jueves, 13 de mayo de 2010

VIAJE AL MÉJICO PROFUNDO





Caía el sol a plomo sobre los campos de México una calurosa mañana del mes de febrero del año 2005. Amatlán (Morelos) es un pueblo típico del la zona centro del país, muy cerca del DF. Era el tercer día del “Campamento Chamánico” al que habíamos acudido tras la estela mágica de Jaime Delgado, hermano del Chamán que nos iniciara en esta filosofía cuatro años atrás en el tiempo, cuando hicimos con él el primer curso en “La Plana”: un centro en plena sierra de Manresa. Allí nos pusimos en la línea de salida de una carrera sin retorno que es el conocimiento. Milagros, mi esposa, y yo, ya habíamos hecho juntos un curso completo de Riberthing (Respiración consciente y conectada) con Adolfo Domínguez, nuestro muy llorado y añorado maestro, tristemente fallecido poco después de nuestro último curso, recopilación de todas sus enseñanzas. Pero esta iba a ser una experiencia única, en algunos aspectos inenarrable, que iba a suponer para nosotros un antes y un después, de.






Pernoctamos aquella noche en tipis (tiendas indias), al pie de una cortada a pico, en cuya base crecían amates, árboles del que los indígenas primitivos extraían una pasta con la que confeccionaban papel. La jornada había sido intensa: Prácticas de meditación, trabajos chamánicos, bailes ancestrales, lectura del agua…No habíamos dormido más de cuatro horas al día desde que llegamos al DF. Aquella noche había sido igual. Solamente nos equilibraba la energía los trabajos chamánicos que practicábamos a diario. Nuestra vida había empezado a ser: acarrear maletas de los hoteles al autocar, en el que dormíamos frecuentemente, con posturas incomodísimas obligados por los asientos, pasados de moda, que no permitían reclinarlos para estirarte relajado; comida a la que no estábamos acostumbrados, a base de tortillas de maíz o de trigo, rellenas con cualquier cosa; mucho trabajo y poco sueño. Sin embargo, ninguno de los veinte miembros de la expedición daba muestras de cansancio físico. Y, curiosamente, quedaban por delante dos semanas en las que la vida fue idéntica y nuestra energía se mantuvo en una cota muy alta. Todavía no me explico cómo fuimos capaces de soportar aquella presión durante dos semanas y media.






Nos reunieron a todos a las 5 de la mañana (como de costumbre) para hacer los primeros trabajos del día: Saludo al sol, chi kung de la estaca y cantos chamánicos de petición de sabiduría, fuerza y conciencia. Nos presentaron a nuestro guía, un indígena de la zona que rondaba los 70 años, enjuto, de baja estatura, negro del sol y del aire, y recio como los árboles que daban nombre al pueblo. Al verle con esa pila de años cargada a sus espaldas, supusimos la suavidad del camino hasta la poza sagrada de Quetzalcoaltl, donde íbamos a someternos a un segundo bautizo de purificación.


Después de un par de horas de marcha por caminos impracticables, llegamos a una senda un poco más llana del camino, escoltada por vegetación arbórea de poca estatura y arbustivas. A la derecha un imponente ahuehuete (Taxodium mucronatum) se levantaba majestuoso. Era el primer “guardián del camino” a la poza sagrada de Quetzacoatl, al que debíamos pedir permiso para continuar, con bien, hasta nuestro destino. El Chamán le llevaba flores, frutas, caramelos y tabaquito como ofrenda. A los espíritus de la naturaleza les gustan mucho las ofrendas dulces y el tabaco que el Chamán fuma y exhala en dirección a la corteza. Luego, las ofrendas se quedan al pie del guardián. Para pedirle permiso para seguir adelante, es necesario poner la mano derecha extendida y en contacto con el tronco y el pie izquierdo pisando su base, para que fluya la energía. Yo siempre he sido muy dócil para cualquier tipo de enseñanza; procuro no cuestionarme las cosas en demasía y así no me pierdo las verdades que andan salpicando las mentiras. Cuando puse la mano y el pie en aquel ser vivo –cuanto menos eso lo tenía como muy cierto- me corrió una oleada de energía de pies a cabeza que me hizo detener mis pensamientos. Rogué la ayuda de aquel ser vivo con respeto y el alma abierta. El Chamán recitó unas frases irreconocibles. El calor era poco fácil de soportar. Íbamos muy ligeros de ropa y con sombreros de paja. No obstante, sudábamos por todos los poros de nuestro cuerpo. El viejo, cabrón, que nos enseñaba el camino estaba fresco y con aspecto saludable. Así continuaría la hora y media que faltaba por caminar y toda la vuelta. A veces le decía en voz alta a Milagros: “¿Pero, este hijo puta de viejo no se querrá parar un momento? Yo no puedo más” Él seguía impertérrito con una estúpida sonrisa perpetua en su boca. Yo no quiero ni acordarme de las tronchas y quebradas por las que nos condujo. Cuando las pasaba, miraba atrás y no me podía imaginar cómo había tenido la fortaleza física, la habilidad y los huevos de subir por aquella quebrada o de bajar por esa otra cortada a pico. Nos contaron que en aquellas excursiones a la poza sagrada, siempre había algún turista que a la voz de: “Hasta aquí llegué” tiraba la toalla y tenían que ir a buscarle para llevarle en brazos entre dos o tres forzados pueblerinos.





No corría ni un hilillo de aire por ningún sitio desde que nos levantamos. La sequedad y el calor iban a más. Cada momento estábamos bebiendo agua y comiendo fruta para evitar la deshidratación. Algunos tenían calambres, lo que hacía más ardua la marcha. Cuando el chamán acabó su plática de petición, el tiempo se detuvo, el silencio se hizo muy profundo y un viento, suave y persistente, meció las hojas del árbol y nos envolvió la piel, metiéndose entre las aberturas que dejaban los botones en la camisa y por debajo de los pantalones. Era, cuanto menos sorprendente, aquella brisa en medio del desierto, con un calor de justicia, un día de febrero, en el centro de México lindo. Solo duró lo que tardó el Chamán en acabar sus oraciones, después todo volvió a la calma chicha y la falta de aire se hizo otra vez patente. El árbol; nuestro amigo y guardián, nos había dado su permiso para pasar, su protección para arrostrar con bien el duro camino que nos quedaba, y su sabiduría para entender que era un ser vivo, que se transmitía con nosotros, que sentía y que estaba presente en todo nuestro recorrido. A lo largo del camino tuvimos otras dos experiencias similares, con un Cedro blanco (Cupressus lusitánica) y con un Liquidambar (Liquidambar styraciflua), que completaban la terna de guardianes del camino. Ambos nos permitieron el paso y lo dieron a entender con una brisa reconfortante que, por unos momentos, nos borró de la cabeza cualquier sentimiento de cansancio. Después, sequedad, calor, sol de plano, ausencia total de aire.






No fueron imaginaciones nuestras; todos pudimos sentir y ver físicamente el movimiento nervioso de las hojas de los árboles, impulsadas por el viento que nació de no sé dónde, para que entendiéramos que eso era la respuesta del árbol: nuestro guía, guardián y amigo. Lo mantengo constante en mi memoria como para que no se me olvide que estoy rodeado de seres vivos que sienten, padecen y están deseosos de trasmitirse con nosotros. Y que la vida es magia, o no es vida.

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