miércoles, 15 de diciembre de 2010

OPINIÓN

Ya sabéis de mi periódica propensión a emitir juicios mundanos sobre los hechos que acaecen en el día a día de España y de nosotros, los españoles. Como premisa adopto siempre una postura ecléctica y pienso en las motivaciones sobrenaturales, y en que todo funciona con un orden perfecto dentro de este barullo, pero, de vez en cuando, exhibo mi opinión como para que no se me olvide que ando todavía a ras de suelo y por muchos intentos que hago no consigo elevarme y volar. Y hay días que me tocan tanto la fibra, que tengo que hacer una auténtica catarsis con alguien de mi cuerda y de mi absoluta confianza. Y ayer fue uno de esos días en los que sale a flor de piel toda la verdad reflexiva e inteligente, y que hay que proclamarla a los cuatro vientos para que los demás sepan que todavía hay gentes de buena fe que piensan en lo correcto sin esperar recompensas por mentir descaradamente.

La democracia es aquella forma de gobierno en la que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, y todos ellos tienen derecho a voto cuando cumplen la mayoría de edad. Dicho en pocas palabras, todos los hombres y mujeres tiene necesariamente que ser iguales, pero no sólo ante la ley y ante las urnas, sino en su capacidad intelectual, en su nivel humano y en su sabiduría. Al menos eso sería lo adecuado. De otra forma nunca pueden ser iguales. Igual que hombre y mujer, por mucho que se empeñen los políticos, no pueden ser ni remotamente iguales, ni física, ni mentalmente, ni en sus aspiraciones, ni en sus actos, ni en nada. Sólo ante una igualdad clónica de cerebros y mentalidades, puede haber una igualdad ante la ley y ante las urnas.






Esto es una premisa al comentario. Y este aserto no puede ser rebatido en absoluto, ni en su contenido, ni en su sentido, ni en su significado, porque está palmariamente claro, menos para aquel ciudadano que tenga algo que ganar diciendo lo contrario. Hace dos días oí en una tertulia de televisión a un personaje famoso para la gente de mi generación, menos para los modernos, refiriéndose a los medios de comunicación y las elecciones, decía que los gobiernos manipulan descaradamente los comentarios, las opiniones y los hechos para decantar a una parte importante del electorado en su favor; esa masa de gente que tiene un índice intelectual por debajo de la media y que piensan con el mondongo en vez de emplear la razón –cosa cada vez más frecuente en España gracias a la clase dominante–. Inmediatamente, alzó la voz otro contertulio que tendría algo que cosechar con su defensa numantina de la democracia, diciendo que eso era una afirmación antidemocrática, y que en esta forma excelsa de gobierno todo el mundo era igual, desde el premio extraordinario de doctorado, hasta el barrendero que ejerce muy dignamente su cometido. Hago inciso para comentar que no estamos hablando de la dignidad de los individuos mientras cumplan estrictamente con su deber, sino de su intelecto zarandeado por las opiniones vertidas en los medios por los que, como he dicho, tienen algo que ganar con sus opiniones. Enlazo otra vez con el comentario del susodicho apesebrado, que continúo vertiendo toda una serie de despropósitos acerca de las ideas fascistas, dictatoriales, etc., etc. Y habrá gentes que lo estuvieran escuchando que se habrán tragado todas las mendacidades que salieron por su boca y, o porque también tienen algo que rapiñar, o porque piensas con las tripas, le darán la razón en todos los puntos de su esperpento dialéctico.

Luego, comentamos durante la sobremesa el caso y no llegamos a ninguna conclusión, ni siquiera de orden práctico, sobre la mejor forma de gobierno. Los comentarios daban bandazos entre la dictadura o la monarquía extraparlamentaria, y la democracia como la menos mala de las otras formas de gobierno posibles. Desde luego descartamos absolutamente que, ésta en la que nos movemos, fuera una democracia, ya que uno de los pilares de una democracia auténtica es la independencia de los poderes, cosa que está demostrado que no existe–excepto para esa masa por debajo del índice intelectual medio– por cientos de resoluciones judiciales que favorecen al gobierno en un cien por cien.






¿Qué nos queda? Reformar la mentalidad de la gente adoptando las medidas conducentes a mejorar la calidad de la enseñanza por una parte, y por la otra conceder becas reales para los alumnos que, demostrando una capacidad suficiente para abordar con garantías una carrera universitaria, no tengan medios materiales para ello. Y si no empezamos por ahí todo seguirá igual por los siglos de los siglos. Y seguirán triunfando unos u otros pero con la misma mentalidad de vivir a costa de la política sin pensar en el bien común, ni en el futuro.

Y todo esto ocurrirá mientras la masa de la que hablamos; esa masa formada por individuos que piensan con las asaduras, y por la juventud deformada por las facilidades flagrantes que les han concedido para hacer lo que les da la gana, no se eduque de una manera contundente y meditada para crear ciudadanos inteligentes y con sentido común, que defenestren a la clase política actual. Mientras tanto, ajo y agua: A jorobarse y aguantarse.

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