domingo, 15 de noviembre de 2009

RESPETO Y TOLERANCIA PARA LAS MINORÍAS


RESPETO Y TOLERANCIA PARA LAS MINORÍAS

15.11.09


El padre se está afeitando. La cosa no puede producir extrañeza si no es porque lo está haciendo con una navaja barbera, de las de antes de la guerra; de las que cortan un pelo en el aire. Vamos, de tomo y lomo. O, lo que es lo mismo, que es muy grande e importante. El hombre era diestro en estas lides. Su padre, fallecido de un entripado, fue barbero de postín; de los de antes, de los que afeitaban un huevo. Y le había enseñado al hijo con arrobo, con deleite, lo que debía hacer: cómo debía inclinar la hoja de la navaja para que cortara el pelo pero no la piel, cómo debía tratar el pellejo adyacente con los dedos de la mano siniestra, para estirar el cuero y que el filo resbalase cortando y no hiriendo. Todo un curso de varios años; que nada se aprende de sopetón y sin sudar la camiseta. Acabó el hijo siendo tan hábil en su cometido como su progenitor. Y era de ver el asombro de sus amigos cuando, en las ocasiones en las que se afeitaban juntos, le veían, incrédulos, sacar de una funda de cuero rojo, una reluciente navaja barbera de acero quirúrgico y cachas de marfil negro. Grabado en el metal: “Prades e hijos. Albacete”. De otro paquete de fieltro negro, un afilador de corambre, en el que frotaba el filo de la navaja con un vaivén que producía un sonido inconfundible para los que lo haya escuchado alguna vez. Después del introito, mojaba una barra cilíndrica de jabón, y con una brocha de afeitar de pelo de tejón, se espumaba la cara. Tomaba la navaja con la mano derecha. Pulgar, índice y corazón, asían suavemente el mango del acero, y el meñique elevaba ligeramente la cacha de protección para que no se cayera por su peso. Luego, en cuatro pasadas por cada carrillo, y dos más por la barbilla, acababa la faena, que era de dos orejas y rabo. Indefectiblemente, al saludar a la concurrencia, oía una salva de aplausos.

El hijo le observaba con la boca abierta, por una de cuyas comisuras caía un hilillo de saliva, y con los ojos desmesuradamente abiertos; sin pestañear. El padre le miró de reojo y, con la cara ya afeitada, dejó el instrumental encima del lavabo y se enjuagó con agua abundante. Se secó con una toalla de hilo, tomó la navaja y se la ofreció al niño. Tenía un osito de peluche agarrado con amor, pero lo soltó inmediatamente ante aquella propuesta. Cogió torpemente el instrumento con ambas manos y empezó a manipularlo. A las primeras vueltas, el acero salió de las cachas y brilló reflejando las luces del espejo. El niño se quedó absorto en la contemplación de aquella maravilla que su padre había dejado en sus manos, y con la candidez de los dos primeros años de su vida, llevó sus dedos al filo de aquella hoja templada y curtida en cien batallas…

Dejo el final de esta historia a la imaginación del lector. Pienso que habrá desenlaces para todos los gustos. Mi intención es, perdón por el morbo, que el final sea el peor entre todos posibles.

Hay ocasiones en las que la tolerancia no es de recibo. Imagino que el sobrecogedor relato de la navaja de Albacete, habrá servido para hacer recapacitar sobre el respeto y la tolerancia mal entendidos.

Uno de los finales posibles de la historia:

Los hados, prestos a atender a los mortales, evitaron que el niño se deshuesara la mano. Emocionado con el nuevo juguete, corrió en pos de su padre con aquella arma afilada como una cuchilla de afeitar. Le encontró en la cocina, de espaldas a él, manipulando en la encimera. Riendo, blandió la navaja y le propinó un corte limpio en la pantorrilla, justo en el hueco poplíteo, seccionando limpiamente el nervio ciático poplíteo interno y la vena y arteria poplíteas. El padre lo sintió como un trozo de hielo que le traspasara la pierna de parte a parte. Cayó al suelo anonadado y miró a su hijo con incredulidad. No podía articular palabra. El niño, riendo a carcajadas por la caída y los gestos de papá, insistió en la gracia y le endiñó otro mandoble que le cortó la cara de parte a parte. Se llevó la mano al chorro de sangre que manaba de su mejilla. Se sintió débil; agotado. La sangre de su pierna era un manantial extenuante. El niño siguió riendo y le asentó otro navajazo. Esta vez cortó la carótida interna y la yugular. Bañado en sangre y sin comprender, aquel hombre que había dejado una navaja barbera en manos de su candoroso infante, expiró en pocos segundos. El niño corrió a refugiarse debajo de la mesa de camilla de la salita, riendo a carcajadas y esperando que su papá le viniera a buscar.

Y el respeto y la tolerancia mal entendidos, en manos bisoñas e inexpertas, pueden crear dramas, casi inconscientemente. Sin querer.

Un tertuliano, joven e inexperto. Posiblemente inculto y agresivo, defendía la otra tarde, a ultranza, y aprovechando como foro una cadena de TV de audiencia suficiente, el independentismo de determinada autonomía, tomando como ejemplo la rivalidad entre el equipo de futbol de su autonomía y otro equipo de otra diferente. El resto de tertulianos veían oportunas las invectivas, y respetaban y mantenían una auténtica tolerancia con aquel infante que blandía, por encima de sus cabezas, una navaja barbera, dispuesto a jugar con la concurrencia, "sin intención de hacer mal a nadie"…Por supuesto. Y exigiendo respeto por sus ideas.

El independentismo folclórico es un bate de beisbol. El independentismo furibundo es una navaja barbera.

Para el respeto y la tolerancia mal entendidos, transigencia cero.

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