sábado, 24 de abril de 2010

LAS NEURONAS ESPEJO

Pincha en el play del cuadro de abajo y deléitate con esta maravillosa música.





He aprendido a lo largo de estos últimos 50 años, muchas verdades de la ‘paraciencia’ (‘para’, es un prefijo griego que significa, al lado de, o contra) Por tanto, paralela a la ciencia oficial; de la que se dedica a la experimentación científica y la reproducción en laboratorio de los fenómenos, antes de definirse en contra o a favor. Esa ‘paraciencia’ me ha enseñado verdades tan lucrativas para el cuerpo y la mente como: ‘Vives como piensas’, ‘vive el momento’, ‘si no te gusta lo que haces hazlo como si te gustara’, ‘ríete de ti mismo como método de sanación’, ‘No sufras por que los demás hagan, digan o piensen de manera opuesta a la tuya’, ‘Desapégate de todo y de todos’ etc.







Todas estas ‘verdades’ son puntales donde se afianza el edificio holístico: cuerpo, mente, espíritu. Pero es eso, ‘paraciencia’. Como no se apoya en experimentos y en la reproducción de éstos en laboratorio, en realidad, para el público no tienen validez. Son entelequias (en su segunda acepción del diccionario de la RAE), cosa de brujas. E pur si muove. Pero se mueve. Pero funciona. A pesar de todo, funciona. Basta con abstraerse de lo aprendido, de lo tantos años ejercido como dogmas de fe, para experimentar en carne propia los beneficios de todas las técnicas mentales, que tienden a enseñar al cerebro, por medio de la mente, el camino de la felicidad.

Redes, programa de divulgación científica dirigido por Eduard Punset. ¿Quién no conoce a estas alturas Eduard?, es el auténtico programa de transmisión televisiva, el genuino, el que cumple con el aforismo de enseñar deleitando. Y el perfecto por su dirección, realización, temas, etc. No puede ser mejor de lo que es. Y si no fuera por la estulticia de la mayoría del público televidente, que eleva al rango de magníficos, programas que son una auténtica deyección pútrida, Redes sería una bendición. Consideraciones aparte, hoy, haciendo las camas en mi dormitorio –momento durante el que enciendo la TV para ver qué puedo aprender- coincido con Eduard. Entrevista a Marco Yacovodi, neurofisiólogo italiano afincado en EEUU por razones de trabajo. Este personaje, cuyo sueldo discreto, no se acerca ni a la centésima parte de lo que cobra un deportista de elíte en ese país, ha publicado recientemente un libro llamado Las Neuronas Espejo. Su contenido versa sobre sus investigaciones sobre un grupo de neuronas del sistema límbico de nuestro cerebro, que hacen de espejo para otras neuronas espejo de otros individuos. De tal manera que, mediante la conexión de estas células nerviosas especiales, empatizamos, desarrollamos una identificación mental y afectiva con el estado de ánimo de otro sujeto. De tal manera que si entramos en un recinto ocupado por personas con un alto grado de complacencia y felicidad, rápidamente nos sentimos cautivados por el ambiente que desarrollan, con esa especial energía que transmite la gente feliz. Y por el contrario, conectamos con el ambiente de depresión de un sepelio, e inmediatamente nos sentimos deprimidos y abrumados.






Pero la cosa va a más. Yo puedo acostumbrar a esas neuronas espejo a engendrar y, por tanto, transmitir felicidad, por el simple hecho de fingir un bienestar que realmente no tengo. Si imito la mueca de la sonrisa y la mantengo por algún tiempo, me encuentro mejor que con la cara de depresión y circunstancias. Sus investigaciones han demostrado que la gente que se ríe con frecuencia, aumenta la calidad de su sistema inmunitario y, por lo tanto, enferma menos y se siente más feliz.
Todas estas pesquisa científicas, han llegado a crear una fundada esperanza en la recuperación de ‘autistas’, reeducando las células espejo para que se acostumbren a sentir atracción por sus semejantes.

Y el caso es que todo esto ya lo sabía yo desde mi primer curso de Riberthing, y comulgaba totalmente con estas teorías que, interiorizadas, ayudan a la gente a ser más feliz. No me hicieron falta experimentos, ni demostraciones científicas, me lo creí porque resonó con la vibración de mis neuronas. Sólo por eso.





“Si tuvierais la fe del tamaño de un grano de mostaza, diríais a esa montaña: ¡Muévete¡. Y se movería” “¡Sálvame, Señor, que perezco!. Hombre de poca fe ¿Por qué dudaste? Al final, todo es cuestión de fe en tus posibilidades. Pedro caminó sobre las aguas del lago absolutamente concentrado en Jesús, pero cuando el agua se encrespó y soplo fuerte el viento, se sintió desfallecer, apartó su mirada del Maestro, miró al agua y se hundió. Es un corolario que no necesita pruebas particulares, se deduce fácilmente de lo expresado con anterioridad.

La fe y las enseñanzas de los profetas e iluminados anteriores a nosotros, preceden siempre los adelantos que mucho más tarde son experimentados y abalados por la ciencia.

miércoles, 21 de abril de 2010

EL MUNDO VEGETAL

Pincha en el play del cuadro inferior y escucha a Frank Sinatra mientras lees.





Siempre que se produce la explosión de vida de la primavera, pienso en las experiencias de Baxter, que me enseñó lo que son los árboles y las plantas, cómo son, cómo sienten, y cómo lo trasmiten. Ahora miro a los árboles de una manera diferente y me permito tocarlos y acariciar sus cortezas, sus ramas y sus hojas.

Allá por los años 50. Nueva York. Comisaría de policía de un distrito periférico. Donald Baxter, policía bisoño, es el operador del polígrafo que se aplica a los presuntos, para detectar sus mentiras.







Una calurosa mañana del mes de Junio. Suda por la espalda y las axilas. No hay nada que hacer; es una época de escasez de 'malos' que llevarse al polígrafo. Se aburre. Mira en derredor. Encima de su mesa un montón de partes por clasificar sin prisa, 3 libros de investigación científica de diferentes autores americanos, el New York Times abierto por la página de deportes, y medio emparedado de pavo con lechuga. Encima de una mesa auxiliar, cerca de la ventana, dos plantas: Una aralia y un coleo. Ambas caprichosas y orgullosas. Él, al menos, las considera así. Si no les gusta el lugar de residencia, se mustian, palidecen y acaban con su existencia voluntariamente. Ama las plantas. Hubiera sido cultivador de plantas si hubiera tenido ocasión. Envidiaba a aquellas personas que le proveían de plantas de temporada en un vivero de las afueras. Él se pasaría el día hablando con las plantas y discutiendo con ellas. Tenía la intuición de que le sentían y que le oían, y hasta creía que cuando estaba triste, ellas también se ponían tristes.

Las miró atentamente y las dedicó un pensamiento de amor. ¿Qué pasaría si les aplicara los electrodos del polígrafo? –se preguntó de pasada- Desechó la idea; el pensamiento se fue. ¿Di, qué pasaría? –Volvió a insistir- Pónselos, venga, no vas a perder nada y ellas tampoco. Y, en definitiva, no tienes nada que hacer. No pierdas el tiempo y ponte a ello.







Cogió con sumo cuidado y delicadeza, una tras otra, y las colocó encima de la mesa del polígrafo. No tenía ni idea de lo que iba a hacer, pero dejó que su intuición le guiara. Le colocó dos electrodos a la aralia; lo más separados posible. Puso en marcha el aparato y le dio un vuelco el corazón. Por un instante el trazo se puso nervioso, pero, tras un momento de vacilación, se quedó quieto dibujando una línea isoeléctrica. Nada. Ninguna respuesta. Después de unos minutos de vacío mental, empezó a pensar ¿Y, si la riego? Nada. Incluso la regó físicamente. Ninguna respuesta. Miró de soslayo a la estantería que tenía a su izquierda repleta de libros de investigación policial, actas, manuscritos…Como por casualidad, puso su vista en unas tijeras que utilizaba para coleccionar recortes de prensa. Las cogió con la mano izquierda mientras se sostenía en la mesa con la derecha. Las abrió y cerró una serie de veces, emulando al peluquero de su barrio y, durante un segundo pensó, como de pasada, como en broma, como si no quisiera ni pensarlo: ¿Y, si la pego un corte que la jodo una rama? En una fracción de segundo la línea isoeléctrica que trazaba la pluma del polígrafo, se desbocó, de tal manera, que salpicó tinta en ambas direcciones del trazado. En un primer momento pensó que se había desconectado o que había habido una interferencia eléctrica. Apagó el aparato, limpió la pluma y lo volvió a conectar. Nada; falsa alarma. Pero, por qué había pasado aquello si todo aparentemente estaba en su sitio. Empezó a dar rienda suelta a su imaginación. Habrá sido la planta –pensó riéndose de sí mismo- ¿Estas tonto Donald? ¡¿Cómo va a ser la planta?!, imbécil. ¿Cómo imbécil? ¿Qué estoy tratando de hacer entonces? ¿No estoy queriendo que la planta responda a mis pensamientos? Y cuando responde pienso en otra cosa y no lo creo. Dios mío ¿Será verdad? Con las manos temblorosas y el corazón palpitante revisó todos los electrodos. Tomó en su mano derecha las tijeras, y esta vez, conscientemente, las acercó a una de las ramas de la planta y pensó: “Te voy a cortar esta puta rama para ver qué pasa contigo” No tenía valor para hacerlo; no tenía valor para mirar al polígrafo. Con el rabillo del ojo se dio cuenta de que la pluma se había vuelto loca nuevamente, y todavía saltaba frenéticamente de un lado al otro del papel, que seguía su camino ajeno al experimento. No daba crédito a lo que estaba pasando. La planta sentía, oía, le leía el pensamiento. Repitió el experimento una y mil veces con los mismos resultados: Al acercar las tijeras a la plata y pensar en dañarla, indefectiblemente, y en todas las ocasiones, se ponía a “gritar” de miedo.








Por aquel entonces había en la comisaría tres becarios encargados de hacer el trabajo sucio. Ellos también estaban ociosos. Les contó lo que le había pasado y les pidió que colaboraran con él en el apasionante experimento. Zac entró el primero en el cuarto, con las instrucciones de sentarse en la mesa, mirar ambas plantas y salir del despacho. Orson, el segundo, tomó las tijeras y cortó un trozo de rama de la aralia. El tercero, llamado Jhona, regó ambas plantas con el agua de un vaso que, a tal efecto, había dispuesto Donald encima de la mesa.

Colocaron los electrodos a ambas plantas y pusieron en marcha el polígrafo. Entró Jhona, dio una vuelta por aquel soleado y amplio recinto y salió. Los polígrafos no se movieron. El segundo en entrar fue Zac, el que había regado las plantas en su primera incursión. El resultado respecto a los polígrafos fue igual que en el caso anterior. El becario que había cortado un trozo de rama de la aralia con las tijeras de Donald, entró el tercero. Casi no le había dado tiempo a cerrar la puerta detrás de sí, cuando los polígrafos de ambas plantas se volvieron locos. No sólo le había identificado la planta lesionada por él, sino también la compañera, que, supuestamente, había sentido el dolor del ataque a su congénere.

A este experimento siguieron muchos más a partir de aquel día, y Donald Baxter se hizo famoso publicando libros y dando conferencias sobre “La vida secreta de las plantas”. Había probado, sin ningún margen de duda, que las plantas sentían, nos identificaban y se solidarizaban con nuestro estado de ánimo.

Uno de los más sorprendentes y elaborados ensayos, lo constituyó el llevado a cabo colocando una cinta continua que arrojaba camarones a una olla de agua hirviendo, en presencia de una planta monitorizada. Cada vez que un camarón caía en el agua, la planta emitía un “grito” de dolor, que se traducía en una vibración tremenda de las plumas de los polígrafos. Esto demostró que no sólo las plantas asistían con sentimientos al dolor de otras plantas, sino también de animales que sufrían en su presencia. Sorprendente y grandioso.






La Facultad de Bellas Artes de Moscú, está instalada en una zona agraria de gran extensión, y para acceder a ella, hay que caminar por una senda que atraviesa un campo de trigo. Atentos a los experimentos de Baxter en Estados Unidos, recomendaron a los alumnos que saludaran amablemente al trigo del campo de su derecha, brindándole algunas frases bonitas como: “¡Qué bien estás creciendo, hermano trigo!” o “¡Cada día estás más crecido y maduro!”. Y que despreciaran olímpicamente al trigo de su izquierda. Sorprendentemente, la cosecha del campo de la derecha fue 4 veces más abundante y de mejor calidad que la del campo de la izquierda. Sublime.

martes, 20 de abril de 2010

LA NATURALEZA

Pincha en el play del cuadro de abajo y siente la dulzura del piano.



Inspirado en un artículo de Eckart Tolle.


Necesitamos a la naturaleza para sobrevivir (cosa obvia), pero también para que nos enseñe al camino de vuelta a casa; la llave que nos abra las puertas de la prisión de nuestras mentes. Nos hemos enredado en conceptos como: hacer, pensar, recordar, anticipar, y nos hayamos perdidos en el dédalo de los problemas propios del siglo al que pertenecemos. Dentro de la naturaleza, las rocas, las plantas, los animales, conocen y ejercen un concepto que nosotros olvidamos hace milenios: ‘Estar’, permanecer en silencio, ser nosotros mismos, ubicarse donde transcurre la vida en cada instante: ‘Aquí y ahora’.

Mirar una piedra, un árbol, un animal, no significa elucubrar sobre ellos, sino, simplemente, percibirlos, darte cuenta de su existencia, sentir que están ahí. Es en ese momento, cuando te transmiten una parte de su esencia. Te hacen sentir cómo descansan en su ser, profundamente. Y cuando te das cuenta de esto, entras dentro de ti mismo también, a tu lugar ideal de descanso. Cuando pasees por la naturaleza o descanses en ella, hónrala estando allí plenamente. Cálmate, observa, oye, disfruta. Cada planta y cada animal son totalmente ellos mismos; son auténticos. A diferencia de los humanos, no son duales, no están divididos, son ellos mismos, sin artificios ni falsedades. No viven a través de imágenes mentales de sí mismos, y por eso, no tienen que preocuparse y de potenciar esas imágenes. Toda la naturaleza, todas las cosas naturales, además de estar unificadas consigo mismas, están unidad con la totalidad. No se han separado del todo reclamando una existencia independiente, reclamando el ‘yo’ como gran creador de conflictos.






No hemos creado nuestro cuerpo, y tampoco somos capaces de controlar nuestras funciones orgánicas. En tu cuerpo opera una inteligencia por encima de la mente humana. La misma inteligencia que lo sustenta todo en el Universo. Para acercarte lo más posible a esa inteligencia, tienes que hacerte consciente de tu propio campo energético interno, siente tu vida, y la presencia que te anima. Cuando sientes la naturaleza sólo a través de la mente y del pensamiento, no puedes notar la plenitud de su vida, de su ser. Únicamente ves las formas, pero no eres consciente del hálito de energía que las anima; del misterio sagrado.

Nuestra mente y pensamiento, reduce toda la naturaleza a un bien de consumo, a un medio de conseguir beneficios, o algún otro propósito de orden práctico. Sin embargo un animal, una flor, un árbol, son ellos mismos y tienen una enorme dignidad, inocencia y santidad. No se merecen que nadie comercie con ellos.

Mira más allá de las etiquetas mentales y sentirás la otra dimensión inefable de la naturaleza, que no puede ser comprendida con la mente. Verás su armonía, su espiritualidad que, además de permear la totalidad de la naturaleza, está también dentro de ti.






Tu respiración es inconsciente, no eres tú el que respiras, a no ser que te hagas consciente de ella. Entonces la harás cambiar en su frecuencia y en su profundidad. Ahora conecta con la naturaleza percibiendo tu respiración y manteniendo tu atención en ella. Esta es una práctica curativa y energética, que produce un cambio de conciencia, que te permite viajar, del mundo conceptual del pensamiento, al plano de la conciencia incondicional. Todo un regalo.

La naturaleza te enseñará y te ayudará a volver a conectar con tu ser, que no está separado de la naturaleza, porque todos formamos parte de una vida única, que se manifiesta en millones de formas en todo el Universo, que están, todas ellas, íntimamente conectadas entre sí.






Cuando reconoces la santidad, la belleza, la increíble quietud y dignidad con la que existen una flor o un árbol, tú añades algo a esa flor o a ese árbol. Pensar es una etapa de la evolución de la vida. La naturaleza existe en una quietud inocente que es anterior a la aparición del pensamiento. Cuando los seres humanos se aquietan, van más allá del pensamiento. La quietud que está más allá del pensamiento, contiene una dimensión añadida de conocimiento, de conciencia.

La naturaleza puede llevarte a la paz y a la tranquilidad. Ese es su regalo para ti. Cuando percibes la naturaleza y te unes a ella en el campo de quietud, éste campo se llena de tu conciencia. Ese es tu regalo para ella. A través de ti, la naturaleza toma conciencia de sí misma. Es como si la naturaleza te hubiera estado esperando durante millones de años para hacerlo.

lunes, 19 de abril de 2010

CURASAN O CRUASÁN

Me gusta mucho la etimología, que, como sabéis, es la ciencia que estudia el origen de las palabras. Leo frecuentemente a linguistas que me puedan orientar en mis escritos, y, entre ellos, mi preferido -¿hay otros?- es Fernando Lázaro Carreter (qepd). Ojeando su Dardo en la palabra, leo cosas curiosas como el origen de la palabra sangría, o por qué el Cruasán se llama así en castellano. Como es una estupenda curiosidad, os la trascribo íntegra.

“Se emplea para designar al croissant (‘luna creciente’), nombre con que los franceses designaron el centro vital de su desayuno, calcándolo del alemán Hörnchen (‘media luna’), nombre de un pastel al que habían dado esa forma los pasteleros vieneses, tras una victoria sobre los turcos en 1689. Como el cruasán, así pronunciado, no dice nada a un hispano, se ha establecido popularmente su vínculo con curar, y hasta con sanar y sano. Es una manera de darle sentido, pensando en las virtudes reparadoras del sublime hojaldre. Otra etimología popular hace que muchos catalanes lo llamen cruixant, asociándolo con cruixir, ‘crujir’.

A mí los cruasanes me encantan, sobre todo abiertos, untados con un poco de mantequilla clarificada (ghee), pasados por la plancha y regados con mermelada de melocotón. Luego, el moje es lo de menos, me los como a pelo. Por si alguien tiene tiempo y decisión, aquí os presento la receta de los croissant.







Ingredientes para hacer 12 croissants:

Levadura de panadería: 30 gramos. Azúcar glasé: 15 gramos. Leche: 1 dl y ½. Harina: 450 gramos. Sal: 1 pizca. Mantequilla: 180 gramos. Huevos: 2 unidades (1 para dorar el croissant con una pizca de sal).

Preparación:

En un bol, poner la levadura y el azúcar y mezclarlo con la leche tibia. Se deja reposar la mezcla durante 10 minutos.
A parte, tamizar la harina y la sal y desmigar 30 gramos de mantequilla sobra la harina.
Hacer un volcán con la harina y añadir, en el centro, un huevo batido y la mezcla de la levadura preparada anteriormente. Poco a poco, y con cuidado, se va llevando la harina hacia al centro mezclándola bien con el resto de los ingredientes.
Se va trabajando la masa con las manos hasta que empieza a tener consistencia y se puede empezar a trabajar con el rodillo.
Entonces se va añadiendo a la masa, un poquito de mantequilla blanda (se puede ablandar con la ayuda del microondas), y se continua trabajando hasta que, poco a poco, nos vamos quedando sin mantequilla.
Cuando la masa ya está bien trabajada y es homogénea, se envuelve con un trapo limpio y se deja reposar en un sitio fresco durante aproximadamente 30 minutos. Después se vuelve a trabajar ligeramente, se envuelve con el trapo nuevamente y se deja descansar durante unas seis u ocho horas.
Cuando la masa ya está lista, se divide en bolas para que todos los croissants tengan aproximadamente la misma medida, se extiende la masa de cada croissant y se enrolla para darle la forma característica.
Cuando ya los tenemos todos preparados se colocan en la placa del horno previamente aceitada y se pinta cada croissant con la mezcla de huevo batido y sal.
Se dejan reposar 30 minutos más para que la masa suba nuevamente antes de cocerlos, se pintan con el huevo de nuevo y se meten en el horno a 200? durante 15 o 20 minutos.
En caso de ser demasiada masa, es posible congelarla cruda, con lo cual solo hay que descongelarla, darle la forma y hornearla cada vez que se quieran hacer nuevos croissants.

¿Sabéis lo que yo hago? Compro una lámina de masa de hojaldre en el super, hago triángulos, los enrollo y les doy forma de media luna. Después cumplo fielmente con los últimos pasos de la receta…

domingo, 18 de abril de 2010

MIS PASTILLAS PARA LA TENSIÓN

De momento goear, que es mi servidor de música, no funciona. Tendremos que esperar que seresuelva el problema para que podamos seguir deleitándonos. Solucionados los problemas, pincha en el play del cuadro inferior y escucha mientras lees.




Estando, como estoy, en la senda del conocimiento, y empeñado en mis prédicas referentes a la mejor manera de vivir y ser feliz, que imparto a diario a todos los pacientes que tienen el aguante suficiente para escucharme estoicamente, necesariamente tengo que ser coherente y hacer lo que digo. “Haz lo que yo digo, pero no imites lo que hago” es una frase muy extendida por los cuatro puntos cardinales, y muy utilizada, de manera consciente, por miles de misioneros, evangelizadores y propagandistas. Pero nada cala más hondo en la conciencia de los humanos, que el ejemplo vivo del prójimo. Lo que más valoramos son los actos del otro y por ellos nos guiamos. En efecto: “Somos lo que hacemos, no lo que decimos”.

Las palabras se dejan llevar por el viento, y al rato, ya no queda nada de ellas. Ya no son nada. Ni siquiera toman en ningún momento carta de naturaleza. “Donde dije, ‘digo’, digo Diego”, es la intención repetida de todo el mundo, para salvar una situación complicada, una deuda o un compromiso: “A ver si nos vemos un día y tomamos unas copas”, es igual que decir “A la vuelta lo venden tinto”. Nada, filfa, nonada. Pero, si voy, voy, y no dejo en ningún momento de tener la intención de ir. Si lo prometo, me endeudo, y, a no ser por una causa de fuerza mayor, cumplo con el ofrecimiento o con lo prometido. Soy como los tratantes que sellan su pacto con un apretón de manos. En realidad no haría falta el papel escrito y firmado por ambas partes, garantía del compromiso. Pero se instauró en la sociedad precisamente porque había millones de humanos que se resistían a cumplir con sus obligaciones.





Estaba trabajando con mis pacientes. Ya había visto a una docena, y cada momento que pasaba, me encontraba, más y más, como en una montaña rusa. Unos momentos abajo, y al siguiente en una profunda sima en la que me encontraba descentrado, ansioso e incapaz de predecir lo que pasaría en el momento siguiente. La situación me estaba inquietando, y, aunque hacía lo posible por centrarme en mi trabajo, lo conseguía sólo a ratos y a duras penas. La situación empezó a ser preocupante, cuando una oleada de calor me subió de pies a cabeza y me hizo ver un gran resplandor acompañado por unos estertores en mi corazón. Luego, unos latidos muy fuertes, claridad y nueva situación de desasosiego profundo. Al terminar de ver al paciente que me ocupaba, le pedí a la enfermera que no me pasara a nadie más. Salí de la consulta y anduve los escasos tres pasos que me separaban del despacho contiguo al mío, donde estaba Ignacio. Llamé a la puerta, me abrió la enfermera y entré apresuradamente. Me debio ver muy ansioso porque, sin preguntarme, me sugirió que me acostara en la camilla y, mientras le refería mi sintomatología, ya me estaba tomando la tensión y haciéndome un electrocardiograma. El trazado era normal, pero la tensión estaba por las nubes. Ignacio me explicó que esa, sin duda, era la causa de mi estado de ánimo. Me dio una pastilla de un hipotensor de ‘última generación’, como todo lo que últimamente se supone que es lo mejor, y me vigiló mientras pasaba un rato prudencial para volver a medirme la tensión arterial.

Me empecé a encontrar bien progresivamente y mi tensión se reguló hasta cifras normales. Me recomendó que tomase una pastilla todas las mañanas y que, cada poco, me vigilase mis parámetros. Sin duda la causa del fenómeno fue mi estrés, mantenido durante mucho tiempo. Mi situación de insatisfacción y mi complejo de sentirme injustamente tratado por la vida. Por encima de todo debía de moderar este aspecto de mi personalidad, pero me dejé atrapar por el pánico y seguí tomando la pastilla para la tensión, como cualquier anciano decrépito y lleno de ajes.





Al poco tiempo se añadió a mi sintomatología una serie de palpitaciones que se fueron haciendo cada vez más frecuentes, y que me acompañaron en mi trabajo y en mis viajes, sacándome de las situaciones a cada instante. Mirándome el ombligo transcurrieron los días, las semanas y los meses. Yo seguía tomando la puñetera pastilla de la tensión que me producía unos efectos secundarios bastante acusados. No sabía si era mejor el reme dio que la enfermedad. La medicación para los extrasístoles no me hacía nada. Es más, en un primer momento los aumentó de una manera dramática. Me encontraba atrapado en la situación, sin comprender por qué, con todas mis prácticas espirituales, el trance era tan negativo para mí.

No siempre hablas para ti, pero en esta ocasión me pregunté, a viva voz, qué mierda podía hacer para salir de esta puta mazmorra donde –estaba seguro, voluntariamente- me había metido. Recordé todas mis peroratas a los pacientes en situaciones similares a la mía, y, de pronto, se me abrió la puerta de la memoria y del entendimiento. Lo primero que apareció ante mi vista con gran claridad, fue un inmenso gigante de bronce con pies de barro, sumergidos en el agua. La acción diluyente del fluido, estaba comenzando a disgregar el barro y, sin tardar mucho, mi ídolo de bronce se iba a precipitar al duro suelo. Debía, por tanto, hacer algo para afianzar la base de mis conocimientos; tenía que recordar el principio de todo, la esencia.

Mi cuerpo funcionaba impecablemente a pesar de mi voluntad. Todos sus mecanismos son involuntarios, y su esencia está muy por encima de mi mente y de mi pensamiento. Y todo formando parte de un campo unificado de conciencia, en el que el ser humano es el único disidente que quiere mantenerse separado del conjunto, produciendo un estado traumático y antinatural. Me identifiqué entonces con la naturaleza recordando las palabras de Eckart Tolle. Las plantas, los árboles, las piedras, los animales, sólo se dedican a ser ellos mismos, sin ninguna intención de controlar su situación, sin dualidad. Manteniéndose en ellos mismos con gran dignidad y con una auténtica sacralidad. Y yo: ¡Mísero de mí. Infelice! Quería controlar todo con mi pobre entendimiento. Aprendí súbitamente de la naturaleza y dejé que todo fluyera a través de mí. Sin control, dejando que todo fuese según el plan divino.



Mi decisión fue firme. Debía dejar la medicación que me tenía encadenado al sistema vacuo e inoperante de la medicina interna actual; a la medicación que, de seguir la pauta indicada por los protocolos, me obligaría a seguir tomando pastillas hasta el día de mi paso a otra dimensión. ¡Pobre ingenuo! Cuando tienes acostumbrado a tu ‘saco de mierda’ a cierto tipo se estímulos químicos, tienes que desacostumbrarlo progresivamente, so pena de sufrir las penas del purgatorio. Para ayudarme en mi duro proyecto, recurrí a la homeopatía, que nunca me ataría al ecúleo de la farmacopea médica. Por fin, dejé mis pastillas para la tensión. La mierda de pastillas que, entre otras cosas, me tenían la libido bajo mínimos.

Ya no me acuerdo cuándo abandoné el tratamiento para la tensión. Desde entonces no me la he vuelto a tomar. De vez en cuando, voy a que mi homeópata de cabecera me afine el mecanismo. Sigo con mis prácticas espirituales y meditativas. Estoy feliz de poder predicar con el ejemplo. No lo exhibo como una hazaña. Me lo guardo en un rincón de mi corazón, y lo saco, de vez en cuando, si tengo necesidad de recurrir a mi conexión con mi propio ser; con mi propia esencia.
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