miércoles, 14 de noviembre de 2012

HERACLIO


 

 
Me ves por la calle y me das las gracias. Te pregunto la razón de tu agradecimiento y me contestas que “por lo que escribo para ti y para todo el mundo”. Es la segunda vez que me haces reflexionar y que me obligas a emocionarme. Luego se me olvida. Llega una temporada en la que me dedico a otros menesteres y, momentáneamente me olvido de mi compromiso con vosotros y me voy por los cerros de Úbeda.

Es muy poco fácil mantener una comunicación frecuente con los amigos, sobre todo cuando uno tiene la cabeza ocupada con otra serie de asuntos que le roban su tiempo y sus elucubraciones, pero tengo temas de sobra para comunica. En lo que estoy ahora, se mueven mucho los egos y cada cual intenta ponerse medallas a diario, o máximo cada dos días. Como si exhibir los méritos te fuera a dar la confianza del maestro, o si te jugases una pingüe recompensa.

Imponer la voluntad propia, o al menos intentarlo, es una maniobra muy humana y salida directamente del puñetero ego. En este caso me da por repeler las ‘agresiones verbales’ haciendo un despliegue de todo mi arsenal, de toda mi experiencia y de todos mis recursos lingüísticos. Inmediatamente después de pronunciar la última palabra, me llueve encima el chaparrón de mis reproches, tiendo la mano y siento profundamente la inquina de mi ‘rival’.

Me repito una y mil veces los conceptos que he elaborado a lo largo de los años, y no puedo por menos que arrepentirme de mis arrebatos, que aunque yo sé que el arrepentimiento es inútil, al menos nos trufa de una suerte de experiencia, que olvidamos a la vuelta de la esquina, para repetir los mismos tics, decimos, venidos sin escalas de la familia del padre o de la madre.

Me lo voy a repetir para no olvidarlo:

La gente, tú, yo, sufrimos porque los demás no se someten a nuestra voluntad. Pero, una vez más os hago reflexionar –y yo trato de escucharme– sobre lo peligroso y patogénico de ese pensamiento. Los demás pueden pensar, decir o hacer lo que les dé la gana, porque de lo suyo gastan; y yo, tú, los demás, no podemos obligar a nadie –amigos, parientes, colegas, familia, pareja, hijos mayores de 21 años– a que piensen, digan o hagan lo que queremos.

Todo el mundo ha recalado en este mundo enloquecido para vivir sus experiencias; esas experiencias que les hagan crecer espiritualmente. Yo he venido aquí para eso; es el único motivo que me movió a nacer, por 123.675 vez en este bello planeta llamado Tierra, tan mortificado por nosotros y tan cabreado por ese motivo. Y es lo que tengo que hacer a ultranza, vivir mis propias experiencias, realizarme como humano y graduarme cum laude en la escuela de la vida. Y por esta sencilla razón, no puede someterme a los caprichos de nadie, a los mandatos de nadie, a las órdenes de nadie, ni a normas políticas, ni religiosas, ni morales, que resten un ápice de mi libre albedrío para actuar como me indique mi maestro interior.

Si yo obligo a alguien a hacer mi vida, a comulgar con mis ideas por la fuerza, a constreñir sus apetencias, sus compulsiones o sus deseos íntimos, le estoy forzando a vivir ‘mi’ vida y no la suya. Y en el ser humano existe un ansia de libertad, un anhelo de experiencias, que difícilmente se puede cercenar por los caprichos propios, por las conveniencias o por el absurdo miedo a la pérdida, al sufrimiento o al baldón.

Una vez más, me conmino a escuchar atentamente las imposiciones de los demás, sus intentos de tiranía velada y de estrategias de batallas, para recitar muy quedo: «Nada de lo que está diciendo este ignaro significa nada para mí» Y al mismo tiempo que pienso la frase, me froto el pecho, hago como que recojo todo lo malo de mi ser y lo arrojo con fuerza lejos de mi persona, mientras concluyo: «Fuera de mí todos estos estos sentimientos»

 
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