Me impresionó en mi
época de estudiante, durante mis estudios de psiquiatría con el Dr. Vallejo-Nájera,
la historia de Freud y sus teorías sobre el sexo. A raíz de estos conceptos
dejé de sentirme como un bicho raro y me mezclé con todo el mundo en esta
materia. Ya no era diferente, la mayoría
de la gente también se sentía impelida por el motor poderosísimo del sexo. El
sexo dejó de ser un pecado para constituirse, dentro de mí, en un hacedor de vida
y en un milagro... (Un milagro sublime en aquellos años era poder practicarlo).
La única diferencia con
los animales, es que estos tenían unas épocas activas y los humanos extendíamos
el tiempo, hasta no dejar ningún periodo de calma sexual y reproductiva. La libido
en el ser humano no tenía valles en la línea abscisas, sólo había una línea continua,
allá arriba, en lo más alto del eje de ordenadas.
Mis consideraciones
acerca del sexo y de su práctica cambiaron decisivamente cuando estudié que
había civilizaciones en las que la homosexualidad era una práctica rampante y
consentida. En otras era normal practicar sexo con personas de otro sexo desde
la más tierna infancia. En otras, la mujer núbil admitía en su cama, cada noche,
a un muchacho distinto; aquel que hubiera llamado primero a su puerta. Y en
otras –para no alargar el asunto hasta
el infinito–, el varón que podía, mantenía a más de un mujer, con las que folgaba
periódicamente, con el beneplácito de ellas.
Mi carácter en materia
de relación eran los celos patológicos, que me impulsaban a la exclusividad de
la pareja ¡Cuánto he sufrido por esta causa! Veía sombras de adulterio por
todas partes, y penaba las consecuencias del asunto. Mi mujer, para mí, era
sólo mía y de ninguno más. Ella no podía mirar a otro hombre, y mucho menos sonreírle.
No podía salir de casa sin que yo me enterase, con pelos y señales, de a dónde
y con quién iba. Me dejaba el teléfono de sus amigas y yo, como no queriendo,
la llamaba varias veces…
Un auténtico suplicio
para ella. Un auténtico desastre para mí, que, por otra parte, me solazaba con
la primera mujer que me plantaba cara. Si
ella hacía algo reprobable era una puta; si yo cometía adulterio, mi proceder
era festejado por todos mis amigos y conocidos. Lo de siempre: El macho hispano
y carpetovetónico; una cochambre, un imbécil de salón porque, si ella hubiera
querido –nunca me lo planteé– me hubiera puesto los cuernos por delante y por
detrás todas las veces que la hubiera dado la gana.
¿Qué ganaba yo con
estar investigando todo el día? ¿Qué ganaba yo con insultarla y denigrarla
hasta lo más bajo, contándole a mi hijo de corta edad, lo que yo creía que
hacía con sus amantes? ¿Conseguía su consideración, su respeto, su admiración
en algún sentido? Muy al contrario, cada día me odiaba más y se sentía más
vituperada, más ofendida y más insultada.
Aunque era el padre de
sus hijos y me quería en el fondo, llegó un momento en el que no pudo aguantar
más y se metió en un procedimiento de divorcio, del que ambos salimos muy
perjudicados. Y los niños tuvieron que sostener, sobre sus hombros, la pena de
ver a su padre y a su madre alejados y odiándose profundamente.
Es inútil arrepentirse
de lo pasado. El pasado ya pasó, no me puede afectar. Pero es imprescindible
aprender de nuestras acciones equivocadas, y creo que yo estuve muy equivocado
en mi proceder con ella.
Con mi segunda mujer mi
carácter no cambió, seguí ejerciendo de celoso, estúpido y engreído. Y ella acabó
hasta la coronilla de mis bobadas. Un día me dijo, a bocajarro: «¡No seas
idiota. Goza de mí cuando me tienes, y no pienses lo qué hago cuando no me
tienes!» Aquella frase, inteligente y muy sentida, me hizo, en un instante,
cambiar todos mis parámetros acerca de los celos, el sexo y la relación pareja.
Hoy, a pesar de todo,
me considero como un tipo elástico, consentidor e incondicional en materia de
amor. No vigilo a mi pareja. Igual que yo podría plantearme un ‘polvo
descremallerado’ con otra mujer, no me extrañaría que ella tuviera las mismas
apetencias. Las comprendo y las tolero. Cuando me cuenta algún escarceo con
otro hombre, las gozo, y mi amor por ella se acrecienta. Estoy empezando a
degustar las mieles del ‘amor incondicional’: aquel amor que no entiende de
sexo ni de egoísmo, sino de complacencia, respeto y libertad.
¡Qué lástima que no
hubiera entrado en estas consideraciones mucho antes! Pero, tanto el carácter,
como la inteligencia y la tolerancia, necesitan tiempo para acrisolarse en la
experiencia. Y eso sólo se consigue a fuerza de años, o de bofetadas. Hoy soy
el príncipe azul que cada mujer sueña encontrar en su vida. Pero creo que ya es
tarde, me voy a tomar un par de copas de absenta y me voy a la cama…