Soy crítico hasta la náusea. Lo juzgo todo muy severamente y cuando lo hago
no me encuentro satisfecho y me propongo no hacerlo nunca más. Pero es una
adicción, un vicio que no puedo apartar de mí. En mi familia había gente muy
crítica en el plano artístico y en el plano económico. Ellos sabían qué había
que hacer para triunfar en la vida y, a fe mía que lo hacían sobradamente bien.
Uno de ellos –bailarín clásico y flamenco– creó de la nada un ballet con el que
actuó en varios teatros de Madrid con mucho éxito, y mantuvo un espacio
televisivo, allá por los años 50, durante más de un año. Otro llegó a tener 8
cafeterías en propiedad en los mejores barrios de Madrid y surtía de material
de hostelería a las demás. Ambos eran triunfadores y sobradamente conocidos en
sus medios. Ambos tenían una alta autoestima y los dos criticaban, muchas veces
con razón, referente a lo que entendían de sobra. Ambos tenían criterio y lo
expresaban. Pero, que yo sepa, sólo consiguieron cambiar las cosas en su ambiente
y para ellos mismos. Imponían su criterio en lo suyo y les iba bien; el resto
se la zumbaba.
Yo aprendí de ellos mucho: el gusto estético por las
cosas, el bien hablar, el bien actuar y el bien pensar. Tengo a gala haber
ayudado a mucha gente, haber tenido tres
hijos maravillosos, haber escrito 12 libros que algún día publicaré con éxito,
haberme casado tres veces –la última con una maravillosa mujer a la que saco 37
años–, y haber llegado a los 75 años sin tomar ningún medicamento y sin
anestesia. Algo tendré que decir a la gente; algo que les sirva para encauzar
sus penosas existencias, sus frustraciones, sus deseos insatisfechos, sus
dolores del cuerpo, sus enfermedades del alma. Pero criticar; criticar no me
lleva a ninguna parte. Dejar que la gente piense, diga o haga lo que le dé la
gana, es una de mis máximas de vida, que va en contra de la crítica y del
juicio. Nunca he conseguido nada criticando; solamente dolores de cabeza y
molestias mentales. No me creo el más sabio de los mortales, pero algo sí sé:
Cada cual debe hacer su santa voluntad contra viento y marea. Cada ser humano
debe vivir su propia vida sin injerencias, mandatos ni obligaciones. Cada ser
humano debe limitarse a vivir su propia vida y no interferir en las vidas de
los demás.
No juzgar, no comparar y tener paciencia para esperar
el venturoso día en el que comprendamos el sentido de la vida.
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