martes, 6 de abril de 2010

EL ENFERMO IMAGINARIO

Pincha en el play del cuadro de abajo, y escucha "Alfonsina y el mar", mientras lees. Apasiónate y aprende.




Corrían como una exhalación los años cincuenta. Estaba España instalada, muy cómodamente, en su cultura francófona, y en los colegios estudiábamos francés y literatura francesa. El hermano Bernabé, experto bilingüe, nos impartía su clases con maestría y una muy cuidada pronunciación. Nos había hecho comprar algunas obras del dramaturgo Jean-Baptiste Poquelin (Molière), naturalmente en francés. Y nos obligaba a leerlas en clase, a viva voz, para ir acostumbrando el oído. Una de las obras que gozamos entre todos por su humor, fue El Enfermo imaginario, que refiere la historia de un hipocondríaco que finge sus males y se ríe de la ignorancia de los galenos. El mismo Jean-Baptiste, que interpretaba sus obras como protagonista, estrenó El enfermo imaginario vestido con una casaca amarilla, y, antes de acabar la representación, se sintió indispuesto y, pocos días después falleció. De aquí el mal fario que supone para los actores que alguien vaya vestido de amarillo en cualquier representación.




Emulando al enfermo imaginario, muchos ancianos fingen la mayoría de sus males, achaques y ajes, por el prurito de sentirse atendidos; para que alguien, por una vez, les haga caso. Me apena ver a los abuelos, encorvados, arrastrando sus pies por el pavimento, apoyados en un bastón, que les hace la mano aún más sarmentosa que de costumbre, víctimas de su propios pensamientos de deterioro físico y mental. Ello mismos se arrastran a ese lamentable estado sin saberlo; sin ni siquiera darse cuenta de la causa de sus desgastes. En este drama participan todos los actores secundarios, que recitan sus papeles de memoria, compadeciéndose del pobre carcamal, que cada día se levanta de la silla con mayor dificultad, hasta que, una buena mañana, se queda definitivamente encadenado a ella.

¿Qué tal estás hoy? –pregunta el hijo- “Pues ya ves ¿qué quieres que te diga?, aquí, jodido, con las piernas hechas polvo y con un dolor de espalda que no me deja tenerme de pie ¡Qué malo es llegar a viejo! ¡Ya, ya llegarás! De esto no se libra nadie, muchacho, nadie se libra de esta mierda”. El hijo tuerce ligeramente la cabeza, eleva una comisura de los labios hacia el lado contrario, respira hondo y se calla. ¿Así llegaré yo a su edad? .



Pero esta comedia de la vida, mantenida en todos sus actos por médicos y profesionales de la medicina, no se corresponde con el guión. El libreto no se ajusta a estos roles que interpreta la gente; están improvisando constantemente, y meten más ‘morcillas’ que en una chacinería. Cada cual a su aíre, a su modo y manera. El argumento es otro muy diferente, pero, al parecer, no le gusta a nadie, y nadie lo sigue. El autor ha concebido la obra con personajes felices que llegan a los ochenta en plena forma, y un buen día, cansados de tanta dicha y de tener una vida tan plena, deciden voluntariamente, sin ayuda de nadie; sin que nadie contribuya a su deceso, dejar este plano entre vítores y aplausos, como los buenos toreros, y con una oreja en cada mano. Ese es el final ideado por el creador de los personajes, pero a la gente no le hace gracia eso de vivir felices y concluir la obra entre flores, aclamaciones y abrazos a gogó.

El gran público se ha sacado de la manga unos dramas que te jiñas: El paciente, hasta los huevos de que le tomen por el pito del sereno en su propia casa, se organiza un carcinoma de estómago porque no puede digerir su situación. Después del diagnóstico, los médicos, en vez de esperar un poquito para ver cómo evoluciona, le meten mano lo más rápidamente posible, no vaya a ser que el enfermo empiece a mejorar y se les joda la estadística, las previsiones y el protocolo. Después de la intervención, en vez de dosificar con mesura los medicamentos –sobre todo los opiáceos- se los administran con galanura, ligereza y generosidad. Al enfermo, naturalmente, no le duele, pero se queda apijotado, lo poco que han decidido, todos los que le rodean, que le queda de vida. El inconsciente colectivo empieza a hacer de las suyas: ¡Que Juanito la palma, pero que la palma, ya! ¡Que a Juanito le queda un afeitao! Y Juanito las espicha mucho antes de lo previsto. Y esta crónica de una muerte anunciada, está a la orden del día. Y después todo el mundo llora, incluso los deudos, y a todo el mundo le administran sedantes para sobrellevar el trance…

Juanito no se tenía que haber muerto, según el guión, hasta 22 años después. Harto de pasarlo bien y sentirse querido, pero: “Dios propone, y el hombre dispone”.

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