martes, 1 de noviembre de 2011

NO MOLESTÉIS A LOS MUERTOS. ELLOS YACEN TRANQUILOS.



Mis abuelos murieron en la guerra civil. Uno pertenecía al ejército, era coronel del bando Republicano. El otro se decantó por el Alzamiento y militó, hasta su muerte, en el bando Nacional. Independiente de las ideas políticas y culpabilidades, ambos bandos estaban integrados por personas convencidas de lo que hacían, de lo que decían y de lo que pensaban. Nadie les había forzado a su adscripción política. Ellos habían decidido sus ideales y se habían unido a quien creían que mejor los representaba.

Eran dos grupos humanos con sus valores, más o menos éticos y morales; más o menos humanos, más o menos encomiables. Sólo se trataba de dos grupos respetables en su propósito de conducir a España a la gloria a través de dos ideas diferentes. No por ello una peor que la otra. No por ello vituperables. He escrito deliberadamente, por estos motivos, Republicano y Nacional con letra mayúscula en su inicio. Los grupos los forman los hombres y los hombres son respetables en su propósito.

Mis abuelos murieron por unos ideales, quizá diferentes, pero eran los suyos. En todo caso, repito, respetables. Ninguno de los dos tiene una lápida con su nombre y dos fechas. Carecen de cruz o de cualquier otro símbolo que las defina. Sencillamente nadie sabe dónde descansan. A mí, como su nieto, me importa una higa dónde estén para honrar sus huesos. Tampoco me importa un bledo quién de los dos tenía razón. Y menos aún quién los mató, los asesinó, los masacró o los sometió a tormento. Lo único que me importa es que he aprendido a respetar sus propósitos y su tiempo.

Si yo me dedicase a averiguar dónde se encuentran, y se me ocurriese la peregrina idea de desenterrar sus restos, en absoluto lo haría por ellos. Los muertos dejaron su cáscara en la tierra y elevaron su alma hacia Dios para seguir cumpliendo su propósito, en este mundo o en cualquier otro de los millones que pueblan el Universo –a ellos sí que les importan un pepino nuestras maquinaciones políticas y maniqueas– Lo haría por otras razones espurias e inconfesables de corte político. Quizá revanchista, quizá arribista, quizá por un acto de soberbia mal entendido.

Si yo me dedicase a averiguar dónde se encuentran, y se me ocurriese la peregrina idea de desenterrar sus restos, sopesaría las consecuencias y los daños colaterales. Estudiaría el coste económico de semejante despropósito con la que está cayendo, y vería los afectados por semejante tropelía. Da pena ver un parque infantil con sus juegos, sus columpios, sus toboganes, su suelo de goma para evitar accidentes fortuitos, patas arriba, lleno de agujeros y de montañas de tierra removida por unos insensatos.

Al pasar por la Carcavilla, y precisamente por el antiguo cementerio que hoy da nombre al parque, solaz y paseo de los palentinos. En su ángulo inferior derecho, pegado a tres maravillosas Secuoyas, han acotado un terreno que ahora padece las secuelas de un bombardeo. El suelo de goma yace arrugado encima de los montículos de tierra. Los trozos de columpios se balancean, ahora, en la cima de uno de ellos. Los árboles que todavía viven, se han quedado con sus raíces al aire como consecuencia de las labores de desentierro. No sé si ellos serán las primeras víctimas propiciatorias del desaguisado.

En todo cementerio había un osario para conservar aquellos huesos que por su edad carecían de descendientes vivos conocidos. Mire usted a ver si no estarán desenterrando los huesos de lo que lucharon en la guerra de los Vacceos. Y para averiguarlo, las pruebas de carbono 14 –que se emplean para la datación de especímenes orgánicos– y las de ADN –para dar nombres y apellidos a los restos–, son tan costosas, tan desorbitadamente caras, que no creo que justifiquen ningún propósito.

Respeto los propósitos y el tempo de todos aquellos que obran para su crecimiento espiritual. Respeto sus propósitos, pero me falta una vuelta para comprender el sentido de esos propósitos. Simplemente me consuela pensar que yo nunca lo hubiera hecho, a pesar de que mis abuelos yacen ignorados en cualquier campo de esta España tan grande y tan cainita, engendrada por siete leches de las que, una, debía de ser muy mala.



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