lunes, 10 de enero de 2011

ME DEBÍA DE FIAR MÁS DE MI CACUMEN

Hoy he caído en la mayor tentación que puede tener un convencido de la participación de la mente en todos los procesos orgánicos, desestimarla y entregar el problema a un médico. Cristina –mi hija política– está estudiando en Madrid. Vive en un piso compartido, se hace la comida, limpia la casa a medias con su compañera, que a la vez es la propietaria de la vivienda, y acude todos los días a la facultad donde estudia segundo de turismo. No es fácil llegar a Madrid con el desamparo de tener a la familia a 250 Km y no estresarse. Yo no sé la causa de su sobrecarga, pero imagino que influye su situación y la toma de conciencia de que ella es la única responsable de su vida y de sus actos. Yo hice la carrera en Madrid, pero vivía en el piso familiar en la calle Huertas 16, de gozoso recuerdo. No tuve nunca estrés debido a mi soledad. Lo que quería muchas veces era vivir solo, y esta era la única circunstancia que me podía desestabilizar. Muchos compañeros vivían en provincias y compartían piso con otros o se alojaban en colegios mayores. En vacaciones todos se iban a relajarse a sus respectivas provincias y en esas circunstancias a mí me daba envidia no tener una ciudad lejana o siquiera un pueblo donde refugiar mis problemas lejos de la gran ciudad.



Nunca pude sentir la soledad que ahora es lógico que siente Cristina. A ella se le cae el pelo, pero a mí se me caerían los pelos, la piel a girones y el alma. Tontamente, casi sin pensarlo, la he mandado a un dermatólogo de confianza, que si no acierta, por lo menos no la recetará nada que la perjudique. Ha vuelto con un montón de medicinas prescritas en una receta que su madre, diligentemente, ha comprado en la farmacia ‘de confianza’.

¡Qué curioso! Hoy ha comenzado el tratamiento y ya se encuentra mejor. Cosas del cerebro y del placebo. Cuando me he dado cuenta –demasiado tarde– ya había puesto en marcha los mecanismos que nunca se deben de iniciar: Pasarle la responsabilidad de mi curación al médico, que no sabe nada de mí personalidad, ni de mi vida, ni de mis circunstancias. Engordar los ingresos de la industria farmacéutica, que empleará una parte de lo que le sobra en investigar de qué manera enganchar más eficazmente a los que se creen enfermos, para que consuman determinado medicamento lo que les queda de vida. Deteriorar el organismo con sustancias ajenas a él, que en cualquier caso, si se purificase de agentes nocivos sería capaz de fabricar todas las que compramos en la farmacia, pero específicas para cada caso y sin efectos secundarios. Y, por último, desestimar la capacidad de mi mente en mi proceso de curación. La he hecho llegar el mensaje de: «No me fio de ti, tía» y, como es muy sentida, me la guardará y el la menor oportunidad me hará pagar cara mi osadía.

Total. Como siempre. Ni yo mismo, en determinadas circunstancias, me fio del poder de mi mente. Y así me luce el pelo. Quiero romper una lanza en pro de una rama de la actual medicina ante la que me arrodillo, me quito el sombrero y la bendigo. Es la que repara los entuertos que no sabe curar la medicina interna, y la que sale a reparar los deterioros que han ocasionado en el organismo los conflictos emocionales que han sido desestimados por los médicos de cabecera, hablo de la cirugía.

Otro día hablaré largo y tendido de la causa de los accidentes, que si estuviéramos viviendo intensamente cada momento, se reducirían en un 99%. En vez de tantas prohibiciones chorras, debían de aleccionar a la gente en la mejor forma de vivir el momento sin distracciones debidas a nuestros humos mentales que, la mayoría de las veces, son sólo humos que se disipan al momento sin dejar rastro.

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