martes, 9 de noviembre de 2010

ADELAIDE

Nací en el seno de una familia católica. Me educaron en la moral religiosa y en la ética de vida. Mis dos ejemplos inmediatos fueron mis padres, que exhibieron toda su vida una auténtica observancia de todas las virtudes cristianas. Me eduqué en un colegio religioso con clases semanales de religión «asignatura puntuable». En mi adolescencia quise, influido por unos misioneros que hicieron proselitismo en el colegio, irme a misiones. En aquella ocasión mi madre, quizá con buen criterio, me permitió degustar alguno de los placeres de la vida, que me hicieron desistir de mi idea mesiánica. Hice los primeros «Cursillos de cristiandad» que me llenaron la cabeza con una mezcla de entusiasmo cristiano y de complejo de culpa por mis muchos pecados de la carne.


Renoire. Jardín.

Embebido hasta mi centro de las enseñanzas de Cristo, en muchas versiones libres, no tuve tiempo, ni ganas, de hacer un estudio del resto de las religiones y de las ofertas sobre materia religiosa y espiritual que se me brindaban a diario. «El Tercer Ojo», de Lobsang Rampa y mi primer curso de sofrología médica, me pusieron en el camino de la universalidad del ser humano. Desde entonces no hubo oferta sobre crecimiento espiritual que no me metiera en vena, ni práctica New Age, que no aprendiera de memoria. Así he conseguido un florido curriculum vitae en materia espiritual, que para sí lo quisiera el Obispo de la Seu de D’Urgell.

Estudiando los diferentes aspectos del alma humana y las enseñanzas en materia de moral y de ética de las distintas religiones, he llegado a fabricarme un sincretismo religioso, mezcla de lo mejor de cada casa. El hilo conductor de todo el ovillo es Jesús de Nazaret, siempre vivo en mi corazón. Pero esto no quiere decir que me siga creyendo todas las patrañas que sobre su persona han ido escribiendo las distintas confesiones de las distintas épocas, según las ideas y las conveniencias de los diferentes papados. Yo no me creo las mentiras, y los seres humanos, cuando leen la verdad, entre líneas, que encierran los Evangelios, no se creen las verdades, o las pasan por alto, o las leen, las oyen e inmediatamente las olvidan.



Amadeo Modigliani. Jeanne Hebuterne.

Han construido un edificio tan complicado, que, como dicen los arquitectos, ‘no funciona’. Para que una cosa funcione tiene que ser sencilla en su comprensión y en su puesta en práctica. Lo complicado no satisface al género humano. Sólo satisfacen las cosas complicadas cuando el hombre quiere crecer espiritualmente. Entonces pide sacrificios, ayunos y penitencias; cuanto más complicadas, mejor. Pero porque no nos han enseñado la sencilla facilidad del amor incondicional, del desapego y del: ‘basta a cada día su afán’. Hasta los príncipes de la Iglesia faltan gravemente en estos puntos. No sienten amor incondicional, no sienten desapego por los oropeles materiales y no viven el momento.

Muchos confunden el culo con el jubileo porque quieren complicar las cosas, pero sólo hay cuatro preceptos de sencilla compresión pero de poco fácil observancia.

1.- El amor incondicional es la base de todo el entramado. Donde se sustenta todo el edificio. Difícil de cumplir, aunque nadie ha dicho, nunca, que las cosas sencillas fueran fáciles. Es lo que hay. O amas incondicionalmente, o no puedes atreverte a decir que amas a nadie, porque no lo amas, lo posees, lo extorsionas, lo coaccionas o lo chantajeas.

El amor incondicional es lo más parecido al amor que siente una madre por sus hijos: Hagan lo que hagan la madre les sigue amando. Siempre, incluso desde el otro lado. No confundir el amor incondicional con la resignación o con el aguante a ultranza. Si yo amo a una persona ‘procuro’ desapegarme de ella…

2.- El desapego. Tengo que llegar a hacer mío el concepto: ‘Amo mucho a Adelaide. Con Adelaide soy feliz, pero sin Adelaide, también soy feliz’. Porque si fundo mi felicidad en Adelaide, comprendo que si desaparece de escena Adelaide, nunca más podré ser feliz. En cuanto entiendo que esto es irracional, empiezo a considerar la posibilidad de ser feliz sin ella. Y ahí empieza a comprenderse el amor incondicional. Amo a Adelaide incondicionalmente. Y deseo que ella sea feliz. Y para eso, la dejo en libertad para que ella se realice por encima de mis deseos o de mis caprichos, o de mis apegos. No confundir tampoco la velocidad con el tocino. Si ella me pisa, la preguntaré por qué lo hace. Si no se ha dado cuenta, corremos un tupido velo. Si nos dice que lo hace por molestar, porque no nos ama, nos alejaremos de ella con amor. Pero, cuidado, no nos sentimos ofendidos por nada de lo que haga, diga o piense. No tenemos el usufructo de la vida de Adelaide, no la hemos comprado, no es nuestra esclava, sólo es nuestra compañera de una parte de nuestro camino en la tierra. Puede hacer, decir o pensar lo que quiera. Es su vida la que está ejerciendo, no la mía. La mía ya me la gestiono yo solito, sin la insidiosa ayuda de nadie.

3.- Vivir el momento. El: ‘Baste a cada día su afán’, de Jesús de Nazaret. No me gusta leer novelas de aventuras, sin un fin educacional, moral o ético. Me gustan las fábulas: son cortas, precisas y encierran una moralina. El escritor puede sembrar una semilla de amor en el lector, o de odio, con una enseñanza tendenciosa o sesgada, o mentirosa de unos hechos enmendados que confunden el ánimo y el entendimiento.




Don DeLillo, es un escritor americano, muy prolífico y con muchas horas de vuelo sin motor en sus espaldas. A los escritores que son muy leídos, se les debía obligar a expresar claramente unas verdades que no se prestaran a una estricta interpretación de lo que se lee. En su novela ‘Punto Omega’, que trata de la guerra del Irán –ya empezamos mal–, en un pequeño párrafo vierte un concepto que yo no comparto y que puede llevar a un tremendo engaño al lector. Dice así: «La verdadera vida no es reducible a palabras habladas o escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos…»

La verdadera vida, sí se puede plasmar en palabras, tanto habladas como escritas. Miles de autores han plasmado la verdadera vida y han hablado de ella. Otra cosa es que DeLillo se lo crea o que maneje un concepto diferente de lo que es la ‘verdadera vida’. La verdadera vida no ocurre cuando estamos solos, perdidos en el recuerdo. La verdadera vida ocurre cuando somos conscientes de ella; cuando la vivimos con pasión. El estrés, la falta de vida, acaece cuando estoy trabajando aquí, y estoy pensando allí. Eso es el ‘no vivir’, o el ‘sin vivir’, o el ‘estar fuera de sí’. Cuando trabajas con tus cinco sentidos puestos en lo que haces, entonces estás viviendo. Los músicos tienen de especial que mientras tocan o tañen sus instrumentos, solos o junto con otros maestros que hacen lo mismo, complementándose, para fabricar una sublime conjunción de notas, no piensan, están en lo que están. Bonito quedaría un concierto si cada músico que compone la orquesta estuviera pensando en lo que va a cenar o en que le espera Adelaide para conjuntarse. Durante los ensayos, sólo piensan en la melodía; durante las actuaciones, sólo piensan en la melodía y sólo están pendientes del tempo, de la cadencia, de la intensidad y del tono. Así hay que vivir, pendientes de la melodía, de la cadencia, de la intensidad y del tono de cada actuación, de cada palabra…

Conclusión: Amar incondicionalmente, desapegados y viviendo la intensidad, el tono y la melodía de cada momento.

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