miércoles, 28 de octubre de 2009

PSICOLOGÍA DEL MÉDICO Y DEL PACIENTE

PSICOLOGÍA DEL PACIENTE FRENTE A SU ENFERMEDAD Y FRENTE AL MÉDICO, Y PSICOLOGÍA DEL MÉDICO FRENTE A SU PACIENTE (CON SU ENFERMEDAD O EN SU AUSENCIA)

28.10.09

Hace tiempo vi una película en la que trabajaba Angeline Jolie haciendo de “pastosa”, hija de un magnate centroeuropeo, que conoce a un cirujano guaperas, Clive Owen, que opera en un campamento de refugiados de África y hace un raid por Europa para recaudar fondos. El caso es que la chica se enamora del chico, el chico se enamora de la chica y se la lleva al campamento para concienciarla un poco más, si no ha tenido bastante con los arrumacos que le ha prodigado.

Llegada a África, tiene la ocasión de entrar un día en el quirófano habilitado con materiales de desecho, para intentar paliar los casos quirúrgicos urgentes. En ese momento, el chico está operando a una mujer de mediana edad de un tumor abdominal. La intervención es urgente porque la paciente tiene un íleo –parálisis intestinal con peligro de muerte inminente- La chica se queda sobrecogida cuando se da cuenta de que la están operando prácticamente sin anestesia, porque no hay medios económicos para adquirirla. Cuando el ayudante se da cuenta de su horror, la toma por el brazo, la conduce fuera y, ante sus preguntas atropelladas de por qué la operan sin anestesia, cómo aguanta la enferma semejante suplicio, etc., el médico la cuenta que en África, cuando a una persona la duele la cabeza no se toma una aspirina como en el mundo civilizado, porque no la hay. Se limita a aguantarse hasta que se pasa el dolor. A los niños enfermos no les llevan al pediatra, porque no existe, las madres se limitan a tenerlos en brazos o pegados a su piel hasta que mejoran o se mueren. Así de pequeño y así de grande. Sin embargo, en el mundo desarrollado, la persona que padece una ligera molestia, pretende que se le quite rápidamente, y para ello acude al médico más cercano y le pasa la patata caliente de su dolor. El paciente, las más de las veces, tiene molestias pasajeras, inconvenientes de una mala dieta, de la falta de ejercicio, o del desconocimiento de su propia patogenicidad.

La psicología del paciente con respecto a su propia enfermedad, es un miedo atroz al curso de la enfermedad y un deseo perentorio de averiguar su importancia y sus posibles consecuencias. Llega al médico lleno de dudas y con ideas nefastas sobre su mal, y sólo su confianza en el facultativo y la levedad del diagnóstico le hacen recuperar su actitud positiva ante la vida.

Cuántas veces he recibido en mi consulta a personas cabizbajas y macilentas; demacradas y hundidas, porque se imaginaban poseedoras de una enfermedad maligna y letal, que cuando les digo que no tienen, se levantan, cambian el gesto, sonríen y respiran hondo dando gracias a mí y al cielo. Así es la grandeza de la mente humana y así funciona, en lo positivo y en lo negativo. Le regalan al médico toda su responsabilidad en el asunto, porque no se hacen competentes para sostenerla. Ni se imaginan que ellos son los máximos victimarios de sí mismos y se creen que hay “alguien” o “algo” que, de una manera justiciera y aviesa, les confiere todos los males, en aras de una extraña reparación por conductas anteriores, de un complejo de culpa o qué se yo de que patrañas aprendidas por imbibición.

La psicología del médico frente a la enfermedad, viene dada por la ciencia oficial y por la tecnología, que nos confiere una suerte de taumaturgia, que nos hace semi dioses curalotodo, todopoderosos e infalibles. Y nosotros, incautos y necios, caemos en las garras de la farmacopea y la hacemos nuestra a pesar de las nefastas consecuencias que muchas veces llevan consigo determinados fármacos –habitualmente los que se supone que son efectivos- porque el resto no sirven para nada. Me acuerdo en mi primera época de ejercicio profesional cómo atendíamos a los visitadores médicos, que nos venían a presentar las novedades en materia terapéutica. Ellos nos declamaban las excelencias de determinado producto y nosotros nos quedábamos con la boca abierta de tanta efectividad y belleza, y ya imaginábamos a los pacientes sanados como por arte de magia, como si fuéramos chamanes, sin margen de error. Más avanzada nuestra vida profesional, aprendimos a ser cautos con el uso de los productos que salían al mercado todos los días, porque adquirimos la experiencia de la falta absoluta de efectividad de muchos de ellos, cuando no de sus efectos perniciosos. No obstante, cada uno nos hicimos con un arsenal terapéutico con aquellos productos que resultaban ser efectivos y no demasiado lesivos en sus efectos secundarios. Y, si se producían, eran subsanables. Cuando te falla un producto, inmediatamente buscas en tus alternativas otro que pueda ser más útil, y si éste no resulta beneficioso, se te rompen los esquemas y le echas la culpa al paciente que no se habrá tomado el medicamento con arreglo a tu prescripción.

Todos los días, hasta que no transcendimos el hecho, teníamos un par de casos que nos hacían tambalear nuestros esquemas y nuestras convicciones académicas, con un pedazo de estrés que, a partir de los 50 años, ya empezaba a ser insoportable. El quirófano ya es otra historia para no dormir. Sólo el pensamiento de que algo pudiera salir mal, o de que un crio tuviera una hemorragia, te ponía los pelos de punta. Si operabas un oído tenías la espada de Damocles de la posible parálisis facial en algunos casos, y en otros de dejar sordo al paciente. Con las laringes, la mentalidad de mutilar la capacidad de transmitirse con el prójimo; y con las tiroidectomías la posibilidad de descolgar el hombro o dejarle afónico “per in sécula seculorum”.

Quiero explicar con esto las capas de cebolla que nos hemos ido poniendo los médicos con respecto a las enfermedades y a los pacientes, con los que procuramos deshumanizarnos como mecanismo de defensa. Ellos nos pasan su patata caliente y nosotros nos ponemos guantes refractarios.

"La enfermedad es una consecuencia de la vida, de la que no participa el paciente. Y el paciente es un número que nos estresa y nos jode y de quien hay que protegerse. La enfermedad es una vil asesina que nos quita la vida y la tranquilidad y el médico es el factótum que nos puede sanar. Sí o sí". Con esta mentalidad nos enfrentamos, a diario, unos a otros, con respecto a la relación médico – paciente. Y con esta mentalidad nos levantamos, defecamos, meamos, comemos, trabajamos, hacemos el amor y nos enfrentamos a la vida.

No negaré –líbreme Dios y todos los Santos de la Corte Celestial- que los métodos de diagnósticos son fantásticos y que la cirugía es fastuosa en su tecnología y en sus fines. Pero esto no quita la carga patogénica, que debemos achacar exclusivamente al paciente. Y la necesidad del médico de hacerle comprender esta parte sustancial en la relación entre ambos.

- ¿Quiere Ud. decir que yo soy el responsable de mis enfermedades?

- Categóricamente, sí.

- Entonces ¿Qué papel juega usted en esta obra?

- La de mero acompañante de tu proceso. Yo no tengo ni idea de tus implicaciones laborales, amorosas, económicas, familiares, etc. Tú eres el que conoce tus circunstancias. Busca entre ellas la que te está produciendo tu ansiedad y, por tanto, tu patología. Yo te ayudaré en ello e, incluso, te daré algún remedio, no excesivamente lesivo, para ayudarte a sanar. Pero la mayor responsabilidad es tuya, no mía.

- ¡Este tío está majara!.

- Amén.

(Patogenia = Origen y desarrollo de una enfermedad. Agente patogénico=Agente que provoca la enfermedad. Patología=Enfermedad, dolencia.)

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