jueves, 27 de mayo de 2010

LA RIVALIDAD



Se podría decir que es apasionante, y realmente lo es, la carrera desenfrenada de los espermatozoides, trompas arriba, para conseguir fecundar el óvulo maduro y totalmente receptivo. Cuarenta millones de espermatozoides, de los que el 75% están vivos y funcionantes, en su contacto con las paredes vaginales, comienzan su loca carrera para entrar los primeros por el hocico de tenca, reptar a través de las paredes del útero, y buscar compulsivamente el óvulo al final de la trompa de Falopio. Es una auténtica carrera de obstáculos en la que treinta millones de individuos compiten por ser el primero en llegar al óvulo y penetrar en él para fecundarlo. Sólo perforará la membrana pelúcida el mejor, el más dotado y el más rápido entre treinta millones. Es para considerarse un triunfador: ¡Uno entre treinta millones!. Es mucho más de lo que puede proporcionar ganar cualquier competición humana entre dos, hasta un maratón de 400 ó 500 individuos. Diez mil, me da igual ¿Qué es eso comparado a una carrera entre 30 millones? Una carrera en la que sólo consigue el premio el más apto, el mejor. Los demás mueren en el intento. Muchos encima del óvulo. Otros se fueron quedando por el camino. Pero el espermatozoide que fecundó el óvulo, mediante el que yo me multipliqué hasta llegar a ser un feto maduro, fue mi paladín, mi vencedor. Yo soy un vencedor, un triunfador: Uno entre treinta millones. Es para sentirse satisfecho.






Pero esta competición desenfrenada por el triunfo final, quedará como un estigma en todas las memorias, de todas las células, de todos los órganos de la anatomía de los seres vivos. La competición está impresa en la piel y en el cerebro de todos los animales que pueblan la tierra, vuelan sus espacios y nadan en sus océanos. Gracias a esta competición, se lleva a cabo la selección de las especies, mediante la cual, sólo será capaz de preñar a las hembras el más fuerte, el más veloz y el más inteligente, para que sus genes puedan mejorar la calidad de la nueva generación.





Con estas premisas, no me extraña que en este planeta la competición sea el mandato fundamental de cada ser humano. Competir para todo, para concebir, para nacer, para luchar, para jugar y para morir. Vivimos en una constante competencia. Pero en una confrontación, de cualquier tipo, bien sea deportiva, científica, cultural, siempre hay un ganador, que se alegra y lo festeja por todo lo alto con las gentes de su entorno. Y un perdedor, que se queda defraudado y maltrecho, sólo con la esperanza de ganar en una próxima ocasión. La parte buena y la mala, el yin y el yang de la vida. Lo mejor y lo peor. Eso es lo que traen las competiciones, un perdedor y un ganador.






En el libro que me tiene ocupado en estos momentos Las voces del desierto, de marlo Morgan, ‘los auténticos’, como a sí mismos se nombran los aborígenes del desierto de Australia, desarrollan su creatividad, y la muestran al resto de la tribu, simplemente para divertirse. No hay en el hecho ningún afán de competir, simplemente se divierten. Cada cual muestra sus habilidades al resto, no para demostrar su nivel, sino para entretener a los demás. Así se evitan la parte negativa de la competición en la que unos ganan y otros pierden. Y me parece bien. Y me parece mal que siempre tenga que haber un perdedor, pero comprendo que así se fomenta el instinto de superación que, de otra manera, se iría agotando hasta convertir al ser humano y a los animales en un museo de horrores.





Distinguir, no obstante, entre la competencia leal, en la que se exhiben los logros fruto del trabajo y de la constancia –nada se consigue sin esfuerzo- . Y aquella otra modalidad de competición, muy utilizada hoy en día, en la que la verdadera destreza del que compite no sirve para nada, porque los que la juzgan están absolutamente mediatizados o plegados al poder, al dinero o a la amenaza.

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