Estaba en medio de un
voraz incendio. Todo ardía alrededor. Las llamas inflamaban los líquidos y
hacían chisporrotear y explotar los gases contenidos en los sólidos. Era un
infierno. Imposible que sobreviviera nada en aquella orgía de llamas, calor y
luz. Intentaba sobrevivir en aquel caos de los elementos pugnando por perdurar
en su estado. Intentaba rescatar de la quema a cualquier ser viviente. Era tarde,
bastaba con que yo saliera indemne de aquella hoguera. Iba embutido en aquel
traje que nos proporcionaban en el cuerpo. Estaba confeccionado de tal manera
que ni el más voraz incendio pudiera hacer que se trasmitiera la temperatura al
cuerpo más allá de 50 grados. Su confección estaba hecha a base de materiales
ignífugos imposibles de chamuscar. Me encontraba a salvo y confiado. Lo estaba
pasando mal. A pesar de todo, mi cara ardía y me dolía la piel. Si no acababa
pronto aquella situación, acabaría por evaporarme y morir deshidratado.
Cuando me desperté estaba
en medio de un mar de sudor, tenía una taquipnea considerable y mi corazón
saltaba dentro de su reducido espacio. Había vivido un sueño caliente; tan
caliente como para producir, incluso en condiciones normales, efectos devastadores.
Razoné el hecho y llegué a la conclusión de que si no hubiera sido por el traje
ignífugo que mantuvo mi mente confiada, yo, incluso en sueños, hubiera perecido.
Interpreté aquel sueño
como una lección de vida. El incendio voraz era la vida que estaba soportando
en aquella ocasión, llena de aristas, espinas y puntas de flechas prontas para
clavarse en la delicada piel que escasamente protegía mi anatomía interna de
los elementos. Mi traje ignífugo, que me
protegía lo suficiente como para no fallecer, era curiosamente mi piel. Igual
que el traje protegía mi anatomía en medio del destructivo incendio, mi piel
era la barrera entre mi mundo exterior, pavoroso, destructivo, insaciable, y mi
mundo interior. Se me quería indicar con aquella visión onírica, que tenemos un
mundo exterior, separado del interior solamente por la piel que, sin embargo
constituye un filtro protector entre las acechanzas de fuera y la tranquilidad
espiritual de dentro.
Es la única protección
que poseemos, el único filtro. Lo que pasa fuera, no debe de influir en nuestro
mundo interior, de piel para dentro, a menos que despreciemos el poder de
nuestra mente. Y, afortunadamente, no hay nadie en el Universo capaz de controlar
mis pensamientos, mis sentimientos y mis vivencias. Mis pensamientos son míos y
controlan mis emociones. Nadie es capaz de controlar mis pensamientos y yo soy
el único capaz de refrenar a mis caballos y hacer que el coche ruede por
caminos seguros. Nadie es capaz de hacer que yo varíe de pensamiento. Mi
tozudez; la tozudez del ser humano, es berroqueña y no admite prédicas,
ejemplos, ni componendas. Yo pienso lo que pienso y se acabó. Pero me viene muy
bien para evitar que nadie interfiera en mi paz interior.
Media humanidad –el número
de hijos de puta va creciendo cada día exponencial y geométricamente – se
levanta cada mañana con un mandato fijo –propio o sugerido– : Intenta aumentar
hoy el número de tus perjudicados, humillados, ninguneados, arrastrados, mal
tratados, vapuleados, lesionados, despojados de sus trabajos y agredidos. Estos
ataques, naturalmente, van dirigidos a la clase trabajadora, a los que se ganan
hoy en día a duras penas, el pan que cada día les sirve de sustento. A aquellos
que carecen de traje ignífugo, aquellos que no tienen una barrera que se
interponga entre el maltratador y nuestro interior. Para los favorecidos, para
la clase política, para los empresarios que se aprovechan vilmente de sus
asalariados, para aquellos que han tenido la fortuna y una flor en el culo para
conseguir una protección monetaria suficiente, el filtro protector es el
dinero. A una persona con el riñón cubierto de oro, ya le pueden venir
ninguneando, que con gesto triunfador y un corte de manga, acabará con su
conflicto mental. La triste clase media, cada día menos abundante y más
sacrificada, necesita un traje ignífugo que no deje que las putadas lleguen a
la intimidad de su corazón, de su hígado y de su cerebro y cambien sus códices
y sus legados. Después de cualquier ninguneo, agresión, injusticia, el hecho
penetra en nuestro interior y pone en marcha los procesos negativos que pueden
desencadenar una grave enfermedad. La clave está en no dejar, bajo ningún
concepto, en absoluto, que nadie se atreva a hacer que cambiemos nuestros pensamientos.
Yo soy el que piensa y yo decidiré qué pensar en cualquier momento. Nadie será
capaz de cambiar mi pensamiento, ni mi sentimiento sin mi consentimiento. Se
debe de actuar igual que el ricachón que se ríe de las amenazas; como el
jugador de fútbol de elite, que se ríe del entrenador cuando le apetece y es
capaz incluso de echarlo del equipo si le viene en gana.
No dejo que las
agresiones externas atraviesen la barrera de mi pensamiento. En chamanismo hay
una técnica, sobradamente conocida en el medio. Cada vez que alguien ne sermonee, con o sin razón, yo pienso: “Nada de lo que me está diciendo este gilipollas,
significa nada para mí; fuera de mí”. Y en el caso de que no te guste lo que
haces, hazlo impecablemente y actúa como si te gustase.
No es fácil. Nadie lo
dijo, ni lo escribió. Nada se consigue sin esfuerzo. Pero es absolutamente posible
proteger el mundo interior para que nadie intente desestabilizar tu paz y tu
tranquilidad, a pesar de los millones de mamones que se levantan todos los
días, con el mandato de perjudicar de cualquier manera al que tienen debajo del
zapato.
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