domingo, 16 de septiembre de 2012

SOLEDAD


 
 
Ganesha mantra.
 
 
La soledad es un término que hemos acuñado los humanos para tener carencias de todo tipo. Nacemos solos y nos morimos solos; y en el intermedio nos relacionamos con el resto de los lobos de la manada, con los que sufrimos, gozamos y aprendemos.
Pero venimos aquí para estar solos, con nuestro interior, recogidos, en nuestro centro, viviendo el momento, el instante; siempre en nuestro interior, siempre alerta a nuestras sensaciones, a nuestro culo y a nuestro ombligo. Todo lo demás son instintos básicos con los que podemos cumplir mejor o peor; pero con nosotros mismos.
La bondad de carácter y los mandatos ancestrales –entre ellos los de vidas pasadas– nos impulsan a relacionarnos para pagar, recibir o simplemente ser intermediarios de otras situaciones, de otros individuos, a los que servimos de puente, realizador o acompañante. Pero las sensaciones, los aprendizajes y las situaciones son para nosotros solos; para nadie más.
En realidad vivimos aislados demandando constantemente gratificaciones por parte de los demás para sentirnos 'completos'; pero nosotros, cada uno, ya somos 'completos' en cuerpo y alma, no necesitamos a nuestra 'media naranja' para nada que no sea de orden práctico.
Otra cosa es el amor: pura química, pura atracción de afinidades, de feromonas y de sonidos...nada más. En realidad, al que verdaderamente debes amar, es a ti mismo. Amarte hasta la saciedad, estar satisfecho contigo mismo, porque eres: TAL COMO DIOS TE CREO. Eres perfecto y sólo es tu mente la que crea las imperfecciones que te persiguen a lo largo de tu vida. Y, en resumen, es mejor estar solo que mal acompañado.
Nunca vas a estar mejor acompañado que por ti mismo. Nunca podrás confiar en nadie más que en ti mismo, nunca te conocerá nadie como te conoces tú a ti mismo. Nunca estarás mejor que cuando prescindes de la opinión de los demás.
Cuento sobre un relato de Giovani Papinni:
Aquel día Sincler se levantó, como siempre, a las siete de la mañana. Como todos los días, arrastró sus zapatillas hasta el baño, y después de ducharse se afeitó y se perfumó. Se vistió con ropa casual, como era su costumbre, y bajó a la entrada del chalé a buscar su correspondencia. Allí se encontró con la primera sorpresa del día, no había cartas. Durante los últimos años su correspondencia había ido en aumento. Y era un factor importante para su contacto con el mundo. Un poco malhumorado por la noticia de la ausencia de noticias, apuró su habitual desayuno de leche y cereales, como recomendaban los médicos, y salió a la calle.
Todo estaba igual que siempre. Los vehículos de costumbre transitaban las mismas calles y producían los mismos ruidos en la ciudad, que se quejaba igual que todos los días. Al cruzar la plaza estuvo a punto de tropezar con el profesor Excer, un viejo conocido con quien solía conversar largas horas sobre inútiles planteamientos metafísicos. Lo saludó con la mano, pero el profesor pareció no reconocerlo. Lo llamó por su nombre, pero ya estaba lejos, y Sincler pensó que no había llegado a oírle.
El día había empezado mal y parecía que empeoraba con amenaza de aburrimiento flotando en su ánimo. Decidió volver a casa, a la lectura, a la investigación, a esperar las cartas que, con seguridad, llegarían multiplicadas para compensar las no recibidas antes.
Esa noche el hombre no durmió bien. Se despertó muy temprano. Bajó, y mientras desayunaba, comenzó a espiar por la ventana esperando la llegada del cartero. Por fin lo vio doblar la esquina y su corazón dio un salto. Sin embargo el cartero pasó frente a su casa sin ni siquiera detenerse. Sincler salió y le llamó para confirmar que no había cartas para él, pero el cartero le aseguró que nada había en su saca par ese domicilio. Le confirmó que no había ninguna huelga de correos, ni problemas en la distribución de cartas en la ciudad. Simplemente, no tenía correspondencia.
Lejos de tranquilizarlo, esto le preocupó todavía más. Algo estaba pasando y tenía que averiguar de qué se trataba. Se puso una chaqueta y se dirigió a casa de su amigo Mario. A penas llegó se hizo anunciar por el mayordomo y esperó en la sala de estar de su amigo, que no tardó en aparecer. Sincler avanzó al encuentro del dueño de la casa con los brazos extendidos. Pero este se limitó a preguntar: Perdón, señor ¿Nos conocemos? El hombre creyó que era una broma. Rió forzadamente, presionando al otro para que le sirviera una copa.
El resultado fue terrible, el dueño de la casa llamó al mayordomo y le ordenó echar a la calle a aquel extraño, que ante tal situación se descontroló y empezó a gritar y a insultar, dando aún más motivos al fornido empleado para que lo empujara con violencia a la calle. Camino de su casa Sincler se cruzó con muchos otros vecinos que le ignoraron, o actuaron con él como si fuera un extraño. Una idea se había apoderado de su mente: Había una confabulación en su contra, y él había cometido una extraña falta contra aquella sociedad, dado que ahora lo rechazaba tanto como unas horas antes lo valoraba.
No obstante, por más que pensaba no podía recordar ningún hecho que pudiera haber sido tomado como una ofensa. Y menos aún, alguno que involucrara a toda una ciudad. Durante dos días se quedó en casa esperando correspondencia que no llegó, o anhelando la visita de alguno de sus antiguos amigos. Pero nada de eso pasó. Nadie se acercó a su casa, nadie tocó su puerta para saber de él. La señora de la limpieza faltó sin avisar, y el teléfono, de pronto, dejó de sonar. Entonado por una copita de más, la quinta noche, Sincler decidió ir al bar donde siempre se reunía con sus amigos para comentar las tonterías cotidianas.
Apenas entró, los vio, como siempre, en la mesa del rincón que solían elegir. El gordo, Hans, contaba el mismo viejo chiste de siempre, y todos lo festejaban como de costumbre. El hombre acercó una silla y se sentó con ellos. De inmediato se hizo un lapidario silencio, que denotaba lo indeseable que les parecía a todos el recién llegado. Sincler no aguantó más: «¿Se puede saber qué os pasa a todos conmigo? Si hice algo que os molestó decídmelo. Acabemos con esto. Pero no me tratéis así, porque me estoy volviendo loco»
Los demás, se miraron unos a los otros, entre divertidos y fastidiados. Uno de ellos hizo girar su dedo índice sobre su sien, diagnosticando al recién llegado. El hombre volvió a pedir una explicación. Después la suplicó, y por último cayó al suelo implorando que le explicaran por qué estaban haciendo esto. Sólo uno de ellos se atrevió a dirigirle la palabra: «Señor –le dijo–, ninguno de nosotros le conoce, así que no nos ha hecho usted nada. De hecho, ni siquiera sabemos quién es usted. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos, y salió del local arrastrando su humanidad hasta su casa. Parecía que cada uno de sus pies pesaba una tonelada.
Ya en su cuarto se tiró sobre la cama. Sin saber cómo, ni por qué, había pasado a ser un desconocido, un ausente. Ya no existía en las agendas de sus corresponsales, ni en el recuerdo de sus conocidos. Menos aún, en el afecto de sus amigos. En su mente apareció un pensamiento como un martilleo, la pregunta que los demás le hacían y que él mismo empezaba a hacerse: ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Sabía él realmente contestar a esa pregunta? Él conocía su nombre, su domicilio, la talla de su camisa, su número de documento de identidad, y algunos otros datos que lo definían para los demás. Pero, fuera de eso, ¿Quién era verdadera, interna y profundamente?  Aquellos gustos y aptitudes, aquellas inclinaciones e ideas, ¿era suyos, verdaderamente? O eran, como tantas otras cosas, un intento de no defraudar a quienes esperaban que él fuera quien había sido siempre.
Algo empezaba a estar claro, ser un desconocido lo liberaba de tener que ser de una determinada manera. Fuera como fuera, nada cambiaría en la respuesta de los demás hacia él. Por primera vez en muchos días, descubrió algo que lo tranquilizó. Esto lo ponía en una situación que le permitía actuar como quisiera sin tener que buscar la aprobación de nadie. Respiró hondo, y sintió el aire como si fuera nuevo, entrando en sus pulmones. Se dio cuenta de que la sangre le fluía por las venas, percibió el latido de su corazón, y se sorprendió de que, por primera vez en mucho tiempo, no temblaba.
Ahora que por fin sabía que estaba solo, que siempre lo había estado, que sólo se tenía a sí mismo; ahora podía reír o llorar, pero por él, no por los demás. Ahora por fin lo sabía, su propia existencia no dependía de los otros. Había descubierto que le había sido necesario estar solo, para poder encontrarse consigo mismo. Sincler se durmió tranquila y profundamente, y tuvo hermosos sueños. Despertó a las diez de la mañana, descubriendo que un rayo de sol entraba a esa hora por la ventana e iluminaba su cuarto de manera maravillosa.
Sin pérdida de tiempo bajó las escaleras tarareando una canción que nunca había escuchado, y encontró algo debajo de su puerta, una enorme cantidad de cartas dirigidas a él. La señora de la limpieza estaba en la cocina y lo saludó como si nada hubiera pasado. Y por la noche, en el bar, parecía que nadie recordaba aquella extraña noche de locura. Al menos, nadie se dignó a hacer ningún comentario al respecto. Todo había vuelto a la normalidad. Todo, salvo él. Por suerte, él, que nunca más tendría que rogarle a nadie que lo mirara para poder saber que estaba vivo. Él, que nunca más tendría que pedirle al exterior que lo definiera. Él, que nunca más sentiría miedo al rechazo.
Todo era igual, salvo que aquel hombre, jamás olvidaría quién era…
 
Cuando no tienes registro de tu dependencia frente a la mirada de los otros, vives temblando frente al posible abandono de los demás que, como todos, aprendiste a temer.
Y el precio para no temer es acatar, es ser lo que los demás, “que tanto nos quieren”, nos presionan a ser, nos presionan a hacer y nos presionan a pensar.
Si tienes “la suerte” del personaje de Papini y el mundo, en algún momento, te da la espalda, no tendrás más remedio que darte cuenta de lo estéril de tu lucha.
Pero si no sucede así, si tienes la “desdicha” de ser aceptado y halagado, entonces...estás abandonado a tu propia conciencia de libertad, estás forzado a decidir: acatamiento o soledad; estás atrapado entre ser lo que debes ser o no ser nada para nadie. Y de allí en adelante...podrás ser, pero sólo, solo y sólo para ti.
 


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