viernes, 23 de octubre de 2009

EMPEZANDO A CONOCER A LA MUJER


EMPEZANDO A CONOCER A LA MUJER

23.10.09


Me crié arropado por mis padres y por tres hermanos de mi madre que, cuando yo nací, todavía vivían en mi casa. De ésta guisa, en vez de nacer primogénito de mi camada, nací el cuarto. Y no me dejaron tener manías de hijo único. De todas formas era buen niño: complaciente, atento, cariñoso, estudioso y educado. No tuve abuelas, así que permítaseme la licencia de alabarme yo solo. La paradoja se planteaba cuando me tomaban el pelo. Y como era tan buenín, pues me dejaba tomar el tupé. No había guarderías, ni se estilaban, ni hacía puñetera falta que las hubiera, porque las madres tenían a gala ocuparse de su prole personalmente, hasta que llegaban a una edad oportuna para entrar en educación de párvulos, que comenzaba de los cinco a los siete años. No obstante, las familias medianamente acomodadas, contrataban los servicios de una maestra, que enseñara las primeras lecciones del Catón al principiante. Por lo menos tenían al niño entretenido durante el tiempo que duraba la clase.

María Luisa se llamaba mi primera profesora. Era amable y cariñosa, pero un poco mentirosa. En aquella edad no se me podía exigir un análisis psicológico de aquella mujer. De hecho no me acuerdo, en absoluto, de sus rasgos físico, ni de su tipo. Sí conservo vivo en mi memoria cómo me tomaba el pelo. Para que hiciera puntualmente los deberes que me mandaba, me prometía traerme, al día siguiente, una barra de plastilina. ¡Qué ilusión me hizo aquel ofrecimiento el primer día! No hice más que preguntar a mi madre, durante todo el día, que si venía la señorita María Luisa al día siguiente. No dormí y me levanté de la cama contando los minutos que faltaban para la feliz llegada de mi maestra con mi barra de plastilina. ¡Una barra de plastilina para mí solo! La puerta sonó, por fin y escuché, desde mi habitación, la voz inconfundible de María Luisa, que podía distinguir entre mil, porque ella era la portadora de mí barra de plastilina. ¿De qué color sería? ¿Mancharía las manos como una que le vi al hijo de una asistenta? Daba igual, estaba dispuesto a dejarme las manos asquerosas con mí plastilina.

La miré fijamente a los ojos con una sonrisa de oreja a oreja, que dejaba ver las melladuras en mi boca. Esperé inútilmente. Tan profunda era mi mirada que la muy estúpida debió de caer en la cuenta de que la estaba implorando mi barra de plastilina, y con una irónica sonrisa se atrevió a decirme: ¡Huy, hijo mío. Qué boba soy, me he dejado la plastilina en casa. Pero no te preocupes, guapín, que el lunes te la traigo! Mi desilusión no tuvo límites. Pasé toda la clase ido, calculando cuántos días faltaban para que llegara el lunes. ¡Todo un fin de semana viviendo pendiente del lunes! Con la ilusión puesta en mí barra de plastilina.
- Mamá ¿Cuánto falta para que llegue el lunes?
- Pues mucho, Enriquito. ¿Pero por qué tienes tantas ganas de que llegue el lunes? ¿Qué te pasa con el lunes que ya me lo has preguntado cuatro veces? ¡Anda que no eres pesado ni ná!.
- Mamá, ¿Pero cuánto falta? Anda, dímelo ¿Cuánto falta? Por favor, por favor.
- Estamos a sábado, pesao. Así que faltan dos días para que llegue el lunes.
- Y ¿Cuánto son dos días, mamá?
- ¡ Me quieres dejar en paz que estoy leyendo!. Jodío niño. En cuanto me ve que estoy haciendo algo, va y empieza a molestarme. ¿Qué tendrás tú con el lunes? Jodío niño. No puede dejarme leer en paz este jodío niño pesao. Pesao, que eres un pelmazo.

Yo no comprendía por qué era tan pesao. Para mí era muy importante que llegara el lunes. Para mí la plastilina era lo más de lo más. Era todo. Era el despimporren. ¡Con lo feliz que iba a ser yo haciendo monigotes de plastilina y pringándome las manos de una sustancia untuosa y asquerosa con olor a aceite y manteca y a cola y a no sé cuantas cosa más. Me pasé los dos días preguntando, hasta que Doña Concha se cabreó y me endiñó un mandoble. Entonces me callé, pero me sentí el más desgraciado de los mortales. ¿Por qué me trataban así, si yo era bueno?. Si no quería nada más que saber cuánto tiempo faltaba para que llegara el lunes.

- ¿Cuánto tiempo falta para que llegue el lunes, papá?
- Mañana es lunes desde por la mañana ¿Qué te pasa el lunes?
- Nada, nada, que quería saber cuánto faltaba.

Aquella noche me desperté cincuenta veces y soñé que quería coger un muñeco de plastilina y salía corriendo y dejando trozos de sus pies por el camino. Al final se hacía chiquitito, chiquitito porque había perdido casi toda su plastilina. Ya no le quedaba casi nada. Y cuando iba a coger aquella mierdecilla de plastilina que quedaba en el suelo, me despertaba sobresaltado, sudoroso y con taquicardia. Luego no me podía dormir en mucho tiempo.

Aquella mañana amaneció lluviosa. Me gustaba el ruido de las gotas de lluvia en los cristales y el olor a tierra mojada. Las gotas resbalaban y yo las seguía con mi dedo, quitando el vaho que empañaba lo cristales por dentro. Y el vaho se licuaba y también caía una gota por dentro. Y entonces jugaba a ver cuál de las dos caía antes.

Sonó la puerta, el saludo de la muchacha y la contestación de la señorita. Yo esperaba expectante sentado en mi pupitre y con todos los deberes preparados. La recibí con una sonrisa franca y abierta.

- Hola, Enriquito ¿Qué tal has dormido?
- Muy bien, señorita ¿Y, usted?
- Pues, la verdad es que me ha dolido un poco la cabeza. Siempre que llueve me duele la cabeza. Ya verás que cuando tú seas mayor te dolerá también la cabeza con los cambios de tiempo. A todos nos pasa lo mismo cuando llegamos a cierta edad. Los años no perdonan, hijo. Los años no perdonan. Bien, ¿Me has hecho los deberes que te mandé el viernes?
- Si, señorita. Aquí están.
- Muy bien. Muy bien. Te has portado muy bien.

Ante el silencio que desplegó después, no pude por menos y la pregunté.

- ¿Y mi plastilina?
- ¿Qué plastilina? –me contestó con cara de boba redomada.
- Pues, la plastilina que me prometió si hacía los deberes, y que el otro día se olvidó en su casa.
- ¡Ah, la plastilina! Pues verás. Resulta que no se puede abrir la plastilina los días de lluvia porque se estropea. Y, claro, ninguno de los dos querríamos que se estropease. ¿Verdad, verdad? ¡Menuda faena si se llega a estropear por abrirla un día de lluvia! ¡No me lo perdonaría nunca!

Me quedé estupefacto. No sabía cómo reaccionar, ni qué decir. Me dieron ganas de llorar de la indignación. Después siguió:

- Pues, de manera que habrá que esperar a que deje de llover.

Eso. Y si no paraba en un mes, yo tendría que estar esperando un mes (que creo que eran como 20 días, o más) a que me diera la plastilina que me había prometido. No estaba preparado para controlar aquella situación y salí corriendo a refugiarme en las piernas de mi madre.

Nunca me dio la plastilina que me ofreció. Unos días porque estaba lloviendo. Otros porque hacía calor y se reblandecía. Por hache o por be, nunca vi la plastilina. Aquella odiosa mujer no cumplió con la palabra que había empeñado y yo me quedé absolutamente defraudado. Pero, curiosamente, la anécdota no me obligó a desconfiar de las mujeres. Y he seguido fiándome de ellas aunque me han demostrado que, según mi experiencia, no son trigo limpio. No señor, no son de fiar. Todavía confió en ellas. La verdad. No sé cuánto tiempo tardaré todavía en darme cuenta de que son bastante más listas que yo. ¿Esto hizo adelgazar mi felicidad? Pues no. Todo lo contrario. Por algún motivo que a mí se me escapa entre los dedos, seguía siendo feliz. Y si me consideraba vapuleado en algún sentido, me daba la dosis de autocomplacencia que necesitaba y aquí se despedía el duelo. Jamás he entrado en el pozo sin fondo de la misoginia. Me gustan las mujeres mucho más de lo que haría falta para cruzar la linde entre: “Me gustan” y “Las odio”.

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