viernes, 6 de agosto de 2010

¿QUE VIENE EL LOBO!

Creedme. No soy determinista. Buena prueba de ello es lo que escribo. Sin embargo me muevo, a veces, entre dos aguas. Mi sincretismo me lleva a fabricarme una mezcla que a mí me va bien y me mantiene vivo y, dos veces al día (como el reloj que estaba parado a las siete), perfecto. Y esto me lleva a creer que nosotros jugamos un papel activo en nuestra vida, pero no en el final. El final está escrito, y, por mucho que te empeñes, va a ser el que sea. ¿Dónde está la diferencia? En que tu papel activo define el camino que recorres hasta llegar al final. Puedes vivir tu vida espléndidamente, o puedes vivirla acuciado siempre por el miedo cerval a perderla.





En cuanto detectamos en alguna parte de nuestro organismo algo que interpretamos como anormal (y, por tanto, malo) acudimos a que nos lo interpreten. Y la interpretación puede estar sujeta a muchos parámetros como: la sabiduría del traductor, su experiencia, la fiabilidad de las pruebas, el momento en el que se hayan hecho, y un sinfín de factores que modelan en todos los casos los dictámenes médicos. Yo creo que pruebas analíticas y de diagnóstico por imagen, son como una fotografía instantánea: ¡Huy. Por Dios, qué mal he salido en esta foto! Naturalmente. No ha captado tu esencia porque en ese momento no eras tú mismo; no estabas afinado; no marcabas las siete en punto. Eso pasa con la mayoría de las pruebas, sólo son una instantánea que, al cabo de las horas, puede variar, a mejor o a peor, dependiendo de tus intenciones, siempre subconscientes, de cada instante.

No pongo en duda –O, sí?- la pericia de los médicos. Algunos son auténticos jugones: como Hiniesta. Pero ejercen demasiado protagonismo y le roban cámara al paciente que, en definitiva, es el que se va a curar. Yo creo que el médico debía darle más cancha al enfermo, dejarle que se cure por propia iniciativa. Pero esto es objeto de otro comentario.




El caso es que –a lo que te voy-, no te vas a morir ni un minuto antes, ni uno después, de lo que tengas señalado en tu calendario personal. Y, mientras tanto, es absurdo que te estés muriendo a diario y cagado de miedo por lo que te va a pasar, o por lo que no te va a pasar. Yo tenía una tía segunda, que era muy aprensiva y todos los días te contaba sus penas, sus dolores, y te decía que se iba a morir. Vivía permanentemente angustiada por la proximidad del patatús que le iba a provocar el último suspiro, y siempre amenazante: ¡Ya veréis como de esta no paso! ¡Ya veréis como las palmo! Falleció alegremente a los 98 años, rodeada de su hermana (que era tan timorata como ella) y de su gata, que se pasaba el día vomitando por las alfombras. En el último suspiro, le dijo a su hermana: ¿No ves, Dolores? ¡Ya te decía yo a los veinte años que las iba a espichar! ¡Yo tenía razón! Y estiró la pata.

Un día me duele aquí y otro me duele allí, pero no tengo porqué ir al médico cagando virutas cada vez que me suenan las tripas. No se me llena la boca de caca, ni pierdo credibilidad acordándome de mi último episodio de cólico nefrítico, que naturalmente me provoqué yo con mi conflicto de desarraigo, y que me obligó a llamar a mi amigo José Manuel, que acudió raudo a ponerme un par de banderillas en todo lo alto. Creí que me moría. Pero llega un momento en el que uno se resigna a su suerte y todo le importa un bledo. El caso es que llegará el final cuando tenga que llegar, pero es bastante absurdo planearse el camino como una senda de abrojos, llena de dolores y pensamientos luctuosos. ¡Vivir el momento con pasión! Es la derecha. Y si viene el cólico de una forma abrupta e inesperada, le pones remedio. Pero es bastante abstruso estar pensando en el cólico que puede venir.

jueves, 5 de agosto de 2010

VOSTIK

Había una vez, en Ucrania, un viejo piadoso y trabajador llamado Vostik. Se dedicaba a hacer trabajos a los vecinos de Lvov, su pueblo, y con ello vivía a regañadientes. Un buen día soñó que viajaba a Kiev, que encontraba un frondoso árbol debajo de un puente sobre el río Dnieper, que escavaba en su pie un pozo, y que de él sacaba un tesoro que le permitía vivir desahogadamente toda su vida. Al principio no le dio importancia, pero el sueño se repitió, idéntico, durante quince días. El mismo viaje, el mismo puente, idéntico árbol, igual tesoro. Al final, y ante la reiteración de semejante mensaje, lo interpretó como un aviso del cielo, aparejó su caballo, dispuso el equipaje y partió hacia Kiev.






Llegado a la gran ciudad, le fue complicado encontrar el árbol frondoso debajo del puente de sus sueños, ya que la ciudad de Kiev estaba dividida por el rio Dnieper, y, por tanto había numerosos puentes que lo salvaban. No obstante, al cabo de las horas localizó su puente y su árbol. Pero el puente estaba constantemente vigilado por un coracero de la guardia del Gran Duque, que ejercía su cometido con celo y dedicación. Vostik no tuvo más remedio que esperar a que el vigilante cesase en su cometido y se arrellanó a la sombre de su árbol.





El vigilante, extrañado del comportamiento del campesino durante dos días, se dirigió a él preguntándole el motivo de su conducta en aquel extraño lugar para descansar y con su montura al lado. Como Vostik no era mentiroso, no se le ocurrió mejor respuesta que la verdad, y, así, refirió al coracero su sueño en el que sacaba un inmenso tesoro de un pozo que debía practicar en el pie de aquel árbol. “Nunca me fio de los sueños, amigo. Yo llevo un año soñando que debajo de la cocina de un viejo llamado Vostik, que vive en Lvov, hay un tesoro grandísimo. ¿Debería acudir a Lvov a buscar al viejo Vostik?”




 Vostik le dio las gracias al vigilante, volvió a su casa, escavó debajo de su cocina y encontró el tesoro que allí estaba escondido desde hacía generaciones.

Como Vostik, el tesoro que busca la gente, no está en las respuestas de los demás, sino en uno mismo. Pon manos a la obra.

martes, 3 de agosto de 2010

JORGE BUCAY

Los caminos del Señor son inescrutables. Al menos eso dicen. Mira por dónde, estoy leyendo a una persona que, hace unos días, me caía sumamente antipática, por el mero hecho de ser un escritor de fama, con cientos de miles de libros vendidos en toda el área castellano parlante.

“El gordo”, como vulgarmente le llaman sus amigos y sus pacientes, es el terapeuta argentino Jorge Bucay, al que he tenido una envidia corrosiva, quizá por el simple hecho de que vive de su pluma, y, además ejerce su profesión muy dignamente.



Jorge Bucay



Como siempre que no tengo nada qué leer, respiro profundamente, dejo la mente en blanco, para que no interfiera en mi elección y hago un recorrido, a dedo alzado, por mi colección de libros. Esta vez el dedo se ha detenido en un libro de Jorge Bucay, que ni siquiera era consciente de que poseía. Posiblemente uno de esos regalos a los que no les prestas más que la atención de hacerles un hueco en la librería y olvidarte de que están ahí. Por encima de las reticencias, me pareció una elección mediocre. Sin embargo, haciendo caso a mi intuición, lo he empezado a leer. Mi lectura ha empezado siendo crítica e incisiva; buscadora de fallos, tópicos y obviedades. Pero en la página noventa no le he podido poner ni la más mínima pega a su lectura. Escritura impecable, magnífico fondo, historias muy vivas y aleccionadoras, y, sobre todo, muy oportunas. Puestos a criticar (si no me frustro) yo no hubiera elegido ese tipo de letra para sus ‘cuentos’…






Confieso que me voy a apropiar de muchas de sus historias, para contarlas a mis pacientes, o para escribirlas en este blog, esas narraciones cortas con las que, él, inyecta en la vena de sus pacientes conceptos que, de otra manera, serían difíciles de digerir. En mi próxima entrega escribiré una muestra (con su permiso), sólo conservando el fondo de la trama, pero cambiando nombres y lugares. Una historia al hilo de un caso que tengo entre manos, en el que mi paciente no cree en sus posibilidades, y siempre acude al resto del mundo para que le diga ¿qué hacer? ¿qué decir? ¿qué pensar?.

Pienso seguir apoyándome en él, en lo sucesivo, porque, ninguna de las historias que he leído hasta ahora, tienen desperdicio.





Los juicios previos, sin pruebas y sin reflexión, suelen estar, siempre, equivocados. Nos perdemos, con esta actitud, enseñanzas y situaciones muy aleccionadoras. Nunca os permitáis el lujo de emitir juicios previos, sin conocer a fondo la verdadera historia, o la verdadera vida del individuo.

lunes, 2 de agosto de 2010

MIS PREFERENCIAS

Muchas personas acuden en demanda de ayuda para sus conflictos, si saber qué quieren en realidad. Nunca se han parado a pensar qué les gustaría hacer, pensar o poseer. Cuando se lo preguntas, no saben qué contestar. De modo que, lo primero que les sugiero es que lo averigüen, escribiendo en la cabecera de cuatro folios: “Esto es lo que me gusta”. “Esto es lo que no me gusta”. “Esto es lo que quiero de la vida” y “Esto es lo que no quiero de la vida”. A este trabajo hay que entregarse; no hay que hacerlo como vulgarmente se dice: “a sobaquillo”. Así no se logra lo que se pretende, que es tener conciencia de los gustos y de los disgustos. Hay que meterse hasta el cuello en la tarea, y no parar de imaginar lo que a uno le gusta y le disgusta. Aunque muchos pensarán que lo tienen claro, en realidad, si se ponen verdaderamente a pensar, no tienen claro, nada.




La vida me enseña todos los días de mi existencia. Basta con que ponga algo de atención a mi propia conciencia y a lo que oigo en boca de los demás. Ayer se suscitó una conversación entre mi mujer y yo, en la que yo salía mal parado por mi costumbre de criticar a todo y a todos. Me quise justificar a mí mismo, y engañarme miserablemente, echándole la culpa a lo mal que me está tratando la vida, sin considerar que todo lo que me pasa es mi propia elección para aprender, para purgar y para mejorar. En ese instante, tuve la intuición de que debía escribir, en una de estas ‘entregas’, lo que no me gusta de la vida y de la gente que me rodea y, de alguna manera, me representa. Mila me hizo considerar que debía atender, más a las cosas buenas que hay en mi vida que a las malas, y, por tanto, debía escribir lo que me gusta, en vez de lo que no me gusta. Desde luego evitaba el efecto bumerán que tienen los pensamientos negativos, y, al mismo tiempo, me solazaba en mis preferencias, en vez de refocilar en mis zonas oscuras. Al fin me decidí a hacer una pirueta, que el lector va a comprender perfectamente, poniendo por escrito lo que me gusta de esta vida. Naturalmente, en aras de la brevedad que me exige el aforismo: “Si lo bueno, breve, dos veces bueno”, no escribiré todo, pero sí gran parte de lo que en estos días me acucia.




Me gusta levantarme por la mañana y dirigir mi primer pensamiento a Dios, para agradecerle lo que tengo y lo que no tengo. Me gusta volverme y contemplar el rostro dormido de mi compañera. Me gusta preparar el desayuno pensando en los miembros de la familia. Me gusta escuchar una radio intranscendente, que no me cree problemas desde por la mañana, o escuchar música clásica. Me gusta ponerme a escribir en el ordenador, pensando en mis lectores, y en la manera de transmitir mis ideas y mi pensamiento positivo. Me gusta pensar que el día es claro y la mente está serena. Me gusta sentarme a meditar, aunque sean veinte minutos. Me gusta comer frugalmente y muy seguido. Me gustan todos los alimentos, con tal de que estén dignamente preparados. Me gusta la gente que piensa en mí y me manda sus e-mail. Me gusta leer sobre temas esotéricos y charlar con personas con mis mismas ideas, con las que comparto sin discutir. Me gusta escuchar y callar, en vez de meter baza con cualquier pretexto, ni siquiera cuando tengo algo interesante que contar de mí mismo. Me gusta dar la razón a la gente, aunque no la tengan; no creo que les convenza y pierdo el tiempo. Me gusta ayudar cuando me piden ayuda. Me gusta mantenerme al margen cuando no me la piden. Me gusta ser cortés y educado, comer correctamente, dar mi mejor olor, mi mejor sabor, mi mejor sonido. Me gusta alagar a la mujer, y, la mayoría de las veces lo siento desde dentro. Me gusta la mujer por cualquier detalle; no hace falta que sea guapa, ni tenga excelentes hechuras. Me gustan los niños porque no mienten cuando miran, ni te juzgan, ni te compran; se limitan a ser ellos mismos.






Me gustan los animales dóciles y simpáticos, que se restriegan contra mi pierna y me mueven el rabo en señal de saludo y afecto gratuito. Me gusta dar sin recibir nada a cambio. Me gusta la gente íntegra y verdadera, que llama al pan, pan, y al vino, vino. Me gusta la gente que cree en Dios, máximo hacedor; del que, próximamente, se demostrará científicamente su plena existencia. Me gusta la gente honesta que no tiene que mentir para lograr el apoyo de los demás. Me gusta la gente impecable que hace las cosas de la única forma que se pueden hacer las cosas, bien. Me gusta la gente reflexiva a la que le gusta más ser que tener. Me gusta la gente que decide de corazón y no con el mondongo. Me gusta la gente que decide con la sabiduría y apoya sus juicios en el estudio profundo del tema a decidir. Me gusta la gente que te dedica una sonrisa. Me gusta la gente que habla a los demás de ‘usted’, a no ser que se pacte el ‘tuteo’, o que sea obligado por el conocimiento previo. Me gusta la gente que no hace juicios previos. Me gusta la gente que apuesta por el estudio y el trabajo. Me gusta la gente que arriesga su dinero para producir riqueza y dar trabajo a los demás. Me gusta la gente que gana el pan con el sudor de su frente. Me gusta la gente justa y ecuánime. Me gusta la gente independiente, que no se pliega a una ideología, a una religión, o a un partido. Me gusta la gente que demuestra su autoridad con hechos demostrables, con sabiduría y experiencia. Me gustan los jefes que lo son de verdad y que lo demuestran con sus actuaciones. Me gusta la gente que innova, yendo por otros caminos, que los ya trillados. Me gustan los científicos abiertos a otras posibilidades. Me gustan los médicos que acompañan al paciente en su proceso, y no quieren ser los protagonistas. Me gustan los médicos que citan al paciente a la hora justa que lo empiezan a ver. Me gustan los médicos que se declaran ignorantes de la mayoría de los aspectos de la medicina interna.



Gustavo Dudamel (Director de orquesta Venezolano)


Me gustan los farmacéuticos humildes que no se permiten el lujo de recetar a pie de farmacia. Me gustan los colegas que le apoyan a uno en sus procesos, sin llamarse ‘andana’ (excusándose de obligaciones o de cumplir castigos). Me gustan los colegios profesionales que sirven para algo más que para cobrar las cuotas de los afiliados. Me gustan los jueces con sabiduría para juzgar con justicia y equidad. Me gustan los jefes que se dejan la piel por sus subordinados. Me gusta el amor incondicional. Me gusta el sexo apasionado y lleno de sentimientos, no sólo carnales, sino espirituales. Me gustan las puestas de sol y los amaneceres. Me gusta la música de Mozart…

domingo, 1 de agosto de 2010

DESLIZAMIENTO


Como queriendo remachar en la idea de la innovación, esta mañana me ‘han’ demostrado que las cosas no son como parecen, como nos han enseñado, y como nos imaginamos que son. Mi escrúpulo me induce a extremar la limpieza de mi cuerpo, así que utilizo muy a menudo el bidé. Es uno de esos que tienen tapa. Siempre me ha gustado que el bidé tenga tapa. El primero que vi me pareció un recipiente práctico y maravilloso que, a su función higiénica unía la de colocar revistas, libros, recipientes de líquidos para el aseo personal, etc. No obstante, la tapa no sólo sirve para colocar cosas, remodela el objeto dejándolo algo más atractivo que destapado.





El jabón es imprescindible para completar el aseo de las partes pudendas, y los jabones en espray no dejan que la tapa caiga sobre el recipiente. Por tanto, hace tiempo que decidí utilizar una pastilla de jabón. Pero, cada vez que la pastilla se humedece, su superficie de disuelve ligeramente y resbala por la superficie de la loza. Una y mil veces la colocas en su sitio, y una y mil veces resbala hasta caer en el recipiente. En casa de mis padres, había una pequeña plataforma de un material parecido al plástico, con unas pequeñas púas por una de sus caras, para que no se deslizara el jabón, y por la otra algún artilugio que hacía que la pieza no resbalara. Por más que he buscado en algunos almacenes no ha habido medio de encontrar aquel práctico artilugio para que el jabón no resbale.




Cuando utilizo el bidé, tengo que esperar a que a la dichosa pastilla de jabón le dé la gana quedarse en el sitio donde la pongo. Y así dos o tres veces al día. Siempre se resbala por la pequeña pendiente que hace la loza, y siempre acaba cayéndose; si no hacia el seno del bidé, hacia el suelo. No os vais a creer que, una de ellas, en su loca huida de la loza, cayó por detrás, rebotó en las cañerías y se metió por el hueco que estos aparatos sanitarios tienen por detrás para que entren los tubos, etc. Allí se ha quedado. Para sacarla tendría que armar un jaleo que no me compensa, para salvar a menos de media pastilla de jabón, que, entre otras cosas, se va a volver a caer una y mil veces.






Esta mañana, al intentar asentar la pastillita de jabón en la superficie del sanitario, y resbalarse tres o cuatro veces, mi cólera me ha impulsado a coger la puñetera pastilla (que no tiene la culpa de nada) y darla un golpe contra el bidé. Como por arte de magia, el jabón se ha quedado en su sitio. Maravillado, he probado a repetir la suerte y he ensayado con distintas intensidades. He llegado a la conclusión de que basta una ligera presión del jabón sobre la loza para que éste no resbale. ¡Tiempo y tiempo luchando con el jabón y basta ejercer una ligera presión hacia abajo para que se quede en su sitio sin moverse!. Realmente había una manera, por supuesto distinta de cualquier cosa que hubiera surgido en mi pensamiento hasta ahora, pero la había. Y era tan sencilla como ejercer la ligera presión sobre la pastillita de jabón.






Utilizamos mil cachivaches para hacer las cosas más tontas e insospechadas que, posiblemente tengan una forma más sencilla y más útil de hacerlas, quizá con mejores resultados. Hemos aprendido a hacer las cosas empíricamente, por la experiencia de los demás, y nunca se nos ocurre darle vueltas a la vida como a los cubos de Rubik, hasta colocar los colores en su sitio. Pero además, hay patrones diferentes que no sólo consisten en disponer las caras del cubo de un color uniforme. Así es la vida. Hemos aprendido a no pensar en las cosas porque creemos que otras personas, antes que nosotros, han pensado ya. ¿Para qué molestarse? Sin embargo hay atajos, veredas y vericuetos para llegar al camino de siempre, sólo tenemos que buscarlos y aparecerán.
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