lunes, 18 de octubre de 2010

FACILMENTE SE YERRA, DIFICILMENTE SE ENMIENDA

El ejercicio mental de ayer, que para más abundamiento tuve la osadía de plasmar en papel y meterlo en éste blog, es uno de esos lapsus que me permito tener de vez en cuando, haciendo caso omiso de mis convicciones profundas. Pero los tics, las manías y los patrones antiguos son harto difíciles de erradicar de nuestra cabeza, y de vez en vez afloran como un manantial donde menos te lo esperas. Una de mis pasiones actuales –que me trae a mal traer– es la de cumplir al pie de la letra los tres mandatos de un sabio varón, que actualmente está por encima de las circunstancias. “No juzgar, no comparar y esperar para comprender a que pase el tiempo” Así dichas parecen banales, pero no lo son en absoluto. Es más, son tremendamente poco fáciles de cumplir. Y fue a la primera: ‘No juzgar’, a la que desprecié olímpicamente con mis comentarios.




El ‘no juzgar’ entronca perfectamente con la primera causa del dolor en el humano según el chamanismo: ‘Yo sufro porque la gente no hace, no dice, no piensa lo que yo quiero’ Total, de un plumazo, me cargué, de un solo tiro, dos de mis lemas; dos de las enseñanzas que he tardado años en integrar, pero que, al parecer, olvido en unos pocos minutos en cuanto me aprieta el zapato. Tardé años en convencerme de la perentoria necesidad de dejar que el prójimo haga, diga o piense lo que quiera, que de lo suyo gasta, y, además yo tengo el privilegio de mirarlo desde la barrera, a salvo de cornadas inesperadas. Excepto en aquellas circunstancias en las que yo me haga responsable de lo que fulanito haga, diga o piense, en cuyo caso lo que estoy obligado a hacer es enderezar el entuerto y aprender la lección de que se predica con el ejemplo.

Entonces, si mi lema es ‘no juzgar’ y ‘dejar que la gente haga, diga o piense lo que quiera’ ¿por qué me empeño en olvidarlo de vez en cuando? En un curso de Rebirthing, aprendí, después de tres días de ejercer el principio que se nos obligaba a mantener, a no hablar del prójimo para juzgarlo, ni hacer autocrítica; es decir, no hablar de mí mismo, ni para bien, ni para mal y no juzgar al prójimo. En un primer momento te quedas sin argumentos. No sabes de qué hablar. Porque, si no hablas del prójimo, ni de ti mismo ¿de qué puñetas hablas? Después de esta reflexión tratas por todos los medios de elaborar mecanismos que te permitan hablar de otras cosas ¿Pero, de qué? Puedes contar un cuento, una historia, el argumento de la novela que estás leyendo, el trasfondo de una película, del golazo que metió fulano de bolea en el partido del sábado…De todo menos del prójimo con afán de criticar, o de ti mismo con afán de ensalzar tus virtudes y acallar tus vicios.




Si a estas propuestas añades la de no contar penas, entonces es cuando la acabamos de jeringar. A poco curioso que seas, no te queda más remedio que recibir cierto tipo de conversaciones, sobre todo ahora que la gente va hablando por el móvil a grito pelao en cualquier sitio. “No te puedes imaginar lo malito que se puso ¡como que acabó en urgencias! Y esa es otra, no le hicieron ni puto caso ¡allí tirao en un banco dos horas, con dolores de parto, hasta que le atendieron…” Para que oigas que alguien está pletórico, que el jefe es la mar de majo, que no le duele nada, y que el domingo estuvo en el campo andando descalzo por la hierba o abrazándose a los árboles…

Así que, como no es práctico arrepentirse de nada, sino aprender de los errores, me doy cuenta de que lo que hice es un arma arrojadiza, y tomaré buena nota para no repetirlo…por lo menos hasta dentro de un mes¡ ¡Si es que te lo dan hecho!.

Mañana os referiré las otras dos propuestas de mi amigo el sabio: No comparar y esperar para entenderlo todo con paciencia.

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