martes, 2 de noviembre de 2010

LA SEGUNDA LEY DEL CHAMANISMO

He hablado algunas veces de las causas del dolor en la humanidad, según la filosofía chamánica. Pero me he referido solamente a la primera, que es:  La gente sufre porque los demás no se atienen a su voluntad; no hacen, dicen o piensan lo que ellos quieren. La he desarrollado algunas veces explicando que nadie tiene derecho a exigir de los demás un estricto cumplimiento de sus normas de conducta. Y que viviremos mucho mejor y más felices si dejamos que el prójimo haga, diga o piense lo que le de la gana.


Agustín Delgado en una rueda de ciencia



No he especificado, sin embargo, las otras dos causas, que no tienen tampoco ningún desperdicio. La segunda es: Las cosas se acaban. También la podemos enunciar como: Las cosas cambian, para su mejor entendimiento, porque a lo que nos oponemos frontalmente –y es lo habitual– es a que las cosas cambien ni un pelo de como son. Aunque sean malas. Pero hay una propensión del ser humano a aferrarse a lo que tiene, como el cuento del lisiado que descendiendo en su silla de ruedas por una pendiente, en una carrera desenfrenada, clamaba a la Virgen: “Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy…”.

Rápidamente nos acostumbramos a todo y en cuanto nos dan un lecho procuramos hacernos el hueco a nuestra conveniencia. Y mucho cuidado con que nadie lo cambie. O los papeles en desorden encima de la mesa de despacho, o la manera de andar, hablar, vestir, comer…Cada cual tiene ‘su’ manera y se resiste como gato panza arriba a que nadie intente cambiar sus estúpidas costumbres. Que, entre otras cosas, seguro que pueden ser mejoradas.


Ceremonia chamánica


El Universo, entre sus muchas leyes, posee una ineluctable, que es la ley del cambio. Todo cambia, todo es cíclico. Y lo que hoy está arriba, mañana estará indefectiblemente abajo. Y lo que hoy es, mañana no es. Pero el ser humano se cree que está por encima de las leyes universales, y que va a ser eterno e inmortal. Y ese absurdo pensamiento, le hace aferrarse a cualquier ramita que aflore en la pared del precipicio, sin darse cuenta de que lo mejor que puede hacer, ante lo inevitable, es soltarse y rezar.

Yo siempre tengo en la retranca de mi pensamiento, la consecuencia de cualquier cosa que me pase o esté próxima a pasarme, o que yo imagine que me va a pasar. No me importa tanto el hecho en sí, como sus secuelas, que son las que van a repercutir en mi vida próxima futura. El desastre acaece, fustiga y desaparece dejando una leve huella. Las consecuencias son las duraderas y esas son las que rechazamos de plano.

Ficción: Mi hijo ha perdido su empleo y con él su forma de vida. Él lo ha perdido, yo no. El hecho es que su pérdida de trabajo va a traer consecuencias. Para él inmediatas, pero me estoy oliendo que para mí también. Rápidamente va a querer venir, por un tiempecito, a mi casa hasta que se aclare el panorama. Y yo no me voy a oponer. Soy un buen padre. Pero ¡Ay, dolor! Me va a cambiar la vida el tiempo que esté en casa, en muchos aspectos. Y eso es lo que me jode, que me saquen de mis casillas y que me cambien mis costumbres. Yo, que soy intransigente, voy a tener que adaptarme en muchos aspectos a la nueva vida, y rogar que no surjan dificultades mayores. Él tiene distintas ideas, diferente manera de vivir y otra manera de ver la vida ¡Oh, juventud que todo lo arrolla! Y el caso es que a mí me va a amargar la vida porque voy a tener que estar pendiente de él, y me va a desorganizar la casa, y se va a meter en mi vida, y me va ha a controlar mi sistema y mis horarios y… Pero eso no es real. Primero tendré que esperar a que venga (si viene), y después, como es mi casa, él se tendrá que adaptar a las normas que ya están establecidas. Y si quiere, allá él, y si no quiere, también allá él.



Agústin Delgado y su esposa Lucy
El caso es que yo me preparo para el cambio y sé que, en algunos aspectos va a ser doloroso porque me va a hacer que cambie, en cierta manera mis costumbres. Y eso es lo que a mí me estruja las suprarrenales. Como veis, en los dos últimos párrafos he escrito la palabra mí o mío, como nueve veces. Y eso es lo que tengo que evitar, mirarme tanto al ombligo, porque ahí no voy a encontrar la solución de mi conflicto existencial, que es, ni más ni menos: “No quiero que me muevan ni un centímetro de mi asquerosa rutina”.

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