miércoles, 12 de marzo de 2014

El Ayuntamiento de Miguelturra











El ayuntamiento de Miguelturra




Me contaba mi abuelo Raimundo, ya hace tiempo, cuando las laderas del páramo estaban llenas de flores en primavera, y las colmenas del Matapuercos estaban a rebosar de miel y de cera. Le pusieron el mote porque mató a un marrano al dar marcha atrás a un tractor de los primeros que se veían en la mancha. Me contaba, digo, mil historias de amor y de solidaridad. Mi abuelillo era recio y terne, y tenía buenas ideas y buen corazón. De los que ya no quedan por ahí. Cuando había que elegir alcalde todos pensaban en el hijo de la Despeñada, mi bisabuela. La pusieron el mote porque se cayó por un terraplén y salvó la vida, pero se quedó coja y medio manca. Que la podían haber puesto la coja o la manca. Pues no señor, la Despeñada

Mi abuelo accedía de buen grado a ocupar el primer sillón de la alcaldía, y allí se apoltronaba cada vez que convocaba a los ediles para decidir sobre una linde, sobre la mejor manera de apañarle el tejado al Sinforoso, que se le estaba cayendo encima, o de dónde podían sacar cuatro cuartos para arreglar la fuente de la plaza o para asfaltar el cacho de carretera que se fue a hacer puñetas con las últimas heladas del invierno. A la Diputación la tenían muy descargada de obligaciones; casi nunca le pedían nada. Sobre todo porque el Presidente era un ‘mala leche’, de los que te mandaban a cagar a la vía en cuanto no le gustaba lo que le proponían. Le pusieron de mote El Marrajo porque arremetía astuta y maliciosamente contra aquel que le molestaba en demasía y le propinaba una cornada de la que, si salía ileso, luego lo contaba a todo el pueblo.

Aquel día el alguacil fue de casa en casa avisando de una reunión muy importante, de orden del Señor Alcalde. El orden del día solamente tenía un punto: Reunir dinero para mandar a la hija del Apañao, la Rosita, a estudiar a Madrid, dadas las cualidades de bondad, memoria y sabiduría que demostraba la moza. Al padre le pusieron de mote El Apañao porque siempre que le preguntabas por la salud, por la familia, o por la vaca, torcía la cabeza, te miraba de soslayo y contestaba:  Apañao. El Apañao sobrevivía con lo poco  que sacaba de su vaca, del cachejo de huerta que le había cedido el Ayuntamiento para que pudiera vivir de ella, y de cuatro chapuzas que hacía a los vecinos, porque era muy apañao. De mandar a la niña a estudiar a Madrid, nada de nada. Ya lo pensaba, pero como no podía, se callaba y apañao. Tampoco pedía nada, ni se quejaba nunca, pero gozaba de las gratificaciones que recibía por sus trabajos y del cariño de los vecinos por su gran corazón.

Entraron todos por el zaguán de la casa del Raimundo y se sentaron en las sillas que consiguieron en cualquier rincón de aquella casona, que olía a aceite y a romero, y en una especie de cuarto para todo, que tenía el Raimundo cerca de la cocina y del corral. Cuando todos se hubieron acomodado el Señor Alcalde tomó el uso la palabra y les habló en estos o parecidos términos: «Buenas tardes, queridos y nunca bien apreciados conciudadanos» Buenas tardes –contestaron todos a una– «Os he mandado acudir a mi casa, sede del Ayuntamiento de Miguelturra, del Campo de Calatrava, Provincia de Ciudad Real, para contaros lo que ya todos sabéis y  ninguno ignora. Que la hija del Apañao tiene que ir a Madrid a estudiar porque es muy lista, y dada la circunstancia de que su padre, El Apañao, no tiene ni un guindo, habíamos pensao entre algunos vecinos, entre los que se encuentran felizmente El Morros y La Polvitos, que podíamos arrimar el hombro entre todos, para que la cría llegara a ser abogada, que, al parecer, es lo que le gusta, y a su padre también. Así que, sin más dilema procedo a escuchar, por riguroso turno,  y de izquierda a derecha, lo que tengáis que alegar». 




Los perros de El Pelahuevos –Se lo pusieron de mote porque siempre andaba rascándose descaradamente–, y ‘La Polvitos’ le dijo un día: «Como sigas así, un día te vas a pelar los huevos, criatura». Los perros, digo,  estaban tranquilos a los pies de su amo, pero la gata del Raimundo andaba dándoles por el culo. Pasaba corriendo y en su carrera desenfrenada les endiñaba un zarpazo. Poco daño, la verdad para dos mastines bragados, que además sabían cómo tenía los humos la jodida gata del Raimundo. La miraban, enseñaban el colmillo superior derecho y la despreciaban. Luego miraban  al Pelahuevos y rezongaban satisfechos con el puesto que ocupaban en la comunidad. 

La ‘Despeñada’ sacó unos vasitos de Málaga virgen y unos mantecados caseros que hicieron las delicias de los asistentes. Tanto, que todos estaban deseando a la próxima reunión en ‘La Alcaldía’, para ponerse las botas  con el Málaga virgen y los mantecados de ‘La Despeñada’. Al concluir ‘el pleno’ hicieron recuento de la recaudación que fue, números redondos de cuarenta y dos mil ochocientos reales. La niña podía permitirse el lujo de estudiar en Madrid. Y los Miguelturranos estaban satisfechos que no les cabía un piñón por el culo. Desde aquel día todos fueron padrinos de ‘La Rosita’. Y los perros del Pelahuevos siguieron aguantando a la gata del Alcalde, hasta que las palmó de un mal parto. Pero luego no tuvieron que aguantar a la gata del Raimundo, sino a los cuatro gatos del Alcalde. ¡Qué se le va a hacer! Con tal de asistir a las reuniones de la Alcaldía en las que ‘La Despeñada’ les daba unos pitracos de carne de guarro, aguantaban a los cuatro cabrones de gatos que habían heredado los genes de su puñetera madre.





EDU
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             -   «Podíais hacerme un gran favor» –oí a través del teléfono– Acabo de comprar un gato, Maine  Coon, que es una auténtica maravilla. Lo he conseguido en unos criadores de Valladolid ¿Pasáis a por él y me lo traéis?

 -        -  Encantados. Hablamos.



Era obligatorio pasar por Valladolid para ir a Madrid, así que quedamos con el criador de gatos para el sábado. Mi pareja tiene suficiente experiencia en el traslado de estos animales, así que pensamos que nuestro automóvil –escaso en capacidad– podría ser un hándicap. Los gatos en los viajes son un poco coñacito, la verdad: Se mueven constantemente en su trasportín, maúllan incesantemente, se ponen histéricos, se marean, se mean…En fin, una delicia. No obstante nos aprestamos a arrostrar todos los inconvenientes por complacer a mi hermana.

Llegamos a Valladolid, encontramos el chalet gracias al ton-ton, y una vez allí y antes de tocar el timbre, le hicimos una llamada telefónica para prevenirle de nuestra llegada, norma muy práctica para evitar sorpresas. Luismi es un chaval –y le trato así porque es bastante más joven que yo– majo, buen conversador y enamorado de los gatos. En cuanto llegamos nos empezó a enseñar las fantásticas instalaciones que había montado para tener en cada una un mínimo de seis gatos, divididos por sexos o por razas. Todo impoluto.

Después de vendernos el artículo, nos llevó a la cocina donde estaba Edu jugando con uno de sus hijos. Al ver la puerta de la libertad abierta, se escapó de la cocina escaleras arriba y hubo que convencerle para que volviera a bajar. Luismi nos leyó, íntegro, el ‘manual de instrucciones’ y se aseguró de que lo habíamos entendido. Metió al gato en su trasportín –bastante escaso por cierto– le cerró la puerta, cobró y nos acompañó hasta el automóvil.

 De momento, para iniciar el viaje, le colocamos en el exiguo espacio trasero que dejan los asientos de adelante. Allí se quedó, tranquilo, mirando a través de los barrotes. Sorprendidos por su relajación y por su silencio, Marta se decidió a abrirle la puerta. Salió sin prisas y se acomodó debajo de los asientos. Se dejaba acariciar de poco en poco y Marta le hablaba frecuentemente, no para tranquilizarle, sino para trasmitirse con él.

Al rato intentó cogerlo y acomodarlo en su regazo. La maniobra no le costó ningún esfuerzo y el gatazo no protestó en modo alguno. Se lo puso encima y desde allí empezó a mirar complacido la carretera y los coches que pasaban cerca de nosotros. Ni un suspiro, ni un murmullo, nada. Allí viajó plácidamente hasta que se le ocurrió, cuando llegamos a las casetas del peaje de la autopista, ponerse de pie y acercase a mí para olisquearme, hasta que Marta me le quitó de encima. No porque me molestase, sino por el peligro que podía entrañar conducir con un gatazo encima.

Así de sorprendente transcurrió el viaje hasta que llegamos a Somosaguas Norte. Abrimos la cancela de acceso a la finca con el mando a distancia y anduvimos los escasos 100 metros que transcurren, en suave cuesta ascendente, hasta la casa. Marta cogió al gato en brazos. Entramos a la casa por la puerta que da directamente a la cocina, sin avisar, para dar una sorpresa a María Elena.

Cuando nos vio se le puso una sonrisa de oreja a oreja, nos saludó desde lejos y vino corriendo a ver a Edu. No contábamos con la jauría: Fredy. Polka y los tres Shih Tzu. Inmediatamente vinieron a saludarnos, pero esta vez más atraídos por Edu que por nuestra presencia. Empezaron a saltar para ver qué cosa extraña traía Marta en brazos.

Edu es un gatazo de mucho cuidado. Es amable, cariñoso y tranquilo, pero no se le puede pedir que aguante a cinco perros saltando, aunque sea para jugar con él. El caso es que el pobre animal se puso a bufar y, en su intento de huir le dio un arañazo a Marta a un centímetro escaso de la esclerótica. Y como tiene unas uñas en puntas, jamás cortadas en sus escasos 8 meses de vida, le produjo una pequeña hemorragia.

María Elena cogió a Edu en brazos y, no sin dificultades, metió a los perros en un lugar donde no pudieran relacionarse con él, de momento. Estuvo huidizo –naturalmente– y en cuanto mi hermana lo llevó a su dormitorio, se metió debajo de la cama.

Como los perros duermen con mi hermana, y para evitar males mayores, nos lo llevamos a dormir a nuestra habitación. Naturalmente es un cachorro, y los cachorros son muy pelmazos. Se pasó toda la noche subiendo y bajando de la cama, olisqueando por aquí y por allá y jugando con los objetos que había encima de las mesillas.

Al día siguiente lo dejamos en la habitación, con la pretensión de ir relacionándole con los diferentes animales de la manada de la que, en lo sucesivo, iba a formar parte. El primer día, Sugar, subrepticiamente se coló en el dormitorio y estuvieron  observándose, a una prudencial distancia, durante todo el día. Como inicio de una relación no estaba mal. Al otro día mi hermana empezó a entrar, le acarició y le habló.

Nos molestó bastante tenernos que ir al pueblín dejando la cosa a medio hacer, pero las circunstancias obligan a muchas cosas que no nos gustan.

Desde aquel día mi hermana me comunica, vía teléfono, las novedades. Al principio se mostró huidizo y huraño. Escogió, como refugio, un gabanero que hay a la entrada. De allí muy raramente salía, hasta el punto de que decidió llevarle la comida y la arena. Luego, poco a poco, cuando le dio la gana –es un gato al fin y al cabo– fue saliendo y relacionándose. Lo primero que hizo, cuando se cansó de lamer sus ‘pupas’, fue comer abundantemente; después empezó a salir, y, por último, perdió la timidez y, ahora, ya duerme al lado de Fredy.

Deseamos volver a Madrid para ver si nos reconoce. Sería muy bonito para nosotros que así lo hiciera. Es un gatazo precioso y de lo más noble que he visto.
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