lunes, 26 de noviembre de 2012

JUGUETES ROTOS


 

¿Qué sientes? ¿Cómo lo sientes? ¿Estás seguro de la verdadera causa de tus sentimientos?

Nos movemos en un caldo formado por sentimientos, compulsiones, enseñanzas mal aprendidas, frustraciones, abandonos, interpretaciones erróneas de los sentimientos de los demás y de sus motivaciones. De manera que se nos hace difícil saborear individualmente uno de sus componentes. Una cosa es lo que tú crees y otra muy diferente es lo que creen los demás; una cosa es lo que tú sientes y otra muy distinta lo que sienten los demás. Una cosa es cómo te ves tú, y otra muy diversa es cómo te ven los demás.

Pero, claro, el sabor del puerro se junta y se solapa con el sabor de la cebolla y del ajo, y sientes que está bueno, pero no discriminas todos los matices. Lo que sentimos está igualmente contaminado con una serie de circunstancias, a veces ajenas al hecho en sí, pero que lo trufan de otros sentimientos ajenos al guiso en cuestión.  ¿Sabes la causa verdadera que te hace sentir lo que sientes?

De pequeño tenía una pistola detonadora que me había traído un tío mío de América –así se llamaba antes a los Estados Unidos– Para mí, en esos momentos era mi joya más preciada. La mimaba, la limpiaba, la acariciaba y me dormía mirándola de reojo. No la soltaba ni un momento y ni un momento la perdía de vista. Cuando salía a la calle la llevaba en el bolsillo y cuando volvía la aparcaba en mi cajón, donde dormían mis cachivaches y mis juguetes, todos en tropel, unos encima de los otros.

Un buen día, al salir a la calle, se me olvido echármela al bolsillo como era mi costumbre, y, hete aquí que mi hermano José María, cinco años más joven que yo, la buscó en el cajón de mis tesoros y se la llevó a jugar a la Plaza de Santa Ana. Luego se la dejó encima de un banco, el muy imbécil, y a pesar de nuestras pesquisas y de los reiterados anuncios que pusimos en el periódico, nunca más apareció. Suponeros que era mi joya más preciada, que estaba apegado a ella como una lapa a su roca, que dormía con ella, que me despertaba con ella y que no la dejaba ni a sol ni a sombra.

¡Qué gran pérdida! ¡Qué dolor! Hubiera pegado a mi hermano con el puño cerrado para hacerle entender algo de lo que yo sentía y para que nunca más se le volviera a ocurrir tocar mis pertenencias. El drama atroz; uno de las primeras pérdidas de mi vida, me había sumido en la desesperación infantil durante un largo día y una noche de llanto, retorcimiento de tripas, odio hacia mi hermano y hacia mis padres que no le castigaban lo severamente que yo hubiera deseado.

Me dolía la pérdida, pero también me dolía el desprecio que hacia mí sintió mi hermano al despojarme de lo más querido,  hacia mis padres, que tomaron el hecho como una pataleta más, y hacia el desgraciao que se encontró mi tesoro en un banco de piedra de la plaza de Santa Ana. ¿Qué fue lo más duro? No lo sé. Quizá el abandono con el que me quiso castigar la pistolita, harta de manoseos y de fala de libertad. Ella la escogió y decidió por ella misma. Estaba en su derecho de querer vivir su vida.

Treinta y seis horas, treinta y seis horas de mi vida. Dolor y desesperación vivos. Poca cosa duran las pérdidas, los abandonos,  los fracasos de un niño. Pero seguimos siendo niños hasta la hora de la muerte, seguimos jugando, seguimos usurpando la propiedad de las cosas, seguimos olvidando todo y jugando con los sentimientos de los demás, quizá porque, como en el cuento, duran treinta y seis horas. Poca cosas en el contexto de una vida.

A las treinta y seis horas aparece otro hecho, otro objeto, otra circunstancia, otra persona, que nos hace olvidar con creces la pistolita que nos trajo el tío José Luis de América. ¿Cuál fue la verdadera causa de nuestro sentimiento? Una sopa de sabores de la que  sería fantástico discriminar cada una de las emociones que nos produce.

 

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