jueves, 29 de abril de 2010

PARA MIS AMIGOS





Me duele profundamente que la gente sufra. Quizá porque me veo reflejado en un antaño sufrimiento muy áspero y desabrido por culpa de mi falta de nivel. En aquella época andaba descentrado y con la cabeza a pájaros. Era demasiado egoísta para darme cuenta de la gente que podía sufrir a mi alrededor por culpa de mis infidelidades que, aparte de otras consideraciones, ni me satisfacían, ni sacaba partido de ellas. Sólo me producían un profundo complejo de culpa. La mujer que por entonces compartía mi vida, más inteligente que yo, pero muy encerrada en el dolor, no supo abordar el problema de cara, puede ser que por miedo a la soledad, al futuro o a otras consecuencias que pudieran derivarse de una separación de mutuo acuerdo.

Me fiscalizaba, me seguía, me asediaba, violaba mi intimidad y mi privacidad. Quería saber a toda costa; quería estar dentro de mí y a la vez fuera, en todas partes. Yo todavía la amaba pero no soportaba las continuas sevicias a las que me sometía, implacable como una gota de agua, durante años y años, hasta taladrar la dura roca. Deseaba que yo pagara todo su sufrimiento, que me hundiera aunque la arrastrase a ella en mi loco descenso a las profundidades.

Cuando uno ama y sufre por la persona amada, las vigas se van rompiendo, las paredes van cediendo, los entibados se pudren y el edificio se derrumba con gran estrépito. Y llega un momento en el que el odio supera al amor y uno desea con todo el cuerpo y con toda el alma que acabe de una vez el sufrimiento y la penuria, de cualquier manera, de cualquier forma, humana o divina, pero que acabe.


Mi complejo de culpa –ahora sé que la culpa no existe- me llevaba simplemente a la aceptación. Creía que me merecía el trato que estaba recibiendo, y descansaba tímidamente en esta idea, confiando en que algún día terminaría el tormento y podría descansar tranquilo. No sucedió. El descanso nunca llegó. Y lo que un principio era molesto y desagradable, llegó luego a ser insoportable. Ya no había amor, sólo un amargor en la boca y un desasosiego en las entrañas.






Estaba dispuesto a mantenerme fiel, a dar todo de mí para llegar a un entendimiento, pero ya no merecía confianza. No era fiable. La fiscalía era cada vez más estrecha y agresiva. Al final, antes de romperme, y ya que ella no era capaz de cerrar círculo, de perdonar, y lo estaba pasando peor que yo, decidí firmar con los ojos cerrados un convenio en el que me comprometía a pagar el dinero que no tenía, con tal de salir del domicilio conyugal, cagando leches.

Por una parte contribuyen a montar el drama, la irreflexión, el no darte cuenta de para qué estás aquí y qué se pretende de ti. Por otra parte, la confianza en que el futuro va a ser mejor. Y, por último, no darte cuenta de que las decisiones no deben esperar, porque, cuanto más tiempo se dilaten, peor son las soluciones.

Hace diez años que estamos separados y la situación es la que es, ni mejor, ni peor. Sólo es diferente. Pero he aprendido que dentro de mí está la decisión para ser feliz o desgraciado, para levantarme colérico o calmado, para contestar o callar, para vivir o morir en vida. Todo depende de mi decisión. Y nadie influye en mi toma de posturas. Por muy desagradable que sea, yo no voy a darle a mi frutero la decisión de a qué frutería tengo que ir a comprar la verdura.

Me duele profundamente que la gente sufra pudiendo ser feliz. Me duele profundamente que la gente juegue al fallo, sin comprender que todos somos humanos. Antes de que llegue el día de mi cumpleaños, llamo a las personas que tengo instaladas en mi corazón, y les voy advirtiendo de los días que faltan para la celebración. Así no tengo oportunidad de cabrearme si se olvidan de mí.

La felicidad no se puede comprar, pero se puede elaborar, día a día, en los fogones de la mente y del corazón.

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