miércoles, 11 de agosto de 2010

POR NADA Y PARA NADA

Creo que he estado todos los días de mi vida trabajando. Incluso los festivos, siempre he tenido alguna actividad: cursos (recibidos o impartidos), prácticas espirituales, reuniones, literatura…,que me ha tenido ocupado. Hoy es el día en el que, después de 40 años de ejercicio profesional, cursos, prácticas y trabajos, todavía estoy enfrascado en asuntos que me absorben gran parte de mi día. Si me preguntáis ¿Hasta cuándo? Os responderé: “No me lo planteo”. Y si insistís: ¿Para qué? Contestaré: “Para nada”. Y reflexionando, añado: Nunca estaré satisfecho con mis resultados porque nunca me he planteado llegar a algún lugar concreto. Mi estado dista mucho del que puede alcanzar la plenitud, o del que se acuesta en la cama, con una pierna aquí y la otra allá, y da gracias por sentirse pleno, satisfecho y con todas sus metas alcanzadas. Creo que el motivo de trabajar y afanarse en la vida, es que no hay motivo. Yo procuro ser impecable en mi trabajo, pero, ni persigo nada con esa actitud, ni siquiera el reconocimiento de los que me rodean; cada vez me pide menos alimento el ego. Lo hago por nada.






No he llegado a ninguna parte después de todos mis trabajos, y, además creo firmemente que no hay planteamientos al respecto. Uno trabaja impecablemente, y hasta ahí. Se acabó. Las metas son frustrantes la mayoría de las veces, y el hacer las cosas por una recompensa es de lo más insatisfactorio del mundo. A esta conclusión he llegado después de muchos años de trabajo, que no me han permitido dejar de trabajar y gozar de mis posesiones. ¡Si llego a tener esa meta y me veo así, me compro una escoba y me voy a barrer el desierto del Gobi! Eso que me ahorro.

¿Los meditadores esperan recompensa por sus meditaciones?, no, en absoluto. Meditan por meditar. No esperan recibir la gracia de la iluminación. Simplemente meditan, independiente del resultado. Meditan, meditando.

La gente hace las cosas por algún motivo, siempre. Pero es mal sistema; las cosas hay que hacerlas por impecabilidad pura, sin esperar nada.

Un cuentecito, emulando al que ahora es mi referente, Jorge Bucay “El gordo”.

En un oasis del desierto, se encontraba el viejo Abdulayé de rodillas, al lado de unas palmeras datileras.





Su acaudalado vecino Alí, se detuvo en el oasis para abrevar a sus camellos, y vio a Abdulayé sudando y escarbando en la arena.

- ¡Salam Aleykum!, Abdulayé

- ¡Aleykum salam! Alí –le contestó el anciano sin dejar su tarea.

- ¿Qué haces aquí con este bochorno y con la pala en la mano?

- Siembro. –contestó el viejo.

- ¿Y qué siembras aquí, Abdulayé?

- Dátiles –respondió mientras señalaba a su alrededor.





- ¡Dátiles! –repitió Alí. Y, cerrando los ojos, echó su cabeza hacia atrás como el que ha oído la mayor estupidez del mundo-. El calor te ha debido dañar el cerebro, querido amigo. Deja tu tarea y ven a mi jaima. Tomaremos un té con hierbabuena.

- No, gracias, debo terminar la siembra. Luego, si quieres, tomaremos el té.

- Dime, amigo ¿Cuántos años tienes?

- No sé. He perdido la cuenta. Pero eso ¿qué importa?

- Mira, Abdulayé. Las datileras tardan más de cincuenta años en crecer, y sólo cuando se convierten en palmeras adultas están en condiciones de dar frutos. Yo no te deseo ningún mal, y lo sabes. Ojalá y vivas hasta los cien años. Pero tú sabes que difícilmente podrás llegar a cosechar ni un solo dátil de la palmera que hoy estás sembrando. Deja eso y acompáñame.

- Mira, Alí. Yo he comido desde mi juventud los dátiles que sembró otro, que tampoco pensó en comer esos dátiles. Yo siembro hoy para que otros puedan comer mañana los dátiles que estoy plantando hoy. Y aunque sólo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena que termine mi tarea.

- Me has dado una gran lección, Abdulayé. Déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza que hoy he recibido de ti. Y, diciendo esto, Alí sacó una bolsa de cuero de debajo de su túnica de pelo de camello y la puso en manos del viejo.

- Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasan cosas: Tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que estaba sembrando. Parecía sensato, y, sin embargo, fíjate, todavía no he acabado de sembrar y ya he recogido una bolsa de monedas, y la gratitud de un amigo.

- Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy, y quizá esta es más importante que la primera. Déjame pues que la pague también con otra bolsa de monedas.

- Y a veces pasa esto –continuó el anciano extendiendo las manos con las dos bolsas de monedas cogidas-, sembré para no cosechar y antes de terminar de sembrar, coseché, no solo una, sino dos veces.

- ¡Ya basta, Abdulayé! No sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas temo que toda mi fortuna no sea suficiente para pagarte.

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