miércoles, 11 de mayo de 2011

ORGULLO DE RAZA



En homenaje a un magnífico pueblo ahogado en el proceloso mar del orgullo independestista mal entendido.



La vanidad, la arrogancia, el exceso de autoestima, que a veces es loable por nacer de causas nobles y virtuosas, son sinónimos de orgullo. Pero las más de las veces el orgullo no está basado en esas causas nobles y virtudes ansiadas, sino en causas aprendidas de la naturaleza moral de nuestros mayores, de los escritos o del arte cinematográfico, lleno de orgullo y pasión. En la vida diaria la gente demuestra su orgullo mal entendido en las más mínimas circunstancias: en la cola del supermercado, en el aparcamiento, en la ventanilla de cobros, de pagos, durante la conducción de los vehículos, con los superiores, con los subordinados, con los mayores, con los hijos, con la pareja, con los dependientes. Y está bien exhibir los propios derechos a ser respetados por los demás, pero esos derechos los extendemos a todas las parcelas y órdenes de la vida. Y no siempre tienen buenas consecuencias.

El orgullo mal entendido es aquel que nos impele a querer tener razón por encima de cualquier cosa, aunque estemos convencidos, en nuestro fuero interno, de que no la tenemos. Es aquel que nos hace recelar del comportamiento de nuestras parejas, a ser celosos, a controlar las situaciones, a no permitirnos que nos cojan en falta flagrante. En pareja, el orgullo es aquel sentimiento que nos mueve a considerar que, después del matrimonio, nada vale sino la entrega al cónyuge en cuerpo y alma; de pies a cabeza; a todas horas y en todas y cada una de las actividades de nuestra vida cotidiana. Es un sentimiento de exclusividad total, si la exclusividad necesitase al adjetivo total para reforzar una palabra que, de por sí, ya es bastante fuerte. La exclusividad nos hace creernos poseedores de la pareja en cuerpo y alma; desear que todo lo que haga, piense o diga vaya en consonancia con nuestra manera de ser, hacer o pensar.

¿Por qué? Porque nunca hemos considerado los motivos que nos han llevado al matrimonio. Ni siquiera nos hemos puesto a enumerarlos, porque son abstractos. Y el único motivo que podría impulsarnos a establecer una convivencia con una persona de otro sexo es el amor incondicional. Es el único amor que yo concibo para una convivencia en pareja; es el único posible; es lo más parecido del amor de una madre por sus hijos. Y dentro de este tipo de amor también hay categorías, tanto de madres, como de hijos. Preguntes a quien preguntes referente a este asunto, coincidirá contigo en que nadie siente amor incondicional por su pareja. Todos expresan su cariño, su amor, su apego, pero saben que esos sentimientos distan mucho de la incondicionalidad.

Cuando una pareja se separa –siempre por falta de amor–, afloran los sentimientos de orgullo mal entendido, odio y deseos de hacer sufrir al contrario en pago a su maldad. A su pretendida maldad casi siempre fundada en la infidelidad y en unas ganas atroces de libertad, que no existe en pareja. Porque, en el fondo, es aburrido y poco gratificante mantener una segunda unión con otra persona. Son asideros que nos buscamos para justificar nuestras posturas o para sentirnos amados, y que somos capaces de despertar el amor y la pasión en otra persona que no sea nuestra pareja de siempre, aburrida de la tediosa rutina a la que la sometemos a diario por falta de amor incondicional y por falta de libertad. Es mal negocio, además, separarse. Yo tengo la experiencia de la ruina que provoca una separación judicial que, si no hubiera mediado el orgullo, y una vez consumido el amor, podía haberse establecido un contrato de no agresión y un compromiso de compartir casa, cocina y gastos. Y eso sólo se consigue con una dosis de amor incondicional por parte de uno de los afectados. Bien es sabido que si uno no quiere dos no discuten. Ambos, en este régimen, pueden moverse en su vida con absoluta libertad, con la única premisa del respeto y el compartir.

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