viernes, 4 de febrero de 2011

CREMA DE CALABAZA

Como dice René Lavand en el video de abajo: «Cuanto más suave es la caricia, más penetra». Y yo digo: «Cuanto más sencilla es una receta, más alimenta». Hoy os traigo la crema de calabaza, una receta saludable, rica y exenta de colesterol.

Ingredientes: 1/2 Kg de calabaza pelada y cortada en dados. 1/2 Kg de patata pelada, lavada y cortada en dados. La parte blanca de tres puerros lavados y cortados en rodajas. Aceite de oliva, sal, pimienta, pimentón y nuez moscada.


Los ingredientes troceados.
 
 Echar los ingredientes en una olla con agua, sal, pimentón, nuez moscada y un chorrito de aceite de oliva.








Una vez levantadas las tres marcas, cocer 5 minutos. Dejar enfríar y abrir la olla.




Después de cocidas las verduras, retirar caldo a gusto y triturar con una batidora.



Y...¡Voilá!, ya e el plato dispuesta a ser degustada.



Hay quien le añade unos quesitos, pero sin materia grasa está más salutífera. ¡Que aproveche!. Yo me he permitido decirlo pero esta frase, que todo el mundo acepta como signo de buena educación, en realidad no es correcta, ni educada.


NO SE PUEDE HACER MÁS LENTO

Leo todos los sábados el XL del ABC, donde encuentro frecuentemente cosas muy, muy interesantes. Uno de los espacios lo ocupa Carlos Herrera, tan versatil como inteligente. Desarrolla mil temas sobre mil aspectos del saber humano. Desde cocina hasta humanidades, pasando por política y economía. En el ejemplar del 30 de enero, comenta lo sublime de un prestidigitador, René Lavand, del que dice que no le falta un brazo –es manco del brazo derecho desde los 9 años de edad–, le sobra para hecer sus trucos de magia. Es tan portentoso que os lo ofrezco como una pequeña píldora de felicidad.


jueves, 3 de febrero de 2011

HIPOCONDRÍA

Sonó mi buscapersonas. Por entonces en el Hospital San Telmo no existían guardias de presencia física para especialistas y utilizaban este sistema de localización. Me puse en comunicación con la centralita. Me dijeron que debía acudir a la planta de la ‘epidemia’ a la mayor brevedad posible. Ante la masiva intoxicación por aceite de colza –en ese momento todavía no se había averiguado el verdadero agente productor de la infección-, en el Hospital habían habilitado una planta para el ingreso de los casos que surgían a diario.

Llegué en tres minutos escasos. Uno de los ingresados, un varón joven, de unos treinta años, tenía síntomas de incapacidad respiratoria grave, y el médico interno quiso contar con mi colaboración. A la zona de ingresados por la infección, había órdenes taxativas de entrar con bata estéril, mascarilla, gorro y guantes. En aquella ocasión, dada la premura de tiempo, entramos sin la más mínima protección. Un primer examen rápido me puso en la pista de un edema de glotis que estaba ahogando al paciente. La enfermera de planta me trajo con diligencia la caja de traqueostomia que teníamos preparada para solventar este tipo de casos, frecuentes entre estos pacientes. En la misma cama intenté colocarlo en hiperextensión de cuello, pero la blandura del colchón y lo escurridizo de la ropa de cama no me lo permitían. Con ayuda de la enfermera tumbé al paciente encima de una manta colocada en el suelo. Allí, entre las dos camas de la habitación, con una almohada debajo de los hombros del enfermo para facilitar la maniobra, sin anestesia, le practique la incisión profunda que, en principio debía salvarle la vida. Llegué, con relativa violencia a la tráquea y la perforé. Al introducir una cánula por el agujero practicado, el paciente empezó a toser la sangre que había penetrado en la tráquea y una bocanada de aire expandió sus pulmones.




Una vez pasada la urgencia de muerte, nos dedicamos a ligar la glándula tiroides, que seguía sangrando, y a suturar por planos para dejar la herida en condiciones de introducir la cánula definitiva, que luego sería retirada una vez que remitiera el edema.

Todo estaba perdido de sangre: suelo, manta, colcha, bata… Alguna salpicadura provocada por la tos del paciente había manchado nuestra cara. Una gota había entrado en mis ojos y otra me había penetrado en la boca. Nada me importó lo más mínimo. Cuando entré en el cuarto de baño me di cuenta de que tenía sangre en la boca. Me lavé y me enjuagué. Desde aquel momento me liberé de la aprensión de ser contagiado por la presunta infección.

Días antes, en nuestras frecuentes visitas a aquella sección del hospital, tomábamos toda clase de precauciones para evitar ser infectados. Aquella tarde y en los días que siguieron, prescindí absolutamente de toda protección y de todo el protocolo que se había desplegado. Algunos compañeros afearon mi conducta, pero yo estaba seguro que, después de la intervención de aquel paciente de la 215, me negué a contraer enfermedades supuestamente contagiosas.




Me acordé de aquel compañero de carrera que, como todos, estaba muy sensibilizado con cada enfermedad que estudiabamos, a quien tocó practicar la respiración boca a boca, sin ninguna protección, a una enferma tuberculosa que había padecido una hemoptisis. La boca se le llenó se sangre. En aquel momento perdió absolutamente la aprensión y el miedo al contagio, que ya había padecido (como el 90% de los chavales de aquella época) cuando era niño.

Hoy, con mi manera de pensar al respecto, tengo por cierto que ninguna enfermedad se contagia sin un permiso específico para ello.

lunes, 31 de enero de 2011

GRITOS Y SUSURROS

Se despertó aquella mañana con una placentera y extraña sensación. Tardó unos segundos en recuperar la memoria del pretérito inmediato y una oleada de calor invadió su espacio. Adelaide, su amada Adelaide, había accedido, por fin, a emprender un camino amoroso junto a él. Su eterna aspiración se había cumplido y, a partir de ese día, empezarían a vivir una auténtica aventura en la que exploraría sus selvas, sus desiertos, sus arroyos y sus bosques. En todos ellos esperaba encontrar la plácida tranquilidad del que ama y se siente correspondido.

La llamó por el móvil. La saludó y la hizo recordar su ardiente amor por ella. Le respondió con una sola frase de súplica: “Quiero verte cuanto antes. Te espero en mi casa impacientemente”. Cuando intentó responder ya no había nadie al otro lado de la ciudad. Desconectó inmediatamente y se aprestó a acudir a la llamada de su enamorada ciertamente desconcertado ¡Había implorado durante tantos años su amor, que ahora no sabía cómo interpretar aquella solicitud menesterosa!




Casi sin aliento, azarado, llegó a la puerta de la casa de Adelaide después de dejarse el resuello en los 60 peldaños que había escalado. No le hizo falta llamar. La puerta se abrió y en el umbral apareció ella arrebolada y medio desnuda, con unas ojeras que contrastaban ciertamente con su semblante de felicidad. Había pasado la noche en vela pensando en aquel encuentro. Ella también había deseado durante muchos años su compañía, pero no se acababa de fiar de la honestidad de las intenciones que Ricardo podía manejar con ella. Sólo la convicción de sus buenas intenciones la decidió a derribar la muralla que no le había permitido penetrar en su ciudadela. Ardía en deseos de poseer a aquel hombre objeto de sus sueños e, imaginándolo, no había podido abandonarse en brazos de Morfeo.

Se fundieron en un abrazo que confundió al tiempo. Se besaron ardientemente y, desnudos, se amalgamaron el uno con el otro en un intercambio de caricias, besos y placer.

Desde aquel día no hubo cuartel, ni imaginaron sosiego en su amor. Se buscaban ansiosos apartando el tiempo. Si ella le llamaba, él acudía presto a sus brazos interrumpiendo cualquier tarea. A veces sonaba la puerta, y allí aparecía él rebosante de amor y de deseo.

Llegaron los hijos que no fueron obstáculo en su diario amoroso. Cuando los niños se hicieron mayores buscaban cualquier momento y las más diversas circunstancias. Hacían el amor en el ascensor, en el aparcamiento, en el automóvil o en el servicio de un bareto. No pasaba ni un momento en el que uno no tuviera en su mente al otro.

Así transcurrieron los años entre mieles y lisonjas. Durante el tiempo de su relación sólo pensaron el uno en el otro con desbordada pasión; y como habían vivido escogieron morir: uno al lado del otro, fundidos en un abrazo para la eternidad. Fue en las bodas de oro cuando sus hijos les regalaron un viaje de placer a México. Allí dejaron esta existencia en el terremoto del 28 de Julio de 1957. Los encontraron escarbando en las ruinas del hotel donde se alojaban, fundidos ambos y con una sonrisa en los labios. Todavía evocan su vida en los círculos cercanos. Nadie de los que los conocieron los podrán olvidar…




Esta historia es conmovedora y quizá sea cierta; vete tú a saber…Pero dudo que le interese a mucha gente. No vende, no engancha en las mentes actuales que dos seres, henchidos de amor, lo mantengan en la misma intensidad durante toda su vida, y que mueran juntos sin haber tenido ni una sola desavenencia, ni una desgracia, ni una rencilla, ni un dime, ni un direte. Esto no vende. A la gente de hoy no le interesa ni lo más mínimo. Es una historia destinada al fracaso, al olvido y al ostracismo.

Lo que vende hoy en día son las historias de amores desgarrados, frustraciones, infidelidades, neurosis obsesivas, instintos asesinos, venganzas, depresiones y trastornos bipolares. Si Ricardo hubiera contraído un carcinoma de pene y se lo hubieran tenido que mutilar quirúrgicamente para salvarle la vida, a costa de perder el contacto sexual con su amada y ansiada Adelaide que, insatisfecho su instinto ninfomaníaco, se hubiera buscado un varón con todos sus atributos. Si él, amargado, se hubiera suicidado. Si ella, arrepentida, hubiera ingresado en un convento de Carmelitas descalzas para purgar sus pecados, eso sí que vende…

Total, he llegado a la conclusión de que lo que al lector actual de revistas del corazón, programas basura y novelas, le gusta y le pone es el morbo, el pecado, la rapiña, los complejos, lo raro, la lenidad y el cáncer. La suavidad, la ternura, la bondad, la honradez, la tranquilidad…no venden nada. No preocuparse, lo mío es lo afable.

VOLADORES Y DIÁLOGOS INTERNOS

Bárbara Alpuente escribe una columna en el semanal de ‘El Mundo’, ‘Yodona’, en la que dice que hay mañanas en las que se le mete una idea en la cabeza que da al traste con la bondad cotidiana. Los llama murciélagos. Al final escribe otra idea muy interesante que se refiere a las charlas que mantiene consigo misma y que también, la mayoría de las veces, la producen inquietud. Ambos temas me subyugan y la contesto ampliando ambos.

No podías haber expresado mejor dos de las ideas con las que maneja el chamanismo la mente humana. Hay dos sutiles diferencias, a tus murciélagos el chamán les llama ‘voladores’ y los describe físicamente como unos animalitos provistos de alas, con una especie de trompa chupadora, que vuelan alrededor de los humanos y están alerta en todo momento esperando que bajen sus defensas, por cualquier revés de la vida, para infiltrarse dentro de su espacio vital, chuparles la energía negativa y, prestándoles nuevos pensamientos luctuosos, seguir alimentando de ellos. Y en el caso de tus charlas contigo misma, las llama «diálogos internos»




Yo describo la mente humana como una gran pantalla –como la pared de un frontón– donde van a rebotar los miles de pensamientos que son capaces de llegar a nuestra cabezota. Cada pensamiento es una pelota de frontón que llega, rebota y sale impulsada con la misma fuerza que llegó. Estos que son repelidos, son aquellos pensamientos intranscendentes con los que la mente no va a poder «regocijarse». Pero cuando un pensamiento sustancioso, muy negativo, negro, atomizante y abracadabrante llega a la pared del frontón, en vez de ser rechazado, damos permiso para que penetre profundamente en la mente, y allí lo disecamos, lo estrujamos y frotamos nuestra cabeza con sus restos hasta hacernos sangre.

Existen dos técnicas para ambos casos. Para los voladores, en el preciso instante en el que el pensamiento matutino surge pujante para darnos el día: A) empiezo a rezar mantras –por ejemplo: «Om tare, tutare turí shohá»–, o a contar de 2.000 a cero en sentido inverso. B) Me hago consciente de que es un pensamiento que no es mío y repito varias veces: «Este pensamiento no es mío, fuera de mí». Y hago el ademán de ahuyentar a los voladores con las dos manos. En el caso de las pelotitas de frontón, tengo que adquirir la costumbre de ‘etiquetar’ pensamientos: Este es bueno, lo puedo pensar; este es fatal, y si sigo con él, sé que me va a fastidiar el día. Una vez etiquetado, dejo pasar al bueno y rechazo el malo. El caso es no dar entrada a pensamientos que no me van a proporcionar ningún placer; muy al contrario, me van a fastidiar. Y ya no estamos para jodiendas (perdón por el lapsus linguae).

A los pensamientos intrascendentes y a aquellos en los que me complazco les dejo jugar conmigo horas y horas. Todos los viernes compro un boleto de apuestas para los ‘euromillones’. Suele tocar un zurrón de pasta que no es normal. Y durante la semana me gasto toda la pastizarra como si ya me hubiera tocado. Y discuto conmigo mismo: No, a fulano que le den tila. A mengano le voy a forrar el riñón para que no tenga problemas en la vida. No, a perengano no le voy a dar tanto que luego se acostumbra… Y así paso grandes momentos. Claro, lo importante es que cuando llega el viernes siguiente y no me ha tocado ni una mierda, no me frustro; simplemente compro otro boleto y lo vuelvo a distribuir con arreglo a mis conveniencias.





Con respecto a tus diálogos, las ciencias chamánicas y el Rebirthing lo llaman «Diálogos internos» Y son aquellos en los que charlas contigo mismo o con otro. Cuando charlas con otro, nunca se acerca a la realidad, y cuando lo haces contigo mismo, tampoco. Así que, en lugar de establecer el «Diálogo interno», lo más práctico es vivir el momento o hacer la técnica de 180°. Para vivir el momento vasta con enfrascarse en la tarea de ese instante y hacerla impecablemente. La técnica de 180° consiste en que cuando estás contemplando un panorama aleatorio y te surge la crítica –que también te jode cantidad– o el pensamiento negativo, te giras 180° y defines lo que ves delante de ti en esa posición: ¡Hombre mi retrato del 67!. En esa época estaba algo más joven y más moreno. Acabábamos de llegar de Torreblanca del sol y mi ex cuñado, el virtudes, me lo hizo en un santiamén. Está bonito. Me gusta. Le voy a cambiar el marco para que se adapte un poco más a la decoración del resto del despacho… Y así ya se me ha olvidado el motivo de la crítica que estaba emprendiendo, o del pensamiento jodido, jodido, jodido, que me iba a perjudicar más a mí de lo que fuera de desear.

En general, cuando me levanto miro a través de la ventana de mi dormitorio y, además de darme cuenta de lo sucios que están los cristales por las últimas lluvias, doy gracias por el día que me ha tocado vivir, por todo lo que tengo y por lo que no tengo. Esto me ayuda a no pensar. Y esa gratitud que le mando al Universo, Dios, Alá, La madre naturaleza o quien quiera que esté allí arriba velando por nosotros, me la devuelven con creces. Luego, durante el día, me meto la mano en el bolsillo, toco una piedra redondita, lisa y brillante que rapiñé de un árbol de navidad del Corte Inglés y pongo otra vez en marcha mi envío de agradecimiento al Universo. Y cada vez que meto la mano en el bolsillo para coger suelto para el periódico o para atender una llamada del móvil, toco la piedra y se vuelve a poner en marcha la retahíla de reconocimientos por lo todo lo que tengo y lo que no tengo. Naturalmente la llamo «Mi piedra del agradecimiento» y no es original la idea; la copié de un libro de autoayuda.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...