miércoles, 12 de enero de 2011

DESCRIPTIVA

Una página en blanco ejerce un gran atractivo para mí. Pero también supone una carga de responsabilidad. En una página se pueden verter millones de combinaciones de letras, palabras, frases, que tendrán, inequívocamente, un gran influjo en el lector. Por eso hay que meditar lo que se va a decir y cómo se va a decir, porque, dependiendo de la estructura y el contenido, el leyente puede impresionarse grata o negativamente. Yo necesariamente tengo que expresar lo que siento, lo que pienso, o, por el contrario fabular y contar cosas que no están acordes con mis principios o mi fe. Y dentro de este grupo puedo herir la sensibilidad de quien lee o considerarme amigo suyo y correligionario.

Me gustaría plasmar en mi escritura un artículo que sirviera para solaz de cualquier persona que lo estudiara. Tarea harto dificultosa, porque, en este mundo cada ser humano tiene una estructura cerebral propia, y hasta dentro del mismo grupo, partido, clan o secta, hay disidentes, puristas o heterodoxos. ¿Cómo entonces cumplir con el deseo de complacer a todo el mundo? Fundamentalmente pienso que se debe apartar la pluma del mundo de las ideas, de los conceptos, de las doctrinas y de las leyes, en las que cada cual tiene un determinado concepto, y centrarse en la descriptiva de las cualidades físicas de un país, un paisaje, una ciudad, una época, un personaje, una silla o un gato.


La gracil torre de la iglesia de San Lázaro. Palencia

La descriptiva, si no emite opiniones; si se dedica a describir, es siempre aceptada. Por eso el triunfo de los escritores que cultivan el dibujo literario, como tal, y no opinan sobre la bondad, maldad, belleza o fealdad del diseño. Describo la escena y eso no me compromete a nada. Y si la describo con todo lujo de detalles, incluso pintando el aire con un leve trazo, mejor que mejor.

¿Será entonces la literatura descriptiva la mejor manera de enganchar al lector? Por lo menos no le pones ni en contra ni a favor de lo que dices, y eso es un tanto por ciento muy amplio en tu relación con él.


Iglesia y plaza de San Francisco. Palencia

Escena en un supermercado:

Las amas de casa se mueven deprisa empujando sus carros o arrastrando los pequeños capachos con ruedas. Llegan a una estantería y echan descuidadamente los productos en el carro. Al llegar a un puesto determinado, cogen un número o piden la vez al último en la cola para comprar. Siempre hay un puesto que está más concurrido que el resto; en un supermercado la pescadería, en otro la carnicería. En el que yo estaba, lo más concurrido es la charcutería. Y, por algún extraño motivo, algunas compradoras hacen un acopio infinito de embutidos y quesos. La espera es aburrida y tediosa a no ser que hagas chistes para cubrir la espera. La dependienta es una chica joven, agraciada, con una sonrisa en la cara y una voz atiplada pero agradable. Al acabar de pedir, por alguna razón que a mí se me escapa, pregunta graciosamente a la clienta que si no quiere nada más, que lo piense ahora que está a tiempo. Con el chascarrillo se pasa el momento. A todas las pregunta lo mismo al terminar. La señora que me precede es de las inagotables que parece que se va a llevar la tienda en traspaso. Después de pedir dieciocho cosas y agotar la paciencia de los que la siguen, por fin acaba su compra kilométrica. La dependienta, siempre con su sonrisa colocada en su linda cara, mete sus artículos en una bolsa y antes de darle tiempo a hablar, la atajo y la digo sonriendo a mi vez: “¡Ni se te ocurra preguntarle si quiere algo más, que nos dan las cuatro de la tarde…!” Todo el mundo ríe de buena gana y se distiende el ambiente.

Es una anécdota pequeñita y algo sosa, pero demuestra cómo se puede describir una escena con la intención de trasmitir al lector lo que uno ha sentido. No ofende, no opina y todo el mundo se queda feliz.

Esta vez quizá no he hecho pensar a mis amigos, pero es bueno tener unos momentos de distensión después de la excesiva metafísica de estos días.

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