jueves, 22 de julio de 2010

TÁCITO

La palabra nació de la necesidad del ser humano de comunicarse con los seres que le rodeaban. En un princio la palabra se empleaba para entenderse en cosas básicas de primera necesidad. Para interpretar correctamente los deseos del que estaba cerca de ti, y para expresar los tuyos; para avisar de un peligro o para darte noticias de él a distancia. En otro orden de cosas la palabra se empleaba para amedrentar al contrario antes de entrar en combate y durante el mismo. Y poco más.

En un principio la palabra, “el verbo”, lo utilizó el Creador para fabricar la realidad, de la nada. El verbo divino se erigió en creador de lo visible y de lo invisible. “Y el ‘verbo’ se hizo carne y habitó entre nosotros”. Y, desde entonces, la palabra es credora de realidades, empleada en toda su profundidad y en toda su pureza.

Vivimos en un coloide de partículas con una velocidad atómica determinda, flotando, o en suspensión en medio de fluidos con diferentes velocidades atómicas. Todo el conjunto está formado, pues, por átomos de diferente velocidades que, por esta característica, ven definida la densidad de su cuerpo o de su ‘continuo’. Sólo así podemos definir la independencia de los objetos y de los seres vivos que interactuamos en medio del ‘continuo’ formado por átomos en otra velocidad atómica. Aquí viene muy bien introducir el concepto de la ausencia de materia en el Universo, reemplazada por la energía de cohesión de los difeentes átomos de la misma jerarquía, de las diferentes entidades que pululan por el sustrato.






Si no existe materia, sólo energía, es fácil comprender que todo está constituido por átomos. Y estos, a su vez, están cosntituidos por partículas de difeentes cargas eléctricas, girando alrededor de un nucleo que es, como si dijéramos, la fuerza de cohesión. Si nos hacemos infinitamente pequeños, y con ello adquirimos la capacida de explorar un átomo, colocándonos en uno de los corpúsculos que giran alrededor del núcleo central, al mirar hacia arriba veremos los otros corpúsculos eléctricos como si fueran planetas de un extraño sistema solar. Quiere esto decir que en la materia, constituida por átomos, existen, como en todo sistema plantario, grandes espacios vacíos. Sólo se sustenta el sistema por la fuerza de atracción de los corpúsculos que giran, describiendo distintas órbitas, alredor de su corpus central. De esto se desprende que la densidad de la materia es ilusoria, ya que está constituida por átomos con amplios espacios vacios. Es más, cuando toco un objeto, en ralidad no lo toco, porque los átomos de su superficie, al estar cargados de la misma energía eléctrica que los átomos de la superficie de mi epidermis, se rechazarán entre sí haciendo imposible el contacto. Sólo siento la sensación de diferente temperatura del objeto que creo acariciar.

Y ¿qué ocurre con todo esto? Que la energía que yo desprendo con mi palabra –que en algunos individuos es enorme- penetra en ondas en mis átomos y los estabiliza o los perturba. De ahí las afinidades o rechazos que el ser humano siente por algunos semejantes, simplemente por la energía que desprende su persona; sus átomos. Cuanto más con su palabra, con su velocidad, con su tono, con su energía, con su intención, con su volumen. Es estupefaciente el influjo de la palabra en los seres humanos y en los animales, hasta el extremo de calmar a las fieras o excitar a los humanos.





En realidad no somos conscientes del poder de nuestra palabra. Si lo fuéramos, viviríamos callados, y sólo utilizaríamos la laringe en casos de extrema necesidad vital. El resto huelga; no es necesario; es inutil; es ocioso. “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio ¡cállate!”

Hablar no es obligatorio, no utilices tu voz como un deber o como un compromiso. Nadie dijo que hablar fuera imprescindible, pero el mal empleo de la palabra se desprende de la necesidad vital del ser humano de nutrir su ego con la propia razón. Y para ello se mete en dibujos, circunloquios y retóricas, para intentar apabullar al contrario y quedar por encima, caer de pie o llevarse la ‘perra gorda’. La obligación del ser humano es amar, y, para amar, mientras menos hables, mejor; no vaya a ser que, al final, acabes cagándola.

TACERE MULTIS DISCITUR VITAE, “Los muchos infortunios de la vida enseñan a callar”

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