jueves, 11 de noviembre de 2010

MAFIOSO SICILIANO

Después de mucho tiempo, me escribes hoy para agradecerme lo que escribo. No me lo agradezcas a mí; yo soy un simple reflejo tuyo. Eres tú la que te abres a ponerte delante a una persona que solamente tiene algo más experiencia que tú por razón de edad.

Todo funciona en perfecto orden divino, y todo es así porque tiene que serlo. A partir de estos conceptos, posiblemente te dé por quitarte el corsé que te está oprimiendo y no te deja respirar. Me vino a la imaginación, el otro día, la imagen de una camarera con un pie en la espalda de su señora, ambos cabos de cinta de cruzadillo en cada mano, y tirando a más no poder para ajustar el corsé. Me imaginé también cómo debían sentirse aquellas damas a quienes debía de salir un hilillo de voz de tan disminuida que tenían su capacidad respiratoria. Imagino también el alivio que debían de sentir cuando, llegadas al hogar, se despojaban de aquel cilicio que las había tenido sin aliento durante toda la jornada.




Cuando comprendes algún concepto referente a los motivos de las personas, a lo banales que son en general, y en las idioteces que te hace hacer el ego, sientes, por unos instantes como si te hubieras despojado de un corsé que te estaba aprisionando y no te dejaba respirar. Vana ilusión. El ego es como un mafioso siciliano, que al comunicarle que le vas a abandonar, se aferra a ti, te amenaza y, si puede, acaba contigo aunque en el acto también acabe consigo mismo. Es su naturaleza.

Érase que se era un escorpión que pretendía cruzar un rio. Le pidió a una rana que por allí nadaba, que le ayudará a vadearlo dejándole acomodarse en sus espaldas. La rana, aleccionada acerca de los instintos asesinos del vicho, en un principio se negó. El escorpión, viendo en peligro sus pretensiones, argumentó en su favor que si llegara a clavarle el aguijón cuando estaban en el centro del río, él también perecería. Convencida la incauta ranita cargó con el asesino en su espalda. Al llegar al centro del río, el escorpión la pico. La ranita, antes de morir preguntó ¿Por qué?. «Es mi naturaleza» –contestó el ranicida.




Y el ego tiene, igual que el escorpión, una naturaleza esquilmante, y no le importa perecer matando a su sustentador. Por eso hay que utilizar unas armas ocultas y ser cauto en su utilización, porque el ego siempre se va a resistir atacando. A la mañana siguiente de haber querido comprender el hecho que te ha aflojado la coraza, cualquier anécdota vuelve a apretarla con más fuerza si cabe. De ahí la necesidad de estar alerta constantemente y, sobre todo, consciente de tu papel y las maniobras de tu ego.



Un paciente muy deteriorado acude a la consulta de una médica oncóloga, poseedora de un ego atroz. El enfermo se dirige a la facultativa llamándola ‘señorita’. Ella, elata, estúpida, ignorante y muy pagada de sí misma, le remeda diciendo: «Doctora, por favor». Si el paciente hubiera moderado su ego y estuviera mínimamente trabajado, hubiera pasado por encima de la estupidez de la individua. Pero como tenía un ego similar al de su oponente, la contestó: «Doctora de mis cojones. Si fuera usted doctora del alma, me hubiera consentido, no sólo que la llamara señorita –que es evidente que no lo es–, sino gilipollas, tontaelculo y chorra pelada. Adiós muy buenas, y que usted lo mate bien».

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