jueves, 3 de febrero de 2011

HIPOCONDRÍA

Sonó mi buscapersonas. Por entonces en el Hospital San Telmo no existían guardias de presencia física para especialistas y utilizaban este sistema de localización. Me puse en comunicación con la centralita. Me dijeron que debía acudir a la planta de la ‘epidemia’ a la mayor brevedad posible. Ante la masiva intoxicación por aceite de colza –en ese momento todavía no se había averiguado el verdadero agente productor de la infección-, en el Hospital habían habilitado una planta para el ingreso de los casos que surgían a diario.

Llegué en tres minutos escasos. Uno de los ingresados, un varón joven, de unos treinta años, tenía síntomas de incapacidad respiratoria grave, y el médico interno quiso contar con mi colaboración. A la zona de ingresados por la infección, había órdenes taxativas de entrar con bata estéril, mascarilla, gorro y guantes. En aquella ocasión, dada la premura de tiempo, entramos sin la más mínima protección. Un primer examen rápido me puso en la pista de un edema de glotis que estaba ahogando al paciente. La enfermera de planta me trajo con diligencia la caja de traqueostomia que teníamos preparada para solventar este tipo de casos, frecuentes entre estos pacientes. En la misma cama intenté colocarlo en hiperextensión de cuello, pero la blandura del colchón y lo escurridizo de la ropa de cama no me lo permitían. Con ayuda de la enfermera tumbé al paciente encima de una manta colocada en el suelo. Allí, entre las dos camas de la habitación, con una almohada debajo de los hombros del enfermo para facilitar la maniobra, sin anestesia, le practique la incisión profunda que, en principio debía salvarle la vida. Llegué, con relativa violencia a la tráquea y la perforé. Al introducir una cánula por el agujero practicado, el paciente empezó a toser la sangre que había penetrado en la tráquea y una bocanada de aire expandió sus pulmones.




Una vez pasada la urgencia de muerte, nos dedicamos a ligar la glándula tiroides, que seguía sangrando, y a suturar por planos para dejar la herida en condiciones de introducir la cánula definitiva, que luego sería retirada una vez que remitiera el edema.

Todo estaba perdido de sangre: suelo, manta, colcha, bata… Alguna salpicadura provocada por la tos del paciente había manchado nuestra cara. Una gota había entrado en mis ojos y otra me había penetrado en la boca. Nada me importó lo más mínimo. Cuando entré en el cuarto de baño me di cuenta de que tenía sangre en la boca. Me lavé y me enjuagué. Desde aquel momento me liberé de la aprensión de ser contagiado por la presunta infección.

Días antes, en nuestras frecuentes visitas a aquella sección del hospital, tomábamos toda clase de precauciones para evitar ser infectados. Aquella tarde y en los días que siguieron, prescindí absolutamente de toda protección y de todo el protocolo que se había desplegado. Algunos compañeros afearon mi conducta, pero yo estaba seguro que, después de la intervención de aquel paciente de la 215, me negué a contraer enfermedades supuestamente contagiosas.




Me acordé de aquel compañero de carrera que, como todos, estaba muy sensibilizado con cada enfermedad que estudiabamos, a quien tocó practicar la respiración boca a boca, sin ninguna protección, a una enferma tuberculosa que había padecido una hemoptisis. La boca se le llenó se sangre. En aquel momento perdió absolutamente la aprensión y el miedo al contagio, que ya había padecido (como el 90% de los chavales de aquella época) cuando era niño.

Hoy, con mi manera de pensar al respecto, tengo por cierto que ninguna enfermedad se contagia sin un permiso específico para ello.

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