin te liberaste.
  Pero cuéntanos antes de olvidarla,
  qué fue lo peor, lo que no le perdonaste.

- Lo último que hizo fue tremendo.
  Eso sí que no puede perdonarse.
  Esa tarde, cuando ya se estaba yendo…
  Decidió quedarse.
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