Todos los años, del 21 al 31 de Diciembre, la gente en
general se hace muchas propuestas para el año siguiente. Planteamientos muy
variados, casi siempre de orden didáctico: Aprender algo; de orden
crematístico: Fundar un negocio; de orden psicológico: Dejar un vicio.
Intenciones vanas que siempre se dilatan hasta el 21 de Diciembre del año
siguiente, día en el cual volvemos a hacer los mismos votos.
Siempre cambiar algo; siempre hacer que las cosas sean
diferentes por conveniencias de orden personal; porque a mí me viene mejor.
Pero tan genéricas como que haya paz en el mundo –que yo no podré conseguir–
Que cambien los políticos de esa manera mentirosa y egoísta que tienen de hacer
política –cosa para la que sólo tengo la posibilidad de mi voto, y como no
voto, ninguna posibilidad– Que me toque la lotería –cosa harto improbable–.
Todas, cosas que, yo, en mi soledad, no puedo nunca conseguir; cosas que se han
de producir de piel para fuera. Jamás se me ocurre proponer cosas que yo podría
hacer –no sin esfuerzo– de piel para dentro: No pensar nunca más en el pasado;
no pensar nunca más en el futuro; no juzgar a nadie por ningún motivo y en
ninguna circunstancia; no criticar a nadie (bastante tengo yo con lo mío); no
querer tener siempre razón; no aconsejar a nadie a no ser que nos lo pidan
previamente; hablar con mesura, sin
exabruptos, sin tacos; pedir las cosas “por favor”; dar “gracias” cuando
recibamos algo; saludar al entrar; despedirse al salir; dejar a los demás
libres para pensar, decir o hacer los que les venga en gana. Cosas, todas, que
se pueden llevar a cabo sólo haciendo un pequeño esfuerzo. Sirven para todo el
mundo y nos harían más felices a todos.
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