jueves, 12 de agosto de 2010

ARCADIA

Mi querido Vania. ¡No sabes cómo son las cosas por aquí! y no me extraña que se te desorbiten los ojos ante cada situación que vives. Yo he tardado algún tiempo en acostumbrarme a las extrañas costumbres de este país. Siempre esperando injusticias, latrocinios, altercados, memeces políticas, como en todas las naciones del mundo actual, supone un choque psicológico sumergirte en un lago de tranquilidad, sensatez, paz y concordia. Ciertamente la situación es increíble, pero, al cabo de los pocos meses, todo el mundo se acostumbra a esta nueva vida, y ya no la quiere dejar bajo ningún concepto.

Quiero contarte mi última anécdota, que te ilustrará de la forma en la que esta gente funciona, y a qué niveles de sabiduría se mueve. Hace unos días, la policía local, atrapó a unos adolescentes que estaban destrozando una papelera de plástico duro, e intentaban, como colofón de la fiesta, quemarla en una hoguera. Les mantuvieron todo el día siguiente en la cárcel por orden expresa del Sr. Juez. Y al tercer día, se instrumentó un procedimiento de urgencia, se celebró un juicio en el que declararon los agentes que detuvieron a los críos malvados, y se les condenó a prestar servicios a la comunidad, limpiando de papeles, basuras e inmundicias todos los parques de la ciudad. Los vigilaba un grupo de policías para que cumplieran fielmente con su condena. Hasta que no quedó impoluto el último reducto plantado de hierba, no se les dejó ir a sus casas. Tardaron siete días, durante los que comieron frugalmente, bebieron solamente agua, no se les permitió fumar, durmieron cinco horas y solamente descansaron una hora a las doce, y otra a las dieciocho. A las veintidós a dormir y a las seis a comenzar el trabajo. ¿Crees que les quedarán ganas de volver a delinquir contra la propiedad pública?





Hace tiempo que se prohibieron los contratos de prestación de servicios. A todo el mundo le parecían abusivos, pero ninguna autoridad, con potestad para ello, tuvo nunca la disposición de ánimo para abordar el asunto por lo impopular de la medida de cara a unas futuras elecciones. Tuvo que llegar Ricardo al poder, para que se decidiera a revisar toda esa podredumbre, que sólo beneficiaba a las empresas, despreciando principios fundamentales e inalienables como el derecho a una seguridad en el trabajo, el derecho a vacaciones pagadas, el derecho a jubilación, el derecho a enfermar y seguir cobrando tu salario, el derecho de indemnización ante un despido…Ahora ya no existen. Las empresas ganan menos, pero los trabajadores están más seguros y más felices. Naturalmente se incoan expedientes a aquellos trabajadores que no cumplan escrupulosamente con su trabajo, revisados por un tribunal formado por miembros de probada sensibilidad, sabiduría e independencia.

La mejor prueba del cambio –no te lo vas a creer- es la eliminación de intermediarios. Se han fomentado cooperativas que se encargan de la distribución y venta de los productos del campo a las grandes superficies. Esto abarata los productos, por lo menos, en un 20%. Además se han revisado los precios, después de la implantación del euro y, sin ninguna razón, se han detectado subidas de más de un 40% en el 75% de los artículos. Pero, naturalmente, no ha habido la misma subida en los sueldos. La idea era que alguien se lo estaba llevando crudo. En este caso el gobierno, cuyos miembros están penando sus tropelías en la cárcel, para que reflexionen.

Todos los miembros de los sindicatos se inhabilitaron y se eliminó la figura de “liberado”. Las subvenciones a partidos, asociaciones, ONGs y agrupaciones, afines al gobierno de turno, se eliminaron en un 100%. Y se responsabilizó a los censores de cuentas, bajo arresto mayor, de la buena marcha de las cuentas del estado.






Ricardo, que después de acreditar con su curriculum, su auténtica valía para ponerse al frente de una Nación que hacía aguas por todos los costados, formo un gobierno de sabios en cada una de las ramas de la economía, cultura, fomento, asuntos exteriores…que levantó hasta los cimientos las estructuras. Se abolieron, por inútiles y carísimas, las autonomías y se cercenaron de un plumazo las ideas nacionalistas, haciendo depender, cada una de las provincias de España, directamente del poder central, en la figura del grupo de sabios. Dotaron, ¡Cómo, no! A cada una de ellas de unos órganos de conexión con el gobierno central y con unas oficinas de gestión, con los medios informáticos, que las permitieran efectuar los trámites administrativos sin tener que desplazarse a la capital.

Se devolvió a los maestros y catedráticos de España, la libertad de cátedra y el poder pleno en la enseñanza del alumno, eliminando juntas de padres y órganos de contaminación de las instituciones libres de enseñanza. Se practicó una reforma integral de la enseñanza, en la que el alumno debía de acreditar sus actitudes para el estudio, como condición sine qua non, para estudiar bachillerato y cualquier carrera universitaria.

En las fábricas y en los negocios con personal contratado, se obligaba a los trabajadores a reciclarse mediante cursos de capacitación a cargo de la empresa. Y tenían que demostrar su celo en el trabajo, cada tres años, mediante el cumplimiento de unos mínimos objetivos, si querían renovar sus contratos. El despido de los rácanos, exaltados, o vagos profesionales, era inmediato, una vez que se pasaba por un tribunal de urgencia, formado por profesionales cualificados e independientes.

Se acostumbró a los ciudadanos a una educación esmerada en las formas, en el hablar y en el hacer, como medio de mejorar las relaciones. Y nadie consentía en la juventud ningún atisbo de zafiedad, mala educación o malas maneras.





Los medios de comunicación estaban plagados de gente competente, sana e independiente, a la que estaba prohibido hacer gala de desvíos o aptitudes sesgadas o provocadoras. Se obligaba a locutores y presentadores a hacer cursos de dicción, gramática y utilización correcta de la lengua castellana. Y la programación estaba llena de programas culturales y científicos, sin olvidar el entretenimiento y los deportes.

Como ves, después de los años de falta absoluta de educación, zafiedad, ignorancia, alineamiento y creación de ciudadanos plegados absolutamente al dinero, por el dinero y para el dinero, han nacido unas generaciones que aprecian más el ‘ser’, que el ‘tener’.

Te irás acostumbrando poco a poco. No te va a ser fácil después de tanta podredumbre. Pero si yo lo conseguí, tú también lo harás.

Arcadia: En este lugar imaginado, reina la felicidad, la sencillez y la paz en un ambiente idílico habitado por una población de pastores que vive en comunión con la naturaleza, como en la leyenda del buen salvaje. En este sentido posee casi las mismas connotaciones que el concepto de Utopía o el de la Edad de oro.

miércoles, 11 de agosto de 2010

POR NADA Y PARA NADA

Creo que he estado todos los días de mi vida trabajando. Incluso los festivos, siempre he tenido alguna actividad: cursos (recibidos o impartidos), prácticas espirituales, reuniones, literatura…,que me ha tenido ocupado. Hoy es el día en el que, después de 40 años de ejercicio profesional, cursos, prácticas y trabajos, todavía estoy enfrascado en asuntos que me absorben gran parte de mi día. Si me preguntáis ¿Hasta cuándo? Os responderé: “No me lo planteo”. Y si insistís: ¿Para qué? Contestaré: “Para nada”. Y reflexionando, añado: Nunca estaré satisfecho con mis resultados porque nunca me he planteado llegar a algún lugar concreto. Mi estado dista mucho del que puede alcanzar la plenitud, o del que se acuesta en la cama, con una pierna aquí y la otra allá, y da gracias por sentirse pleno, satisfecho y con todas sus metas alcanzadas. Creo que el motivo de trabajar y afanarse en la vida, es que no hay motivo. Yo procuro ser impecable en mi trabajo, pero, ni persigo nada con esa actitud, ni siquiera el reconocimiento de los que me rodean; cada vez me pide menos alimento el ego. Lo hago por nada.






No he llegado a ninguna parte después de todos mis trabajos, y, además creo firmemente que no hay planteamientos al respecto. Uno trabaja impecablemente, y hasta ahí. Se acabó. Las metas son frustrantes la mayoría de las veces, y el hacer las cosas por una recompensa es de lo más insatisfactorio del mundo. A esta conclusión he llegado después de muchos años de trabajo, que no me han permitido dejar de trabajar y gozar de mis posesiones. ¡Si llego a tener esa meta y me veo así, me compro una escoba y me voy a barrer el desierto del Gobi! Eso que me ahorro.

¿Los meditadores esperan recompensa por sus meditaciones?, no, en absoluto. Meditan por meditar. No esperan recibir la gracia de la iluminación. Simplemente meditan, independiente del resultado. Meditan, meditando.

La gente hace las cosas por algún motivo, siempre. Pero es mal sistema; las cosas hay que hacerlas por impecabilidad pura, sin esperar nada.

Un cuentecito, emulando al que ahora es mi referente, Jorge Bucay “El gordo”.

En un oasis del desierto, se encontraba el viejo Abdulayé de rodillas, al lado de unas palmeras datileras.





Su acaudalado vecino Alí, se detuvo en el oasis para abrevar a sus camellos, y vio a Abdulayé sudando y escarbando en la arena.

- ¡Salam Aleykum!, Abdulayé

- ¡Aleykum salam! Alí –le contestó el anciano sin dejar su tarea.

- ¿Qué haces aquí con este bochorno y con la pala en la mano?

- Siembro. –contestó el viejo.

- ¿Y qué siembras aquí, Abdulayé?

- Dátiles –respondió mientras señalaba a su alrededor.





- ¡Dátiles! –repitió Alí. Y, cerrando los ojos, echó su cabeza hacia atrás como el que ha oído la mayor estupidez del mundo-. El calor te ha debido dañar el cerebro, querido amigo. Deja tu tarea y ven a mi jaima. Tomaremos un té con hierbabuena.

- No, gracias, debo terminar la siembra. Luego, si quieres, tomaremos el té.

- Dime, amigo ¿Cuántos años tienes?

- No sé. He perdido la cuenta. Pero eso ¿qué importa?

- Mira, Abdulayé. Las datileras tardan más de cincuenta años en crecer, y sólo cuando se convierten en palmeras adultas están en condiciones de dar frutos. Yo no te deseo ningún mal, y lo sabes. Ojalá y vivas hasta los cien años. Pero tú sabes que difícilmente podrás llegar a cosechar ni un solo dátil de la palmera que hoy estás sembrando. Deja eso y acompáñame.

- Mira, Alí. Yo he comido desde mi juventud los dátiles que sembró otro, que tampoco pensó en comer esos dátiles. Yo siembro hoy para que otros puedan comer mañana los dátiles que estoy plantando hoy. Y aunque sólo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena que termine mi tarea.

- Me has dado una gran lección, Abdulayé. Déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza que hoy he recibido de ti. Y, diciendo esto, Alí sacó una bolsa de cuero de debajo de su túnica de pelo de camello y la puso en manos del viejo.

- Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasan cosas: Tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que estaba sembrando. Parecía sensato, y, sin embargo, fíjate, todavía no he acabado de sembrar y ya he recogido una bolsa de monedas, y la gratitud de un amigo.

- Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy, y quizá esta es más importante que la primera. Déjame pues que la pague también con otra bolsa de monedas.

- Y a veces pasa esto –continuó el anciano extendiendo las manos con las dos bolsas de monedas cogidas-, sembré para no cosechar y antes de terminar de sembrar, coseché, no solo una, sino dos veces.

- ¡Ya basta, Abdulayé! No sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas temo que toda mi fortuna no sea suficiente para pagarte.

lunes, 9 de agosto de 2010

MENTIRAS ARRIESGADAS




- ¡Tú, judío! ¿No te he visto yo con Jesús? ¿No perteneces a sus discípulos?

- ¿Yo? Te equivocas. ¡Jamás he visto a ese hombre, ni sé quién es, ni cómo se llama!

En cuanto el centurión le dejó en paz, Pedro salió corriendo, como alma que lleva el diablo, y se perdió entre las callejuelas con el corazón en la boca y un regusto amargo en sus entrañas a traición y cobardía.

- ¡Mientes, bellaco! ¡Has de tragarte a golpe de estoque tus falacias!, ¡Follón, mentiroso! ¡Mentirme a mí, sisebuto! ¡Mentirme a mí!, ¡Lo que más me agobia de este mundo, que me mientan! ¡Brrrrr! ¡Qué rabia!

Cuando le iba a asentar la estocada fatídica, se interpuso Diego, que paró su mandoble con su espada.

- ¡Detente, Roberto! – le dijo con un grito Tomás- No acabes con la vida de un hombre por una mentira. Yo las expelo de mi boda cien veces todos los días, sobre todo a las mujeres. Y tú no creo que me vayas a la zaga, mintiendo más que hablas. No te juegues el paraíso por una mentira más o menos. ¡Por Dios, Roberto! ¡Vale más una conciencia tranquila que mil mentiras arriesgadas!





Desde los albores de la raza humana, ha existido la mentira en boca del hombre. Ha convivido con él desde los primeros habitantes del planeta. Desde Caín, que negó la muerte de su hermano Abel. La Biblia está llena de mentiras y equívocos, que proporcionaron victorias, o, simplemente, ventaja en la acción.

Estamos viviendo entre mentiras constantes, sobre cualquier asunto, transcendente o no. A la gente no la gusta que la mientan, bajo ningún concepto. Pero el que recibe la mentira, también miente, y se queja de que le mienten. En realidad, aunque a nadie le gusta la mentira, y los adultos hacen lo posible para que los niños no mientan, lo hacen con tanta ausencia de convicción que se les ve el plumero a la primera de cambio.

Desde que nacemos, sin embargo, y a pesar de los vanos intentos de los mayores en esta materia, nos enseñan a mentir por imitación. A la mayoría de las mentiras, las personas sensatas, les llaman ‘mentiras piadosas’, pero, en realidad, son mentiras flagrantes sin apelativo y sin defensa posible. Y a veces, cuando el infante se entera de que le han estado mintiendo constantemente, se cabrea como un mono, y, en compensación, él hace lo mismos con su descendencia: Miente como un bellaco,

- Enriquito. Hoy vamos a ir a la casa de fieras, porque te vamos a enseñar a la cigüeña que te trajo al mundo.

¡Vaya pasada! ¡Iban a enseñarme a la cigüeña que me trajo al mundo, en un pañuelo atado a cuatro puntas y colgado del pico conmigo dentro! ¡Qué fantástico! ¡Voy a conocer a mi madre cigüeña, responsable de mi feliz viaje desde París, donde se supone que está la fábrica de niños! ¡No me lo puedo creer!







En una jaula enorme de barrotes de metal, con unas cúpulas redondas y puntiagudas, como las de una catedral, convivían varias especies de aves compatibles. Entre ellas, algunas cigüeñas con el plumaje sucio y descuidado, pero cigüeñas al fin y al cabo. Una de las más pequeñas y desgarbadas de la banda, me la señalaron como Blancaflor, mi ave portadora. Abrí unos ojos como platos, me quedé mudo de admiración y me sentí absolutamente identificado con aquella cicónida.

- Y, sepa usted, mi querida señora, que yo, la madre de Enriquito, no la he autorizado a decirle al niño la verdad estricta sobre los Reyes Magos. ¡Con la ilusión que le hacía creer que Melchor, Gaspar y Baltasar venían a casa con sus pajes y sus camellos rebosando juguetes y felicidad! ¡Es usted una metiche, querida amiga! ¡Por muy temprano que se le ocurra levantarse por la mañana, es usted una metiche y una cotilla! ¡Mira que decirle al niño la verdad!






Yo lo llevé muy mal durante unos días. Luego, me vanagloriaba de saber un secreto que la mayoría de niños de mi edad desconocían absolutamente. Eran unos ignorantes y unos pequeñajos. Y, además me habían dado una razón para mentir: Hacer felices a los demás.

Había cumplido los quince años. Quince hermosos años rebosantes de juventud y de curiosidad. Yo no fumaba; me lo había prohibido mi padre. Pero el resto del mundo sí lo hacía. Aquel día lo celebré fumándome medio ‘bisonte’, que, por cierto, me sentó fatal. Eche la pota en el cuarto de baño de un bar y lo dejé todo echo una mierda.

Me remordía la conciencia, y cuando llegué a casa, abrumado por el peso de mi falta, se lo confesé a mi padre. “Papá, te tengo que decir una cosa muy importante para mí. Escúchame atentamente: Hoy he fumado un cigarrillo”. Mi padre giró la cabeza para mirarme detenidamente, se quedó considerando el hecho durante breves segundos y me endiñó un guantazo que me dejó verdugones en la cara y unas ganas irrefrenables de no volver a decir nunca una verdad, en mi vida. ¡Por Dios! ¡Pues si cada vez que dijera la verdad, me iba a endiñar un guarrazo!... Naturalmente, decidí nunca más meter la mano en la madriguera. Me habían enseñado a ‘omitir la verdad’, cosa que, desde aquel día, practiqué toda mi vida.




Está claro que nos han enseñado con el ejemplo desde que hemos nacido, y, desde luego, hemos estado oyendo mentiras desde que nos funciona el sentido del oído. Hoy en día vivimos entre mentiras constantes expelidas por todos los medios de comunicación. Televisión, radio, prensa escrita. Y las mentiras de los políticos constituyen la quintaesencia de la falsificación, engaño, ficción, enredo, patraña, embuste, falsedad, trola, mendacidad, bola, calumnia, cuento. Ante este orden de cosas hay que tener claro por qué nos molesta tanto que nos mientan. ¡Pero si nos mienten en todos los sentidos y bajo todos los puntos de vista! ¡Si vivimos en una mentira constante! ¡Si hemos aprendido a mentir desde pequeños, enseñados por nuestros padres! ¿Qué coño esperamos?.






En vez de tanta mierda de campaña anti tabaco, anti taurina, anti jubilación anticipada. En vez de tanto parlamento y tanto senado lleno de mentirosos consentidos. ¿Por qué no promovemos una campaña de ‘antimentiras’? ¿La secundarían el gobierno y los medios de comunicación?

Un padre, se sienta con su hijo de seis años, para explicarle que no debe de mentir en ninguna circunstancia, ni bajo ningún concepto. En medio de la filípica, llaman al teléfono; el niño acude raudo a cogerlo, y le dice al padre: “Papá, es Claudio, el vecino de arriba” “Vaya por Dios, - dice el padre-, dile que no estoy…

PAVOR A LA SOLEDAD





- No puedo estar solo –me dijo-, tengo un miedo cerval a la soledad; parece que me voy a ahogar en ella.

- ¿Verdaderamente crees que te ahogarías si permanecieras sólo?

- Pues, no lo sé. Nunca he estado solo por más de veinticuatro horas, y ya añoraba tan profundamente a mi pareja, que parecía que me faltaba algo de mí mismo; que me habían arrancado el hígado o el bazo o el páncreas.

- Pero, sabes que eso no era cierto ¿Quieres confundirme? Nadie se muere de soledad; solamente languidece. Y a quien le pasa esto, es porque actúa en él el nivel de lo aprendido, y rememora aquellas historias de Juana la loca que murió de amor, y todas aquellas mentiras históricas. En realidad la gente no muere de amor. Mueren de despecho, de desprecio, de ridículo, de vergüenza o de pánico. Si la gente muriese de amor, sería que verdaderamente saben lo que es amar, pero ese sentimiento está, todavía, fuera del alcance de la mayoría de la humanidad.

- Bueno, pues fuera lo que fuere, a mí me faltaba algo muy importante en mi vida, sin lo que no parecía que la cosa fuera a irme muy bien.

- Te creo. Ese sentimiento lo he tenido yo, pero no es amor precisamente, es miedo ante la situación; miedo a lo desconocido; a qué va a pasar ahora si me quedo solo. Miedo, miedo, que, a veces se transforma en pánico a vivir en unas circunstancias diferentes a las que estamos acostumbrados a soportar.

- ¿Y qué hago? Tú eres el terapeuta. Va, dime ¿qué hago para salir de ese miedo y que me importe un bledo quedarme solo?

- Te lo he dicho, por lo menos, en tres ocasiones anteriores: Amar incondicionalmente.

- ¡Siempre estás con lo mismo! Cosas inaprensibles para mi mente restringida y anclada en las viejas costumbres del pasado. Sabes que no he llegado a la comprensión de la verdadera naturaleza del amor incondicional.

- Pues, te diría que eso no se aprende, se siente. Es una cosa parecida a la fe. Se tiene cuando te la regalan desde arriba, mientras tanto hay que remar en la dirección que, en cada situación, nos parece correcta. Pero me obligas a que te diga lo que es el amor incondicional.








La única forma de amor que existe en el mundo es el amor incondicional. El resto no corresponde con la palabra, se debate entre apego, costumbre, conveniencia, comercio en la relación, cariño, estima, admiración…

En toda relación existe un componente de acomodación en el cojín de plumas, y una tediosa rutina para que no languidezca y ambos no se den cuenta de la situación. Hay que buscarse subterfugios para no cortar por lo sano. Hay amistades que perduran toda la vida, sin embargo hay amigos que, en un momento determinado, casi sin discutir, se dan cuenta de que la relación se ha disuelto como un sobre de litines en agua. Y por mucho que le quieras dar vueltas, se acabó y se acabó. No queda rencor, no queda odio, no queda resentimiento, simplemente ya no hay necesidad, pasión o conveniencia, incluso ya no es divertido. Pero cuando te ves en la calle, te alegras, te abrazas y quedáis en tomar unas copas cualquier día…Se acabó la amistad, se acabó el “amor”.







Cuando sientes verdadero amor por una persona, estás deseando que sea feliz y contribuir en esa felicidad. Y hay veces que para que una persona sea feliz se tiene que sentir libre. Entonces, tu mayor contribución a su felicidad es dejarla que vuele sin sentir dolor, ni pérdida, ni desamor. ¿Es eso lo que te hace feliz? Pues tómalo, te lo doy sin pedirte nada a cambio.

En una peli que acabo de ver, uno de los protas le narra al otro las dos preguntan que le hacen a cada fiambre antes de entrar en el paraíso: La primera es: ¿Has sido verdaderamente feliz en tu vida? Y la segunda: ¿Has contribuido a la felicidad de los demás? Contribuye, por tanto, a la dicha de las personas que tienes cerca. No atosigues, no poseas, sólo apoya y aconseja, si llega el caso. De lo contrario, creo que San Pedro, no te va a abrir el portón del Paraíso.
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